La balsa de la Medusa. Théodore Géricault, 1819. Óleo sobre lienzo Museo del Louvre, ParísEUROPA SE HUNDE EN LESBOSRAFAEL NARBONA
“A las democracias modernas –escribía Octavio Paz en 1991- les falta el otro, los otros. […] Estamos separados de los otros y de nosotros mismos por invisibles paredes de egoísmo, miedo e indiferencia”. La crisis de los refugiados de Oriente Medio ha profundizado la crisis del proyecto europeo, mostrando la ausencia de una idea de Europa que concite la adhesión de los ciudadanos. Mientras los políticos justifican el cierre de las fronteras y las deportaciones colectivas, el Papa Francisco ha pedido “acoger a las personas tal como vienen”, señalando que él es hijo de emigrantes. Es inevitable recordar las palabras del
Éxodo: “No molestarás al extranjero, ni lo oprimirás, pues extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto” (22, 20). En el
Levítico (19, 34) y el
Deuteronomio (10,19) se repite el mismo mandato, añadiendo que no es suficiente acoger al extranjero, sino que –además- hay que amarlo. La Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea reconoce el derecho de asilo (art. 18) y prohíbe las expulsiones colectivas (art. 19). El acuerdo entre Ankara y Bruselas constituye una gravísima vulneración del marco legal diseñado por la Unión Europea para definir sus valores y su identidad. ¿Qué credibilidad puede tener un proyecto que no respeta sus propias normas?
The Times informa que las fuerzas fronterizas turcas han disparados contra refugiados sirios. El Observatorio Sirio para los Derechos Humanos asegura que las balas han acabado con la vida de dieciséis personas, de las cuales tres eran niños. La desastrosa política de Europa y Estados Unidos en Oriente Medio revela una torpeza descomunal y una alarmante falta de sensibilidad. Si la Unión Europea se reduce a ser una fortaleza militar y financiera, su porvenir es dudoso y su autoridad moral, inexistente.
El 28 de noviembre de 2000 el cardenal Joseph Ratzinger pronunció una conferencia en Berlín, comentando la recién aprobada Carta de los Derechos Fundamentales. El futuro Benedicto XVI apuntaba que “para sobrevivir, Europa necesitaba una nueva aceptación –sin duda crítica y humilde- de sí misma”. Eso implicaba “salir con respeto al encuentro de lo que es sagrado para el otro”, sin renunciar a mostrar “el rostro de Dios que se nos ha aparecido: el Dios que acoge a los pobres y a los débiles, a las viudas y a los huérfanos, a los extranjeros; el Dios que es tan humano que él mismo quiso ser hombre, un hombre doliente, que sufriendo con nosotros da dignidad y esperanza al sufrimiento”. Muchas veces se ha acusado al Vaticano de tibieza en su defensa de los derechos humanos, pero una mirada retrospectiva al pasado reciente desmiente esa interpretación. En 1963, aparece
Pacem in terris (Paz en la Tierra), la última de las ocho encíclicas del carismático y humanísimo San Juan XXIII. Su llamada a favor de la paz causó un enorme impacto en la opinión pública mundial. El “papa bueno” pedía el fin de la carrera de armamentos y la prohibición de las armas atómicas. Tanto John F. Kennedy como Nikita Kruschev agradecieron su exhortación y se comprometieron a relajar la tensión de la guerra fría para evitar un holocausto nuclear. El beato Pablo VI, amigo personal de Roncalli, mostró la misma preocupación por la paz y los derechos humanos. De hecho, protagonizó un inesperado enfrentamiento con la España de Franco. Cuando aún era arzobispo de Milán, había recriminado a la dictadura la ejecución de dos anarquistas. Su elección como papa provocó que los partidarios del régimen se arrojaran a la calle, gritando “Franco, sí; Montini, no”. Una consigna que a veces se convertía en un chabacano “Sofía Loren, sí; Montini, no”, preludiando el anticlericalismo de derechas que impregnó los últimos años del franquismo. Pablo VI se opuso a las condenas de muerte del proceso de Brugos y suplicó sin éxito que no se llevaran a cabo los fusilamientos de septiembre de 1975. No podía obrar de otra manera el pastor que había señalado a los católicos la obligación de amar indistintamente a laicos, cismáticos, protestantes, judíos, anglicanos, musulmanes, animistas, budistas o ateos.
Muchos recuerdan a San Juan Pablo II por su lucha contra el comunismo, pero no se mostró menos crítico con el capitalismo. En
Centesimus annus, su tercera encíclica social, afirma que la Iglesia Católica “no condena la economía de mercado”, pero aclara que “la propiedad no es un valor absoluto” y es claramente “ilegítima” cuando “sirve para obtener unas ganancias que no son fruto de la expansión global del trabajo y de la riqueza social, sino, más bien, de la explotación ilícita, de la especulación y de la ruptura de la solidaridad en el mundo laboral”. No suele recordarse que Juan Pablo II se opuso a la primera y la segunda guerra de Irak. En 1991 declaró que una respuesta bélica a la invasión de Kuwait “agravaría los problemas” sin resolverlos, pues “la guerra siempre es una aventura sin retorno”. En 2003, visiblemente más indignado, manifestó que “la guerra en sí misma es un ataque contra la vida humana, ya que deja tras de sí sufrimiento y muerte. La batalla por la paz es siempre una batalla por la vida”. Sus palabras causaron un hondo malestar en los países occidentales que se habían aliado para derrotar a Saddam Hussein.
Ahora el Papa Francisco ha vuelto a dejar claro que la Iglesia Católica es paciente, pero no indiferente. Su primer viaje como pontífice consistió en visitar la isla de Lampedusa, tras conocer la noticia de la muerte de dieciséis inmigrantes ahogados en las aguas del Mediterráneo, que se ha tragado 25.000 vidas en las dos últimas décadas. Ahora visitará Lesbos, hasta hace poco volcada en la acogida de refugiados e inmigrantes. La Unión Europea ha realizado importantes concesiones a Turquía para que intercepte la marea migratoria, sin discriminar entre refugiados políticos y emigrantes ilegales. Bruselas sostiene que Turquía es un espacio seguro, pero en noviembre de 2015 denunció que se había producido un significativo retroceso en el terreno de los derechos humanos. No sé si el Papa Francisco hará declaraciones en su inminente viaje a Lesbos, pero si pronuncia un discurso se parecerá bastante al de su reciente visita a Filadelfia ante un grupo de hispanos: “Muchos de ustedes han emigrado. Y los saludo a todos con especial afecto. Muchos de ustedes han emigrado a este país con un gran costo personal, pero con la esperanza de construir una nueva vida”. Se ha dicho que la Ilustración es la raíz de la Europa actual, pero Adorno y Horkheimer, dos filósofos marxistas, apuntaron que la exaltación de la razón cosificó al hombre y a la naturaleza, engendrando de forma indirecta el espanto de Auschwitz y el Gulag, donde la vida sólo era materia fungible. Al negar el papel creador y liberador de la herencia cristiana, Europa se ha deshumanizado, convirtiéndose en un continente sin alma. Las deportaciones de Lesbos ponen de manifiesto que un proyecto político se hunde cuando pierde la fe en sus valores y olvida que el otro no es su enemigo, sino su hermano. No está de más recordar unas palabras de Nelson Mandela en esta hora sombría, que recuerda la cobardía de las democracias occidentales con el pueblo judío durante la Shoah: “No dejemos nunca que las futuras generaciones nos digan que la indiferencia, el cinismo o el egoísmo nos hicieron fracasar en la tarea de defender la causa del hombre”.