Isabel Pantoja, “Prince” para su novio, y Paquirri, “Gordo” para su novia, se casaron el 30 de abril de 1983. Pues un año antes, yo ya había realizado con Isabel el recorrido del desfile nupcial, porque llevaba preparando ese día desde que se había enamorado de Paco. Corría la primavera de hace 39 años y la pareja todavía no había hecho ostentación de su amor en público, “porque a Paco le faltaba un papel y ya le había dicho que hasta que no tuviera la anulación completa no quería pronunciar la palabra “novio”. Pero esa mañana habían recibido ese último documento y la cantante, alborozada, me propuso: “Vamos, que te enseño cómo será mi boda”. En el garaje de su casa tenía dos cochazos, un Mercedes 220 y un Porsche último modelo, y yo argüí tímidamente que prefería el amplio y cómodo Mercedes, pero ella me respondió: “No, que ese es para las giras, me acabo de comprar el Porsche y me hace ilusión estrenarlo con vosotros”.
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Y allí nos embutimos, en el asiento de atrás, la barbilla pegada a las rótulas. Delante iba doña Ana, como una reina, y al volante Maribel. ¡Madre mía, nunca he pasado más miedo en mi vida! Cuando no estaba encendiendo un cigarrillo, estaba persignándose delante de las innumerables iglesias, capillas e imágenes religiosas que hay en Sevilla. O si no, apartaba la mirada de la conducción y nos señalaba los puntos fuertes del itinerario de su boda. “Mira, en esa casa de Triana nací yo… de ahí saldré, adornaremos el portal con rosas blancas y me vendrá a buscar una berlina tirada por cuatro caballos blancos…” Isabel fumaba incesantemente con expresión soñadora, el codo apoyado en la ventanilla y se notaba que estaba disfrutando, “el coche irá adornado con clavelinas, también blancas, por supuesto, y cuando cortemos la tarta nupcial, toda de nata, soltaremos palomas”.
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Yo preguntaba levantado un momento el bolígrafo del bloc donde iba apuntando diligentemente: “¿Blancas? Las palomas, digo”. Ella me miraba un momento con suspicacia por el espejo retrovisor, pero cuando veía que preguntaba de buena fe, proseguía, “sí, claro, ¡si fueran negras serían cuervos!” La gente empezó a reconocerla y ella saludaba desde el Porsche, con la mano oscilante, como los reyes: “El traje también será blanco, de raso, con una cola de siete metros”. Doña Ana precisaba: “Pero con escote barco, que ir muy destapada tampoco es elegante…” De pronto, Maribel soltó el volante para echarse el pelo hacia atrás mientras el coche daba bandazos: “Llevaré un moño así, muy tirante, y una diadema de brillantes que me están haciendo, maquillaje muy natural, destacando los ojos… y el ramo de flores de azahar que no falte”. La madre se enjugó una lágrima y nosotros también llorábamos, pero de miedo, aunque nos tranquilizamos cuando Isabel volvió a coger los mandos del coche con desenfado y prosiguió: “Todo lo guardaré muy bien para cuando se case mi primera hija… los zapatos no, porque me los hacen a medida del mismo raso que el vestido”. Blancos, claro, porque, por si no quedaba claro, Isabel iba a ir virgen e inmaculada al matrimonio, como me había contado en una entrevista y ya sabía media España.
Todo lo había calculado milimétricamente, “yo iré en la berlina con Fran y Caye, los niños de Paco, que los quiero mucho, les haremos vestiditos de paje, de satén, como mi traje, blancos también, ellos llevarán las arras y los anillos. También vendrá mi futuro suegro, de traje oscuro, mientras Paco se montará en otro coche con mi madre, como a él le falta la madre y a mí el padre…” Entonces hablaba con cariño de la familia de su marido, que tanto iba a vilipendiarla después. “Mira, atended bien, que estamos siguiendo el mismo camino que haré ese día.” Como ahora íbamos muy despacio la gente se acercaba a la ventanilla para curiosear y la madre alardeaba, “estos señores han venido expresamente de Madrid para hacerle un reportaje a mi hija”, nosotros aclarábamos “de Barcelona”, y doña Ana sacudía la mano, “¡de Barcelona!, ¡que está más lejos aún!”. Maribel sonreía al ver el interés que despertaba, “el día de la boda esto estará abarrotado” y la madre apostillaba: “¡Cómo abarrotado!, ¡abarrotadísimo!, tendrán que poner un cordón policial”, y Maribel corregía: “O dos”.
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Se detuvo en la esquina de la plaza, “desde aquí hasta la capilla del Cristo del Gran Poder colocarán una alfombra roja. Me bajaré del carruaje y la recorreré caminando para que todo el mundo me pueda mirar, pero iré velada, con el rostro cubierto. Hasta que el cura no diga eso de ya sois marido y mujer llevaré el rostro tapado… me destapará Paco y ¡cuando me vea la cara se emocionará!”. Ahí vi mi oportunidad de meter la bayoneta, ya que en realidad mi revista no era la Hoja Parroquial precisamente, y le pregunté dónde pasarían la noche de bodas. Se sonrojó, dio una calada honda al cigarrillo y repuso: “En la suite real del hotel Alfonso XIII dormiremos ya como marido y mujer…”. Pero mucho no debieron dormir, porque las crónicas contaron que la noche había sido tan fogosa que perdieron el avión que los iba a llevar en su viaje de novios. Y seguramente ahí concibieron a su hijo, que nació nueve meses después. En esa cama con dosel, entre esas lujosas sábanas de 200 hilos, ¡blancas, por supuesto!