Perroantonio
La mayor parte de lo que consideramos inocentemente «nuestro pensamiento» está formado por relatos y mitos compartidos que configuran una tradición. Creemos que reflexionamos y sacamos conclusiones de los hechos, pero lo que ocurre mayormente es que extraemos las enseñanzas preestablecidas por estos relatos compartidos que circulan en nuestras sociedades. Algunos son muy antiguos, casi del inicio de nuestra conciencia humana, como el de la creación. Otros son relativamente modernos, como el de la revolución o el del hombre que se hace a sí mismo y llega a presidente. Pero todos ellos funcionan porque los escuchamos y replicamos continuamente en nuestras conversaciones. Pertenecen a la tradición común y, por tanto, son entendidos a la primera: no necesitan reflexión, aunque puedan ser tan falsos como las enseñanzas que propagan.
Hace ya unas décadas estuvo de moda hacerse con un pensamiento crítico, algo que consistía en desembarazarse del automatismo de los relatos predigeridos y analizar los hechos sin saltar directamente al capítulo de conclusiones. Se trataba de evitar el reflejo pavloviano, ese que hace que alguien se ponga en alerta (o ladre) cuando ve determinada cara o bandera.
La Escuela era, en teoría, el vehículo ideal para desarrollar el pensamiento crítico, salvo por el pequeño detalle de que tanto los programas de estudios como sus agentes, los maestros, parecen estar más interesados en la transmisión de los valores tribales. Además, frente al trabajoso cuestionamiento permanente, los relatos y mitos tradicionales —como ocurre con los tebeos de Marvel— se adaptan continuamente para construir una superestructura mitológica que lo explica todo y entiende un niño de primaria. Vamos, que es más sencillo comprender a un demagogo cuando dice que un país es el imperio del Mal que a un burócrata que trata de explicar los entresijos de la Unión Europea o del Derecho Penal.
En fin, los relatos y los mitos, no hace falta decirlo, los crean personas con una admirable capacidad creativa y acaban funcionando por difusión y repetición. Sin embargo, a veces basta un atracón de realidad para que colapsen y se arruguen.
Un gran bluf
Y qué decir de aquella intelectualidad cultivada que lo mismo te hablaba de Elliot que te preparaba una escalivada o un gimlet y te invitaba a mojarte los tobillos en el mare nostrum que, efectivamente, parecía suyo. Todo resultaba tan moderno y europeo, tan de línea clara y jazz, que hasta comprendimos las secuelas de satisfacción del orgasmo olímpico de 1992, que dejó más turbados que espabilados a los nacionalistas del país, que aún sufren espasmos por el enorme placer de haberse conocido. Aquello era jauja y ataban a los perros con longaniza. La verdad es que teníamos que haber sospechado de la potente industria editorial y propagandística de la región, tan proclive al masaje.
El caso es que aquel potente relato de la Cataluña moderna y vanguardista, tan firmemente asentado en nuestra conciencia, se ha arrugado de forma tan drástica que acongoja verlo tan poca cosa y tan marchito. Tan pardillos no somos y ya nos sonaban las trapacerías de la honorable familia de golfos apandadores o el choriceo manifiesto e institucionalizado del 3% al 5%, pero ha bastado ver en riguroso directo televisivo cómo fabrican las leyes en el Parlament para percibir con toda crudeza el engaño. Ya decía Otto von Bismark que con las leyes pasaba lo mismo que con las salchichas, que mejor no ver cómo se hacen. El olor a podrido ha sido tan insoportable que ahora lo difícil es borrar todo lo visto y que renazca en nuestra conciencia la imagen de un país moderno, culto y eficaz.
Conmigo va a estar difícil. Veo al ex honorable huido mintiendo en varios idiomas o las movilizaciones de quienes pretenden que deje de aplicarse la justicia a los malhechores propios y siento cierta acidez estomacal. Yo creo que lo peor es esto, que se han cargado el relato luminoso y han instalado uno nuevo en donde sólo percibimos mentiras, suciedad y moscas. Que pese a toda nuestra trabajada conciencia crítica, han logrado instalarnos de nuevo el reflejo pavloviano y, tras ver cómo sus élites meten las manos sucias en las leyes, se nos han quitado las ganas de comer sus salchichas.
Con el buen rollito que teníamos, o sea.