Mujer agarrada a un enorme pene en medio del campo de batalla
DAVID GISTAU
CUATRO JÓVENES inglesas estaban asomadas a un balcón de la Ronda de la Universidad, en Barcelona. Lo pasaban bien, reían y tiraban besos. Una de ellas tenía colocado entre las piernas un enorme falo inflable. Extraídas del contexto, ubicadas en otro lugar o al menos en otro momento, esas chicas no habrían sorprendido a nadie: una despedida de soltera procaz, unas
clubbers borrachas de Ibiza, un balcón de Pamplona en día de chupinazo...
Pero es que era la una y media de la madrugada del sábado en Barcelona. No sólo sonaban todavía algunas detonaciones esporádicas en la calle de Pelayo. Es que, si una cámara hubiera abierto el plano a partir de las chicas para mostrar dónde estaban en realidad, con su polla de plástico y sus besos vulgares, lo que habría aparecido es una desoladora imagen de devastación entre Urquinaona y la plaza de la Universidad.
Mientras flotaba el
smog formado por el humo de las barricadas –algunas extinguidas, otras chisporroteando todavía– había aceras destruidas con palas para convertirlas en munición contra la Policía, había macetas y señales de tráfico tiradas en las barricadas, había vainas de las bombas de gas y bolas de goma, había gafas de buceo abandonadas, mochilas, banderas. Había lugares, como la plaza de Urquinaona, centro de la batalla, donde la alfombra de cascotes tapaba por completo el asfalto.
Las inglesas tiraban besos y decían
«yuju» mientras, debajo de su balcón, personas tristes inspeccionaban el destrozo y se metían en los bolsillos
souvenirs de guerra. Toda Barcelona era los restos de un naufragio recién depositados por la marea en una playa. Por momentos, el silencio era extraño, casi melancólico, para quien traía frescos los sonidos –gritos, sirenas, detonaciones, pedradas contra la chapa de una furgoneta– producidos por la gran batalla que comenzó en Layetana y que en la plaza de Urquinaona y sus calles adyacentes alcanzó proporciones bélicas.
En el fragor de ese barrio, los balcones no sirvieron para sostener inglesas fálicas: algunos fueron apostaderos para cegar a la Policía mientras guardaba su posición con la luminosidad verde de un láser. Hay imágenes que parecen un cliché de película de guerra, imágenes que se nos ofrecen entre la nube anaranjada del gas lacrimógeno que lo cubre todo.
Después de despejar Urquinaona en la carga final, que acometió una fila de 12 furgonetas en columna asediadas por cohetes que les entraban por los flancos, y que fragmentó el frente independentista en células guerrilleras, mientras los policías de la UIP descansaban y se repartían munición nueva, uno se sacó el casco y enseñó la marca de un impacto a otro, que le tocó la cabeza y rio por su buena suerte.
El fuego nos hace tribales, incita a bailar a su alrededor. Al comienzo de la batalla, la mayor hoguera que vi durante esta semana de fuegos se levantó en Layetana. Se habría dicho que los activistas con el rostro tapado que había a su alrededor, tantos que los teléfonos móviles dejaban de funcionar como en los estadios, estaban a punto de bailar danzas de guerra. Amanecer zulú. Los que venían en pareja se daban piquitos de amor, tal era la excitación compartida, el almacén de recuerdos heroicos para cuando el tiempo los convierta en un matrimonio burgués. Los chungos de primera línea pedían paso y bajaban hacia la barricada. Allí, la delgada línea azul se veía ínfima comparada con esa gigantesca masa que parecía ir a devorarla. Los uniformes estaban sucios de impactos. Esos hombres daban la impresión de estar impartiendo un curso práctico sobre la frase más célebre de Spengler. Ahí estaba, el pelotón.
ESCENAS DE DESTRUCCIÓN MASIVA
Justo cuando el ministro Grande-Marlaska compareció en televisión para matizar, un día más, la gravedad de la violencia estallada en Barcelona, sus hombres, los de la UIP, se batían contra hordas, soportaban un ataque bestial y masivo y caían heridos bajo el impacto de bolas de acero. Perdonen el tópico: qué buenos vasallos si tuvieran buen señor.
