FRENTE A LA GRAN MENTIRA - Antonio García-Trevijano

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Mensajepor Invitado » Vie 15 Ago, 2014 9:18 pm

FRENTE A LA GRAN MENTIRA

Antonio García-Trevijano



SEGUNDA PARTE

VI

INTRODUCCIÓN A LA TEORÍA PURA DE LA DEMOCRACIA



Una teoría es una explicación coherente de algo interesante que se ha visto y observado en la Naturaleza o en la sociedad. Hay teorías integradoras de diferentes aspectos de la realidad que explican de forma sencilla y elegante fenómenos muy complejos. Uno de ellos, el poder político, siempre ha pedido ser explicado por medio de teorías. Todas ellas han sido tributarias de su tiempo y de la naturaleza del poder que explican.

Hubo tiempos de relativa simplicidad que dieron fruto a grandes concepciones del poder político, según el número de personas que gobernasen o el principio rector de los gobiernos. Pero los tiempos cambian. Y a medida que avanza la complejidad retrocede la comprensión. Ninguna época anterior ha sido tan difícil de entender como la actual, porque ninguna otra llegó a ser tan diversa, porque ninguna antes había ofrecido tantos saberes a la reflexión del pensamiento, al saber del mundo social.

Comparada con las teorías científicas, la teoría política tiene a su favor la ventaja de que no necesita integrar en ella a las anteriores explicaciones del poder, tal como la teoría de la relatividad tuvo que dar cuenta, por ejemplo, de la teoría clásica de la gravedad. Pero tiene en su contra el enorme inconveniente de que no puede ser, como la teoría científica, un feliz producto de la acumulación de conocimientos y descubrimientos anteriores. En la historia de las ideas políticas sólo podremos encontrar un factor constante, la condición humana del poder. Todos los demás son variables. Y cuando esa constante se abandona, la teoría se hace utopía. Un género literario que se convierte a veces en la más insensata y peligrosa de las teorías.

Esa ventaja y ese inconveniente motivan que la teoría política, para ser tal, ha de presentar tres caracteres que la distingan de cualquier otro tipo de producción mental sobre la política: ser universal, original y al mismo tiempo realista. En tiempos de abrumadora información, la conjunción de estas tres cualidades en un mismo pensador es rara. No por falta de alcance histórico, talento imaginativo o capacidad de percepción de lo real, como pensaba Leo Strauss del pensamiento político actual, sino porque el agobiante peso de los saberes especiales hace dudar de la seriedad de cualquier idea que ose contradecir las estadísticas sociales o la experiencia histórica inmediata.

¿Quién se atreve a sostener ya que la libertad es una pasión de la naturaleza humana, después de tantos siglos de servidumbre voluntaria y de la experiencia fascista o comunista? ¿Cómo se sigue diciendo, sin sonrojo, que la soberanía política reside en el pueblo, cuando vemos entronizados en toda Europa los gobiernos más corruptos de la historia moderna, sin que puedan ser echados del poder si ellos no quieren irse? ¿Cómo se puede creer en la legalidad de las leyes si los jueces ordinarios no pueden revisar la constitucionalidad de las mismas? ¿Por qué se dice que hay libertad política si el pueblo no puede elegir directamente a sus representantes y a sus gobernantes?

Una teoría que no explique estas evidencias contradictorias de la opinión dominante en las «democracias» europeas no es una teoría descriptiva de la oligarquía, ni una teoría normativa de la democracia, sino una vulgar apología de los sistemas que generan crimen y corrupción, bajo secretas razones de Estado que enriquecen a los gobernantes y los eternizan en el poder.

Comencé diciendo que toda teoría es una explicación. Ahora añado que toda explicación, en materia política, o es una justificación legitimadora o una rebelión contestataria. Ante la imposibilidad cultural de justificar lo que hay, la teoría de la democracia no puede ser hoy otra cosa que una rebelión, una llamada razonable a la rebelión civilizada, en nombre de lo que puede y debe haber: libertad política y democracia.

Era una costumbre de la filosofía política del siglo XVII tratar de las pasiones del alma individual como preámbulo obligado a la teoría del Estado. Hoy no es posible concebir una teoría realista de la democracia sin contar, en el momento de su creación y en el de su proyección al futuro previsible, con el carácter egoísta y «maximizador» de utilidades, con la pasividad ante lo público de los sujetos-ciudadanos-productores-consumidores, o sea, de la clase de gente rezongona que ha de vivirla o practicarla. Sobre todo cuando se piensa, como yo pienso, que la política no es una acción social guiada por la razón universal o el comportamiento racional, sino una conducta colectiva dictada por las pasiones irracionales que levantan los procesos de identificación de las masas con las ideas y personas de poder, consideradas, por razón de imagen y propaganda, como «de las suyas».

Así, si se construye una teoría de la democracia pensando en el comportamiento egoísta o pasional de la gente, tanto mejor funcionará en la práctica si la proporción de personas altruistas o de comportamiento racional es elevada. Más vale equivocarse en este sentido que en el contrario. Las instituciones inspiradas en el pesimismo sobre la condición del poder han procurado más seguridad a los ciudadanos que los gobiernos «bondadosos».

Porque el tema de la condición humana, en una moderna sociedad estructurada socialmente por el mercado, siendo un presupuesto básico, no es en el fondo el problema de la teoría política. Su tema exclusivo es el del poder. Y dentro de la inmensa variedad de poderes sociales, sólo se ocupa del poder político, del poder que llegan a tener unas personas sobre todas, no en virtud de sus cualidades o de sus capacidades subjetivas, ni porque sean poseedoras de medios sociales de influencia o de intimidación, sino exclusivamente por la posición que ocupan en la relación de mando estatal, por el cargo o función pública que desempeñan.

La diferencia entre los poderes sociales y el poder político es de orden abismal. Este segundo tiene, como último recurso para hacerse obedecer, el monopolio legal de la fuerza física, de la coacción legal y de la intimidación social. Esto lo hace muy peligroso. Pero también tiene, como primer recurso para hacerse apoyar y sostener, la posibilidad de beneficiarse a sí mismo y a sus partidarios con el dinero de todos, y con el monopolio de la distribución de cargos, honores y distinciones oficiales. Esto lo hace sumamente seductor.

Por ser tan peligroso y tan seductor, el poder político, sea cual sea su naturaleza, tiene siempre muchos partidarios. Son ellos los que, para justificar su adhesión o su conformismo, atribuyen a las personas encaramadas en el Estado, con razón o sin ella, ideas y cualidades ventajosas para todos. Y en la «euforia del poder» que embarga a los que se le aproximan, el Estado de los países mediterráneos encuentra su más sólido fundamento.

El poder tiene necesidad de recibir esas alabanzas. No como todo el mundo, por la satisfacción que produce en la propia estimación la estimación ajena, sino porque la propagación de esas alabanzas le permite durar en la posesión del Estado, sin tener que poner un policía al lado de cada ciudadano. De esta manera, haciendo la función de policía espiritual, nacen las ideologías del poder.

Toda la teoría política clásica, salvo el pensamiento utopico, ha sido una continua elaboración de ideologías del poder y del Estado. En consecuencia, la rebelión de la teoría política se produjo como reflexión sobre la naturaleza del poder, sobre la intensidad y extensión de su campo gravitatorio. En virtud del principio de intensidad, el poder de mayor peso atrae y atrapa en su órbita a todos los demás poderes, sociales o individuales. En virtud del principio de extensión, el poder único, por su intensidad, sólo se detiene en la frontera territorial con otro poder de análoga potencia. La unión de estos dos principios, en una persona o en un colegio de personas, se llama soberanía.

La rebelión contra la teoría política tradicional sólo podía consistir en una rebelión contra la soberanía. La falsa rebelión deja intacta la soberanía y cambia de soberano. A este tipo de seudorrebeliones hemos dado en llamar revoluciones. Y no está mal el término escogido. Porque al final de las mismas volvemos a estar en el mismo sitio de subordinación planetaria, respecto al astro soberano que sustituyó al Rey Sol. Los ejemplos de Robespierre y Napoleón en la Revolución francesa, y los de Stalin y el Politburó en la Revolución rusa, ilustran la paradoja de los revolucionarios. Reemplazan el odio a las viejas tiranías por la adoración a nuevos tiranos.

La verdadera rebelión contra la soberanía absoluta -la del rey, la de una Asamblea de representantes o la de un comité de partido, da lo mismotenía que proponerse eliminarla o trocearla en poderes iguales para que no pudiera haber uno que fuera ya soberano. El afán liberador de la soberanía fue la causa final de la acción y la teoría anarquistas. El propósito divisorio del poder fue la causa eficiente de la acción y de la teoría democráticas.

Pero la opción anarquista, irreprochable en el terreno de las ideas, olvidó el presupuesto elemental de la condición humana. Los artesanos, unos individuos autónomos en su profesión y en su carácter, por el dominio de su oficio, creyeron que toda la Humanidad debía ser como ellos, y que ésta sería feliz si se suprimía toda forma de poder político o de autoridad soberana.

No pensaron que, aparte de los diversos intereses y caracteres adquiridos por el condicionamiento social y la tradición, hay en todas las personas una distinta propensión, probablemente de origen genético, a mandar o a ser mandado. El anarquismo no es una teoría realista. Es una utopía sin lugar en la historia de los hombres. La creencia de que hubo una época prehistórica de anarquismo primitivo ha sido desmentida por la investigación antropológica de la escuela de Cambridge. Los fundadores de esta ciencia confundieron, en sus primeras observaciones etnológicas, la falta de signos vi sibles de autoridad, en ciertos pueblos matrilineales o gentilicios, con la falta absoluta de autoridad.

No quedaba, pues, otra opción para liberarse de una soberanía única e indivisible que la de dividir y separar los poderes del Estado, estableciendo entre ellos un equilibrio de poder muy parecido al que la soberanía territorial produce entre Estados vecinos de parecida potencia. Milton y Locke lo atisbaron.

Pero la rebelión de la moderna teoría política comenzó con una pequeña frase de Montesquieu. Después de afirmar que la libertad política sólo se encuentra en los gobiernos moderados donde no se abusa del poder, añadió: «Pero es una experiencia eterna que todo hombre que tiene poder se inclina a abusar del mismo; él va hasta que encuentra límites... Para que no se pueda abusar del poder hace falta que, por la disposición de las cosas, el poder detenga al poder» (El espíritu de las leyes, libro XI, cap. IV).

Y para que el poder detenga al poder es necesario que ninguno de ellos pueda prevalecer o preponderar sobre el otro, que ninguno sea soberano. ¡Qué lejos está Montesquieu de Locke! ¡Qué avanzado con relación a su época! La Revolución inglesa había separado el poder ejecutivo, prerrogativa del monarca, del poder legislativo conquistado por el Parlamento, pero dando siempre a este último la preponderancia sobre aquél. Montesquieu encuentra la libertad política en el equilibrio del poder, en la balanza de poderes. Los rebeldes colonos de América escucharon la moderna voz de Montesquieu. Los revolucionarios franceses, la antigualla de la teológica voluntad general y de la soberanía popular de Rousseau.

La teoría de la democracia ha sido ajena a un quehacer, como el europeo, fascinado por la soberanía. Los colonos rebeldes de Norteamérica inventaron la democracia para no tener que vivir atemorizados o inseguros ante la soberanía ilimitada de un Parlamento, como el inglés, que no sólo les negaba la igualdad de trato con los ciudadanos de la metrópoli, sino que había osado proclamar que la mayoría podía aprobar cualquier ley que estimara conveniente. La teoría de la democracia nace para impedir la soberanía del Parlamento, es decir, la soberanía de la mayoría.

Cuando la Monarquía constitucional sucumbió y dio paso al sistema parlamentario basado en la soberanía popular, tanto en el Reino Unido como en las Repúblicas del continente, se extendió la rara creencia de que ya no era necesario limitar el poder político, porque al emanar éste de la voluntad popular había dejado de ser peligroso para el pueblo. Limitar la soberanía ilimitada de los Parlamentos, de las mayorías surgidas del sufragio universal, les parecía tanto como atentar a la soberanía del pueblo.

En la cuna del parlamentarismo todavía se oía decir a hombres de Estado, en fecha tan avanzada como 1885, estas lindezas que la opinión liberal aprobaba: «Cuando el gobierno estaba representado únicamente por la autoridad de la Corona y los puntos de vista de una clase determinada, puedo comprender que el primer deber de los hombres amantes de la libertad fuese restringir aquella autoridad y limitar los gastos. Sin embargo, todo ha cambiado. Ahora el gobierno es la expresión organizada del deseo y la voluntad del pueblo, y bajo tales circunstancias debemos dejar de considerarle con recelo. El recelo es producto de épocas pretéritas, de circunstancias que han desaparecido hace tiempo. Hoy nuestra tarea consiste en extender sus funciones y ver de qué manera puede ampliarse útilmente su actuación» (Joseph Chamberlain, discurso de 28 de abril en el club Eighty).

Se equivoca Hayek, de quien tomo la anterior cita, cuando afirma que «la democracia probablemente engendra más libertad que otras formas de gobierno». Ninguna forma de gobierno puede engendrar libertad. Es la libertad la que puede engendrar gobiernos. Y la libertad no garantiza que los gobiernos engendrados por ella se porten después como liberales, dictatoriales o democráticos. La democracia no engendra más libertad. Pero sí garantiza, por la disposición particular que establece entre los poderes, que se mantenga la que permitió esa ingeniosa forma de gobierno. Un gobierno no engendra más libertad que la que él otorga, es decir, una libertad que él mismo u otro gobierno puede cancelar.

Y se equivoca aún más cuando añade: «Aunque en una democracia las perspectivas de libertad individual son mejores que bajo otras formas de gobierno, no significa que resulten ciertas. Las posibilidades de libertad dependen de que la mayoría la considere o no como su objetivo deliberado. La libertad tiene pocas probabilidades de sobrevivir si su mantenimiento descansa en la mera existencia de la democracia» (Los fundamentos de la libertad, U. Editorial, Madrid, 1991, pág. 133). ¡La libertad dependiendo de la mayoria y no de la democracia!

Bien se ve en este texto la profunda confusión de Hayek. Donde se instaló la democracia, la libertad ha sobrevivido. Donde se estableció el sistema parlamentario liberal o la Gran Mentira de la democracia, la libertad ha sucumbido en todas partes, salvo en el Reino Unido. El prejuicio intelectual creado por la Gran Mentira es tan fuerte que, incluso en los mejores exponentes del pensamiento liberal, hace decir cosas o ideas desacreditadas por quien más autoridad tiene para hacerlo: los hechos históricos.

Todas estas confusiones se producen, por razones ideológicas más o menos conscientes, porque no hay una teoría de la democracia política que las evite en los espíritus exigentes. Para ser tal, una teoría es antes que todo un deslindamiento, una fijación de límites. Un punto de partida y un punto de llegada. Sin deslindar el terreno que se propone pisar, es imposible evitar la confusión en la teoría de la democracia.

La democracia política es un sistema social de distribución del poder. Y antes de que la teoría emprenda la búsqueda de la unidad elemental, si es que existe, de donde parta el desarrollo del sistema, hay que desbrozar y limpiar el camino de todo aquello que, sin ser propio de la democracia, se le parece o está adherido a su concepto vulgar. La libertad política se parece mucho, pero no es lo propio de la democracia. Lo propio de ella es conservarla.

Pero no nos adelantemos al inicio de la teoría de la democracia. Estamos todavía en su introducción, es decir, en esa previa labor profiláctica que consiste en despejar de impurezas vecinas la mesa de operaciones, antes de intervenir, con la mayor asepsia ideológica posible, en la materia investigada. Una introducción histórica y literaria a la teoría de la democracia debe llevarnos limpiamente hasta sus puertas. Para que una vez cruzado el umbral podamos encontrarnos en el punto de arranque, donde Montesquieu la dejó, sin el lastre ideológico que ha ido acumulando desde entonces.

Para alcanzar ese objetivo no basta con haber separado la teoría de la democracia de la teoría de la libertad. También hay que separarla de la teoría general del poder político. No porque ella no sea una forma específica de ese tipo de poder, sino porque no se ocupa de los atributos del poder, que es la obsesión europea por el principio de autoridad. En el fondo, la democracia es una teoría formal del poder y una teoría sustancial del contrapoder, como barrera contra las injerencias del Estado en la esfera de los derechos humanos. Contra la doctrina liberal, la teoría de la democracia emerge con la fundación constitucional del derecho político de las minorías y de los derechos personales. Hablar de soberanía limitada del legislativo es reconocer que ya no es soberano, que la mayoría de los representantes no es soberana.

Para garantizar estos derechos, para impedir que el Parlamento pudiera abusar del poder de la mayoría, hacía falta tomar dos tipos de precauciones, que son la sal y pimienta de la democracia y que el condimento liberal no tiene: que el poder ejecutivo del Estado, el gobierno, no estuviese a las órdenes de la mayoría parlamentaria, como es preceptivo en el gobierno parlamentario de gabinete; y que los jueces ordinarios pudiesen suspender la aplicación o declarar la nulidad de las leyes que conculcaran principios constitucionales.

Lo primero se consigue haciendo que el gobierno no dependa de la confianza del Parlamento. Lo segundo, haciendo que la función judicial necesite de la confianza popular. El medio adecuado para obtener la independencia del gobierno frente a los demás poderes es la institución del presidencialismo, o elección directa del jefe del ejecutivo. El modo de asegurar la independencia judicial es la inamovilidad de los jueces y la institución del jurado. Con la división y separación de poderes se destroza la soberanía y ninguno de sus trozos es ya un poder soberano.

Ésta fue la gran obra de filosofía política escrita en las páginas de la historia por los colonos anglosajones que se rebelaron contra Inglaterra y su sistema liberal parlamentario. Ésa fue y es la única democracia que conocemos. Y si observamos la naturaleza de las dos innovaciones técnicas que introdujo en la forma liberal del gobierno parlamentario, caeremos en la cuenta de que son la versión republicana y popular de las dos prerrogativas de la Corona en la Monarquía constitucional: el derecho de nombrar al ejecutivo y a los jueces, y el de poner un veto suspensivo o definitivo a las leyes de la Asamblea.

En cambio, la democracia en Europa tuvo una mala madre. No cuidó el embarazo democrático que llevaba en sus entrañas la Revolución francesa. Y cuando el rey fue procesado, adelantó el parto y provocó el aborto de la criatura para poder proclamar a la nación heredera de la soberanía absoluta. La República absoluta tomó posesión de todo el espacio público y concentró en la soberanía nacional todos los poderes que antes tenía la Monarquía absoluta. Esa mala madre, ambiciosa y dogmática, celosa de los poderes y prestigios ajenos, pretenciosa de gloria y carente de virtud, fue, naturalmente, la Asamblea Nacional de representantes, aquella que rompió el mandato imperativo de los electores; la Constituyente, la que inventó la mentira del secuestro de la familia real, por miedo a declarar la República, cuando aquélla huyó a Varennes; la Convención regicida, la que acusó, instruyó el proceso, juzgó, condenó y ejecutó a Luis XIV. La que confundió en ella todos los poderes, contra la advertencia de Saint-Just. «Dividid el poder, si queréis que la libertad subsista», que el mismo pisoteó.

Y de esa mala madre, de ese imprudente, confuso y torpe origen, proceden tanto la peligrosa doctrina liberal de la soberanía parlamentaria como esa Gran Mentira ideológica con la que se cubren todos los hijos bastardos de la oligarquía que gobierna, bajo el nombre de la democracia, en el Estado de partidos. La Revolución francesa produjo el aborto de la democracia en Europa, sacrificando la libertad política en aras de la soberanía única e indivisible de la Asamblea Nacional.

La búsqueda de la democracia social se antepuso, desde 1848, a la de la libertad política. Stuart Mill ahonda la confusión de Tocqueville («Sucede a veces que la extrema libertad corrige los abusos de la libertad y que la extrema democracia previene los peligros de la democracia»), al pedir diques antidemocráticos: «Debería haber en toda Constitución un centro de resistencia contra el poder predominante, y por tanto en una Constitución democrática un medio de resistencia contra la democracia.»

La política democrática en las medidas de gobierno, es decir, la democracia social, suplantó a la democracia política en la forma de gobierno. Y por ese camino desviado caminamos todavía, tras haber comprobado con terribles experiencias de revoluciones de la igualdad que sin garantía institucional de libertad todo el horror concebible es ya técnica y moralmente posible.

La constitución del Estado de partidos al término de la guerra mundial ha empeorado el régimen político de los países europeos. A la antigua Gran Mentira de llamar democracia a los sistemas parlamentarios se ha sumado otra mentira aún más flagrante: la de llamar sistema parlamentario a un régimen de poder que ha perdido su anterior carácter representativo de los electores o la sociedad civil, junto a la teórica soberanía del legislativo sobre el ejecutivo.

El sistema electoral según el criterio proporcional ha dado la vuelta a la teoría liberal del parlamentarismo. Son los jefes de partido los que nombran a los legisladores y a los puestos de control de la judicatura, haciéndose elegir presidentes del gobierno en las elecciones legislativas, como si se tratara de elecciones presidenciales. Los diputados de lista tienen que obedecer la voluntad de quien los incluye en ella. El legislativo no es ya un poder, ni una autoridad. Sólo es apéndice decorativo y funcional de la soberanía legislativa del poder ejecutivo. Y los magistrados superiores, ya de por sí atrincherados en una mentalidad de funcionarios del Estado, son designados por los jefes de partido para evitar la menor veleidad de independencia.

El crimen sigue así a la soberanía como la sombra al cuerpo. Donde hay soberanía de lo que sea, de alguien o de algo, no puede haber democracia. Y donde no hay democracia hay impunidad para la deshonestidad de los poderosos. Así como el humo denuncia el fuego, el crimen de Estado y la corrupción de los gobernantes denuncian la falta de democracia.

Pero esta doble mentira, la de llamar sistema parlamentario al poder incontrolado de los gobiernos de partido o de coalición mayoritaria, y llamar democracia a la oligarquía de partidos, por ser la verdad oficial del poder establecido en el Estado, está sostenida por un consenso universal.

No es difícil definir a la democracia sustantiva, a la democracia política, por sus reglas para la formación, cambio y destitución de los gobiernos; para el control del poder ejecutivo; para la elaboración independiente de las leyes; para dar independencia a los jueces; para garantizar los derechos y libertades del ciudadano y de las minorías; para preservar ciertas esferas de autonomía de la sociedad frente al Estado; para revisar, en fin, la Constitución.

No es posible, en cambio, definir la democracia social, el grado de la igualdad de condiciones que un pueblo necesita tener para ser llamado democrático. La democracia social puede llegar a ser una pauta de legislación orientada hacia la justicia social, pero jamás una forma de gobierno. La igualdad de derechos, la igualdad de los ciudadanos ante la ley no tiene la misma naturaleza que la igualdad de oportunidades. Aquélla se garantiza; ésta, no.

Si todas las democracias son liberales, si en todas ellas existe una misma clase de mercado, ¿por qué se sigue llamando igual a un sistema con separación de poderes y a otro que no la tiene?, ¿por qué se llama igual a un sistema representativo y a otro de integración no representativa?, ¿por qué se sigue confundiendo la definible democracia política con la indefinible democracia social?, ¿por qué se incluyen en los sistemas democráticos las oligarquías formalmente reinantes en el Estado de partidos?

Todavía se siguen estudiando y citando como fuentes de autoridad las ideas de derechas o de izquierdas de grandes pensadores que, no obstante, están contaminadas por la necesidad de propaganda de la guerra fría. Estas ideas tienen de común, salvo en contadas excepciones, considerar a la democracia como algo más que un conjunto de instituciones y de reglas para elegir y deponer gobiernos, para garantizar los derechos humanos y la libertad de acción política de las minorías. Se quiere ver además, en la democracia moderna, un tipo de sociedad, un sistema de valores, un modelo de civilización, una cultura. En resumen, una forma de sociedad y no solamente una forma de gobierno.

C. B. Macpherson defiende la necesidad de mantener, por realismo, esta doble dimensión, política y social, en la definición de la democracia. Pero no se trata de un problema de realismo, sino de la perversa intención de considerar democracias a los sistemas oligárquicos o burocráticos que se dotan de legislación social igualitaria. ¿Acaso se hubiera hablado jamás en Occidente de democracia social si no hubiera existido el peligro comunista y el contraste con las «democracias socialistas»? ¿Acaso puede hablarse con sentido de democracia social sin que exista una democracia industrial?

Es cierto que desde Stuart Mill a Milton Friedman, pasando por Dewey y la socialdemocracia, se ha entendido la democracia «como una calidad que impregna toda la vida y todo el funcionamiento de una comunidad nacional». Pero todos esos autores tenían poderosas razones ideológicas para no separar la democracia política de la social, aunque fuera al precio de no poder definir, así, ni a la una ni a la otra. ¿Quién osaría definir esa misteriosa «calidad que impregna» la vida de un pueblo para hacerlo democrático?

Mientras se siga hablando, como Macpherson, de democracia liberal se está reconociendo implícitamente que existe o puede existir una democracia socialista. Mientras se sigan incluyendo en el concepto o en la teoría de la democracia los valores igualitarios que inspiraron en el pasado, o puedan inspirar en el futuro, las leyes sociales de asistencia estatal se estará dignificando y amparando con títulos de nobleza política a las oligarquías partidistas que gestionan, en su favor, el Estado de bienestar.

Mientras se siga considerando que los valores culturales idóneos al desarrollo de la personalidad deben seguir incluyéndose en la definición de la democracia, habrá de admitirse que estos valores son los mismos que llevan, en las «democracias» del Estado de partidos, al secreto y a la razón de Estado, a la corrupción generalizada y al crimen de Estado, al hedonismo, al cinismo, al paro y a la irresponsabilidad ecológica, que caracterizan hoy a la cultura dominante en las llamadas democracias liberales.

Pero una cosa es que la democracia no sólo sea un medio, un método de gobierno, una regla para tomar decisiones colectivas, sino un fin en sí misma como garantía de la libertad, cosa que pienso contra la opinión de los Schumpeter, Hayek y compañía, y otra de muy distinto alcance pretender que ese método formal sea un mecanismo técnico de carácter neutro y sin trascendencia moral para los individuos y sociedades que lo adoptan.

No hay regla o método que sea neutro o indiferente, como medio instrumental para alcanzar el fin perseguido. Y bien mirado cómo funcionan las cosas sociales, las formas emanan de la materia y condicionan a las sustancias. Y cuando la libertad es el fondo, sus formas son las únicas evidencias a las que puede acogerse el oprimido. Todo lo que no es forma es conciencia a solas con ella misma. Por ello dijo Constant que «las formas son las divinidades tutelares de las asociaciones humanas».

Es verdad, como se ha dicho, que nadie se echa a la calle para obtener la reforma del sistema electoral, aunque en otros tiempos se hiciera (en París, bajo el Directorio, por citar un ejemplo famoso). Pero, aparte de que esos fenómenos de indiferencia popular ante cuestiones decisivas de la política petenezcan al ámbito de la ignorancia o de la conciencia de la inutilidad del esfuerzo, el hecho de atender a los motivos de movilización de las masas, para conocer lo que interesa a la democracia, llevaría al absurdo de tener que incluir en la definición de la misma esos valores culturales que hacen indignarse a las multidudes, a veces incluso con violencia, por decisiones administrativas que desplazan de ciudad unos archivos históricos o a los equipos de fútbol de una categoría a otra, o reducen el tiempo de las becerradas.

Las reglas técnicas de la democracia tienen tanta trascendencia moral y educativa para el mundo político como las reglas de urbanidad y los buenos modales la tienen para el mundo social. La juventud suele despreciar las normas de cortesía porque las encuentra vacías de contenido sentimental o moral, y sólo ve en ellas la hipocresía social de los adultos. No conoce el origen inteligente ni la sabiduría moral que encierran. Ignora los miles de años de errores y desastres a los que esas normas y máximas, ciertamente devenidas hipócritas, han dado respuestas adecuadas.

En momentos límite, una buena educación ofrece el consejo o la conducta que ni la más calculadora de las inteligencias podría hallar en tan poco tiempo. Las breves máximas extraídas de largas experiencias eran, para Quevedo, pequeños evangelios. La cortesía aborta los conatos de violencia instintiva. Del mismo modo, no hay mejor escuela para la educación sensible y la inteligencia moral del pueblo que la del aprendizaje cultural derivado de las reglas técnicas de la democracia política, unidas a la publicidad absoluta, sin excepciones, del juego y de las jugadas del poder.

Entre todos los efectos morales y culturales que se desprenden de las reglas procedimentales de la democracia formal (no de la campechanía en el trato social que hizo decir a Tocqueville que «muchas personas se avendrían gustosamente a los vi cios de la democracia si pudieran soportar sus modales») hay uno de valor trascendental que ilustra y educa políticamente a todo el pueblo. Me refiero naturalmente al principio que Kant elevó a categoría de justicia en las acciones relativas al derecho de otro, a la máxima de la publicidad en el proceso de adopción de decisiones por la autoridad. En la libertad de expresión y en la publicidad de los móviles y causas de los actos de poder, «sin ocultar nada de lo que se relaciona con el gobierno», como ordenó el emperador Juliano (Ibsen), está el aprendizaje de la política por las masas en los pueblos democráticos.

Pero, desbrozado el camino de las confusiones, todavía debemos reflexionar sobre la clase de análisis que nos proponemos hacer, antes de cruzar el dintel de la puerta de entrada a la teoría. Había dicho antes que la teoría política debe ser realista. Eso no quiere decir que tenga por objeto describir la realidad, sino que su concepción debe estar basada en una percepción correcta de las posibilidades que tiene de hacer deseable, para la gran mayoría social, ponerla en práctica, realizarla. «Pensamientos buenos no son mejores que sueños buenos, a no ser que se ejecuten» (Emerson).

Una teoría de la democracia será realista si sus prescripciones son realizables, sin necesidad de traumatismo social. Si, y sólo si, no requiere acciones heroicas de los individuos, y puede ser emprendida sin riesgo para las situaciones sociales. La necesidad de virtud o de heroísmo en los ciudadanos define a un régimen de incapacidad política. Esto no quiere decir que se deba aceptar, como factor invariante, la condición infantil del homo politicus actual, descrita en la teoría competitiva de las elites que elaboró Joseph Alois Schumpeter, en 1942. Tenía que ser un economista, colocado en la senda de las acciones irracionales descritas por Pareto, quien desechara la fundamentación de la democracia en conceptos tan imprecisos, rancios y metafísicos como los de voluntad general, imperio de la ley, igualdad de derechos, soberanía popular o Estado de Derecho. Eso fue, sin duda, un avance científico.

Para Schumpeter, aunque el hombre moderno no se encontrase en medio de partidos políticos que le influyeran, y cualquiera que fuese su nivel de instrucción, «desde que se mezcla en la política, regresa a un nivel inferior de rendimiento mental. Discute y analiza los hechos con una ingenuidad que él mismo calificaría de pueril si una dialéctica análoga le fuera opuesta en la esfera de sus intereses reales. Se vuelve un primitivo. Tal degradación intelectual entraña consecuencias deplorables».

Esta teoría describe con inteligente cinismo el funcionamiento del sistema político estadounidense. Mientras la mano invisible del mercado equilibra y ordena el caos infinito de las acciones de agentes calculadores de su egoismo (homo oeconomicus), la mano visible de las elites políticas, disputándose entre sí el favor de los electores, compite por el poder y pone orden en el mundo político mediante la acción de agentes sentimentales de su imbecilidad (homo politicus). ¡Qué belleza!

Pero el realismo descriptivo de la teoría de Schumpeter, además de ser justificativo y apologético de la sociedad política de Estados Unidos, y de no ser aplicable a los Estados de partidos en Europa, no está exento de las contradicciones que han invalidado en la realidad económica la teoría liberal del mercado de consumidores, a cuya imagen y semejanza se ha construido el modelo elitista y pluralista de la democracia, como equilibrio entre la oferta y la demanda de mercaderías políticas. La soberanía del consumidor y la autonomía de la demanda hace tiempo que están desmentidas en la teoría económica. Sobre todo desde que el actual Estado de bienestar, junto a las grandes organizaciones empresariales y sindicales, interviene en el mercado con mayor incidencia en los precios que la propia ley de la oferta y la demanda.

Trasladada esta ley al campo de las mercaderías políticas, donde opera a sus anchas el oligopolio de los partidos, es inadecuada para explicar la democracia, aunque sea certera como explicación del funcionamiento liberal de las oligarquías. La teoría de las elites competitivas trata al infantilismo político del ciudadano típico como si fuera un factor independiente de las instituciones que lo infantilizan.

La sustitución de la teoría política, que es una filosofía del poder, por la ciencia política, que en el mejor de los casos es una rama de la sociología del poder, descriptiva de la realidad y no de sus apariencias formales o jurídicas, puede tener una justificación, y no sólo académica, en Estados Unidos. Allí interesa conocer cómo funcionan de hecho las instituciones de la democracia formal, porque ésta existe de derecho. Trasladar a nuestras Universidades los resultados de la investigación conductista emprendida por la ciencia política estadounidense no sólo es una extravagante aventura intelectual, sino sobre todo un verdadero fraude ideológico para los estudiantes europeos.

Cuando allí se habla de oligarquía para describir cómo funciona el sistema político de Estados Unidos, se describe un fenómeno de poder social. En cambio, cuando aquí se habla de oligarquía se está describiendo un fenómeno de poder político, consagrado en los textos de las Constituciones y materializado en las instituciones del Estado de partidos y en sus leyes electorales.

Para conocer la vida política norteamericana no es inconveniente estudiar las investigaciones de la ciencia política. No se puede saber si allí reina una «clase política», una «clase gobernante» o una «clase dirigente» de carácter oligárquico, sin consultar a los pacientes especialistas que se han ocupado de desvelar el misterio de la concurrencia de las tres palabras «C», Consciencia, Coherencia y Concertación, en las elites de poder de la gran República de Estados Unidos.

La Consciencia de pertenecer a la oligarquía política, económica y cultural que dirige el país ha sido bien confirmada. Como también lo ha sido la Coherencia de los grupos elitistas en sus criterios políticos de actuación. Donde está el problema es en probar que también existe entre ellos Concertación para decidir los gobiernos y sus programas. La izquierda cree que sí y habla de oligarquía. La derecha cree que no y habla de poliarquía. Pero nadie duda allí, y yo tampoco, de que la forma de gobierno, su Constitución, sus instituciones políticas y las reglas del juego son democráticas. Así hay que entender la comparación de Chesterton en Luces sobre dos ciudades: «La gran virtud de América es que, pese a su industria y energía, a Edison y a la electricidad, a Ford y a sus fords, a la ciencia, a la organización y a su espíritu de empresa, sigue siendo democrática; no tal vez en sentido literal, sino en el sentido moral: sus hijos son demócratas.»

Nuestra situación es por completo diferente. Aquí no tenemos democracia, ni en la superficie de las formas ni en el fondo de la conducta política. Nuestro orden constitucional tiene nombre propio. Se llama oligarquía o, en expresión de Tucídides, «fisonomía oligárquica». La oligarquía política, con libertades civiles e igualdad ante la ley, salvo por razones de Estado, es una forma bastante estable de gobierno. Y dio personalidad a las Repúblicas de Suiza y de Venecia admiradas por Rousseau.

Normalmente se constituyen por degeneración de Monarquías o Repúblicas absolutas, en un proceso de concordia y reparto del poder entre los huérfanos del príncipe soberano y los símbolos de oposición al absolutismo. El consenso y la tolerancia tienen, en esta forma de soberanía oligocrática, la misma función que el honor en las Monarquías absolutas o la virtud en las Repúblicas democráticas. Y las tres «C» aparecen con nitidez formal en el Consenso, la Constitución y la Conspiración para enriquecerse y delinquir por ocultas y falsas «razones de Estado».

La transición española no ha sido original. Aunque sus hábitos sociales reproducen la degeneración del Directorio de Barras, ha seguido el modelo de las Monarquias que aliaron el absolutismo con el radicalismo. Lo característico de este tipo de consenso es hacer abrazarse a dos sinrazones. Cada parte se presenta ante la otra en virtud de una razón, absolutista o radical, que ya no tiene. Es más, cada una admira sin confesárselo la razón perdida por la otra. Y para dar la impresión de que se comprenden, y de que se olvidan las animosidades, la parte absolutista actúa como radical (Suárez) y la parte radical como absolutista (Felipe González).

En el siglo XIX, la alianza del absolutismo con el radicalismo produjo oligarquías políticas de carácter liberal en muchos países europeos. Pero como el moderno concierto de los oligarcas no podía ser liberal y no quería ser democrático, la oligarquía resultante del consenso tuvo que ser integradora.

Por ello se reconoció a los partidos la misión constitucional de integración de la voluntad política que ya habían realizado los oligarcas en su pacto de reparto secreto. La función integradora que las Constituciones dieron a los partidos sustituyó a la representación política del viejo liberalismo. Y bajo el nombre de democracia nació un nuevo régimen político de «fisonomía oligárquica», de carácter tolerante y corrompido, que es la esencia misma del Estado de partidos

No parece fácil de explicar que esta Gran Mentira no haya sido destrozada, intelectual y moralmente, por el pensamiento de la izquierda europea. Sobre todo por la llamada «teoría crítica» de la escuela de Frankfurt, que tanto contribuyó, con sus análisis de la dominación cultural y tecnológica, y de la alienación del hombre unidimensional, a la gran rebelión de los jóvenes del 68. Pero la teoría crítica no lo fue en el terreno político. No es disculpable que habiendo llegado a identificar la razón del capitalismo con la del fascismo, confundiera la democracia con el liberalismo. La teoría crítica aceptó de forma acrítica la mentira de la democracia liberal. Y esto explica la incapacidad del movimiento del 68 y del feminismo para cambiar, en sentido democrático, las instituciones políticas del Estado de partidos.

Jürgen Habermas no pasa hoy de la obviedad. La opinión pública liberal, la existente en sistemas políticos representativos, tenía una carga crítica sobre la política estatal que ha desaparecido en la opinión pública integradora, correspondiente al Estado de partidos. No se percató de que la causa está en la ausencia de representación de la sociedad civil, que se produce en el sistema electoral proporcional. La teoría crítica no desmontó la falsedad teórica de la «democracia liberal» y fortaleció la Gran Mentira.

Una opinión muy extendida considera que la línea divisoria entre la teoría liberal y la teoría democrática está en la repugnancia doctrinal de la primera a la intervención del Estado en la vida económica o cultural de la sociedad. Pero esta errónea creencia, que puede servir para distinguir a la derecha de la izquierda liberal, ignora tanto el liberalismo social de los Green, Hobhouse, Dewey y Keynes, como la indiferente neutralidad de la democracia institucional respecto a las alternativas concretas de gobierno. La democracia en Estados Unidos es la misma antes y después del Estado interventor de bienestar.

La teoría de la democracia no entra en este debate. Aparte de que el Estado, como nos enseñó Max Weber, no se puede definir por sus funciones, la democracia debe asegurar la libertad política y el control de los gobernantes, sea cual sea la naturaleza íntima del Estado y la extensión de sus funciones empresariales.

Y aunque la praxis política sea categóricamente diferente de la práctica moral no instrumentable, eso no da pie a una filosofía civil, como la de Oakeshott, para negar el carácter facultativo (empresarial) de la acción política. El Estado no es asociación moral, a pesar de la autoridad moral de la «República» y de la libertad de crítica a sus reglas constitutivas, porque no es una asociación voluntaria.

La validez de una teoría sobre la democracia se mide por su utilidad para comprender la naturaleza oligárquica del Estado de partidos, y por su capacidad para impulsar la libertad de acción de los ciudadanos hacia la libertad política. Por ello, no hay que dar demasiada importancia a las cuestiones de método, que obsesionan y paralizan en la esterilidad intelectual a tantos investigadores de la ciencia política.

La reflexión que ahora comienza no es una revisión crítica del pensamiento democrático fuera de su contexto histórico. La historia de las ideas sigue siendo historia. Tampoco será una clarificación del vocabulario político, al modo de la filosofía analítica, porque en el lenguaje vulgar está ya introducida la confusión ideológica sobre la democracia. Ni construirá, en fin, un modelo formal del proceso democrático, al modo de la teoría económica, porque los emotivos agentes políticos no son actores racionales conscientes de su interés.


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Mensajepor Invitado » Mié 27 Ago, 2014 7:16 pm

FRENTE A LA GRAN MENTIRA

Antonio García-Trevijano



SEGUNDA PARTE

VII

TEORÍA PURA DE LA DEMOCRACIA



Como toda teoría, también ésta pretende tener valor universal. Aunque el sistema de la democracia moderna, por ser de orden representativo, presenta rasgos e instituciones que la separan de la democracia directa de los antiguos, la concepción de la teoría pura es unitaria porque ambos tipos de democracia, siendo distintos en la forma, responden a la misma finalidad política y tienen, en la libertad de acción, la misma causa eficiente.

Y, además, la combinación particular de los principios que dan forma a esta teoría ofrece una síntesis tan universal del poder democrático que tiene validez no sólo para comprender la causa teórica de su ausencia en Europa, sino para explicar incluso las formas democráticas del futuro. Que se diferenciarán sin duda por la cantidad de poderes a controlar en sociedades cada vez más plurales, pero no por el método de control, ni por la clase de libertad política que garanticen, en definitiva.

La democracia es un sistema político que no se implanta en la sociedad partiendo de cero, ni se ensaya en laboratorios sociales antes de ser experimentado como régimen de poder en el Estado. En tanto que producto de la voluntad colectiva, los pueblos sólo lo han generado cuando, libres de temores interiores, perdieron la confianza y se rebelaron contra las formas tradicionales de gobierno y de dominación. Por ello surgió en la historia como novedad política, como una necesaria innovación ante el horror y el fracaso de lo déjà vu.

La democracia aparece como último recurso de la necesidad de vivir colectivamente con ingenuidad, tras continuas desilusiones de ingenuidades más peligrosas. Porque ilusionarse con los demás siempre demanda no mirarse a uno mismo con lacerante agudeza. Y poner serena confianza en el porvenir requiere, en los pueblos, haber sufrido repetidas y variadas decepciones de sus experiencias tradicionales.

Es inconcebible vivir la vida social, y no digamos la vida política, sin ingenuidad. Son ingenuas las personas gentiles, las que creen y confían en su gente, en su nación. La ingenuidad política es tan inevitable como la que «prestan los oídos a las voces de la carne» (Shakespeare). Todos los tipos de sociedad política han necesitado contar, y ninguno de ellos ha sido decepcionado, con una fuerte dosis de ingenuidad en los sujetos. Tanto mayor cuanto mayor ha sido la personalización del poder. La democracia es la formación política que requiere, por ello, menos ingenuidad.

Pero por ser voluntario, por ser un acto y no un hecho, ese raro producto del espíritu humano depende por completo de expectativas morales y materiales que hacen nacer en los hombres el querer y el poder gobernarse ellos mismos en una comunidad nacional. Nadie puede querer lo que no se imagina que puede hacer. Querer no es poder. Se quiere la democracia cuando se puede realizar.

La pasión natural que espiritualiza a cualquier relación de poder entre los hombres es la de igualdad. Al máximo poder espiritual que se pueda concebir corresponde la máxima igualdad espiritual en el sometimiento. Todos los hombres son iguales ante el poder de Dios y el poder de la Naturaleza. Y la historia prueba que a mayor igualdad social, mayor necesidad de autoridad. La desigualdad establece cascadas de jerarquías que hacen llegar mansas las corrientes sociales de obediencia la Autoridad.

Se nos hace creer que un sentimiento instintivo de la igualdad fundó la primitiva idea de justicia. Pero la ideología de la igualdad, la necesidad de sentirse iguales, triunfó precisamente cuando el sentido de la igualdad instintiva acabó, cuando el Estado emergió de los privilegios energéticos de unos hombres sobre otros. Los hombres necesitan ser iguales en sus conciencias personales, cuando no lo son en sus condiciones sociales. La religión y las ideologías de la igualdad tienen asegurado el porvenir.

La pasión igualitaria se apacigua con el poder absoluto de uno y la servidumbre de todos, o con el poder de nadie y la libertad universal. Pero la pasión cultural de la que depende la relación ideal de poder entre los pueblos y entre los hombres es la libertad. Al máximo poder concebible corresponde la máxima libertad. Que socialmente no está, como es fácil de entender, en la posibilidad de someter a otra voluntad, sino en la capacidad de no estar sujeto a la de otro. El hombre más fuerte del mundo, al decir de Ibsen, es el que está más solo. Porque la libertad primaria consiste en el hecho continuado de no estar sometido, en palabras de Locke, «a la voluntad inconstante, incierta, desconocida o arbitraria de otro». Y la forma genuina de esta libertad es la independencia.

Si los individuos pudieran llegar a ser tan autónomos como los pueblos, para alcanzar una vida buena nunca habrían necesitado otro tipo de libertad que el adecuado para obtener su independencia. Por ello, los pueblos y las ciudades fueron libres antes que sus miembros individuales.

El Estado, inventado en todos los tiempos y lugares por los mismos motivos materiales y por las mismas razones espirituales, es el tipo de respuesta organizativa que encontró la comunidad nacional para garantizar su libertad de acción, su independencia. Aquella clase de virtud homérica contra la que nada podían hacer el valor físico o la energía moral de los héroes era la fortaleza de los dioses. El Estado nació como fortaleza de la comunidad.

Hasta aquí todo parece sencillo. Mientras la comunidad es pobre y no produce excedentes no siente la necesidad de organizar de modo permanente su defensa. Y cuando la invención neolítica de la agricultura de regadío trae la riqueza y la esclavitud, la distribución del agua y del grano necesitó acudir al criterio de la fuerza común del poder político, porque los hombres carecían de una idea innata de justicia para «dar a cada uno lo suyo».

Lo «suyo» presupone un sistema anterior de reparto de papeles sociales que sólo el nacimiento en una «buena casa», la fuerza superior o el engaño ideológico pudieron establecer. El Estado nace así por la doble necesidad de defender y asegurar la riqueza nacional, frente a los descontentos con su distribución interior y a los apetitos de pillaje de comunidades enemigas.

Y todo se complicó desde que la libertad de acción del Estado, para ser efectiva, tuvo que suprimir la libertad de acción de los particulares sometidos a su imperio territorial. La pasión de la dominación, en los hombres del Estado, que es una constante de la naturaleza humana, necesitó vencer o doblegar con la fuerza física o moral a las pasiones rivales. Y para durar en el señorío tuvo que convencer, además, a las pasiones de igualdad y libertad que inquietaban a los dominados.

Las fuerzas sociales que crearon el Estado, se puede imaginar sin dificultad, no fueron las clases indigentes, sino las poseedoras del saber y del poder, aliadas con las productoras de excedentes agrícolas. La clase sacerdotal fundó la obligación universal de obedecer al Estado en nociones de tipo religioso. La voluntad de los dioses y los mitos gentilicios de las familias fundadoras de las ciudades dieron el poder a las dinastías de los imperios fluviales y a las aristocracias de las urbes. Pero en el siglo V a. C., una civilización mediterránea, agotada de tantas luchas intestinas por detentar el poder tradicional, identificó la independencia y libertad de la ciudad con la de todos los ciudadanos libres. Y éstos retuvieron en sus manos el poder de la ciudad, mediante un imaginativo y nuevo sistema de control popular del poder político al que llamaron democracia.

Los celos y sospechas que nacían de la ingenuidad política tantas veces violada, se acallaron con la presencia del pueblo en la Administración del Estado. Pero la nueva libertad no fundó un nuevo Estado. La Libertad del pueblo no asumió responsabilidad alguna por el tipo de sociedad que existía, ni se propuso cambiarlo. Se limitó a fiscalizar de cerca al gobierno y usar el nuevo poder de suprimir las normas hirientes para la mayoría, cambiándolas por otras que merecieran la aprobación de su instinto o de su mentalidad.

Una vez descubierta, la solución democrática parece sencilla. Pero si lo pensamos bien caeremos en la cuenta de que no lo es. Para encontrarla era necesaria la previa transformación de la libertad de acción de los individuos en otra clase de libertad moral, diferente y compatible con la libertad de acción del Estado. Las demás formas de gobierno se ven obligadas a suprimir la libertad de los gobernados, en aras de la libertad del Estado. La democracia puede evitar esta necesidad de represión de la libertad civil gracias a su transformación institucional, a su superación en otra especie de libertad: la libertad política.

Si tuviera que sintetizar la teoría pura de la democracia en una sola frase, en un solo pensamiento, me atrevería a decir que es la explicación del método social que, en una situación de falta de autoridad o crisis de la libertad de acción tradicional del Estado, recupera la libertad de acción de la sociedad hacia el Estado para transformarla en libertad política, con el fin de armonizarla con la acción del Estado hacia la sociedad. La teoría de la democracia es la teoría de la libertad política. Donde no hay democracia, aunque existan libertades públicas, no puede haber libertad política. Donde hay libertad política, por interventor que sea el Estado, no deja de haber democracia. La libertad política individual, no la libertad individual, es el átomo social de la democracia. La libertad política colectiva es causa original y fin permanente de la democracia.

La confusión ideológica sobre la libertad es de tal envergadura que casi todo el mundo educado en la tradición liberal, pensará que para ese corto viaje que lleva a identificar la libertad política con la democracia no se necesitaban las alforjas de una nueva teoría. Para sacarlos de ese inmenso error, y fundamentar la teoría democrática en el presupuesto liberal, hay que tratar previamente de las libertades, de las clases de libertad que la civilización ha ido descubriendo, antes de llegar a la libertad política, fundadora y constitutiva de la democracia.

Se comprende que la filosofía moral, enamorada de las libertades civiles en épocas de servidumbre, únicas formas de libertad que podía concebir, no pudiera descubrir el auténtico sentido de la democracia en la transformación perdurable de la libertad de acción en libertad política. Toda clase de libertad frente a un Estado absoluto parece, aunque no lo sea, libertad política.

Basada en la libertad de conciencia, la libertad de acción de los protestantes contra el absolutismo católico fundó el sistema representativo. Pero ni esto era la democracia, ni la libertad religiosa era la libertad política. Y aunque lo pareció durante mucho tiempo, tampoco era política la libertad de la sociedad para hacerse representar ante el Estado monárquico y estamental por un Parlamento judicial o legislativo.

Los Estados se hacen totalitarios, como en la Unión Soviética, cuando su libertad de acción hacia dentro, el agere ad íntra de su soberanía, suplanta no sólo a la libertad política de los gobernados, sino incluso a las libertades civiles tradicionales de la población. Donde subsiste un Código Civil no hay ni puede haber Estado totalitario. Napoleón es un ejemplo fulgurante de libertad civil y dictadura política. Esta observación elemental se le escapó al «pensamiento sin barreras» de Hannah Arendt, cuando identificó, dentro del totalitarismo, sistemas iguales en crueldad y autoritarismo, pero tan distintos en alcance de la acción estatal, como los de Hitler y Stalin.

Lo que ha sucedido en los países del Este, al término de la libertad de acción totalitaria del Estado, ha demostrado lo que algunos veníamos afirmando, mucho antes de la caída del muro de Berlín, respecto a la falsedad de las tesis de Tocqueville sobre la democracia. Nunca se había dado una igualdad de condiciones en el Estado social como la existente en esos países. Y, sin embargo, la libertad no ha hecho nacer en ellos a la democracia.

Lo interesante de esta nueva experiencia histórica está en la demostración empírica de que el presupuesto o base social de la teoría pura de la democracia no debe fijarse tanto en la pasión de la igualdad como en la pasión de la libertad de acción, que puede transformarse en libertad política cuando incide en una sociedad estructurada por las libertades civiles del mercado.

Por esto es necesario aclarar las diferentes clases de libertad. Y en especial la libertad de acción del Estado hacia dentro y la libertad política de los ciudadanos hacia el Estado. Así se hará evidente la simplicidad elemental de que la libertad de acción, como hecho, es el presupuesto de la democracia, mientras que la libertad política, como derecho, es su requisito constituyente.



LIBERTAD DE ACCIÓN


Estamos tan acostumbrados a vivir ensimismados en las esferas familiares y profesionales, donde se agotan nuestras inquietudes y sentimientos, que la libertad política, como lo advirtió Marat, incluso en tiempos de revolución parece un asunto extraño a las personas corrientes, y solamente propio de las que se afanan en pos del poder o la gloria para reinar o brillar sobre el común.

La única clase de libertad que de verdad importa a la gente es la que permiten las leyes civiles y no castigan las penales. Como si la vida personal de todos no estuviera condicionada, y en gran parte determinada, por la vida del Estado; y la política fuera una baja pasión de los pueblos pobres y atrasados a causa de su fanatismo. Esa mayoria social sólo pide (no se sabe a quién) y espera (no se sabe por qué) que la dejen vacar a sus ocupaciones y trabajar en paz. Aunque estos anhelos y esperanzas sean producto gratuito de una vaga ilusión, en justicia no deberíamos reprochárselo. Las malas experiencias políticas y las ideologías liberales les han inculcado a las masas la idea de que los asuntos públicos, salvo el acto de votar, no son sus asuntos. A medida que la sociedad se desarrolla y se hace más compleja y plural en sus relaciones sociales, se va haciendo menos visible y acuciante el lazo comunitario entre sus miembros. Y a no ser que la necesidad de hacer frente a un peligro común e inmediato lo recuerde, a nadie se le ocurre pensar que ese lazo existe y que de vez en cuando requiere ser apretado.

Si el peligro viene de otro Estado, o de la Naturaleza, todos concentran sus miradas en la causa visible del riesgo para poder eliminarla con un movimiento de solidaridad instintiva. A esta acción colectiva la impulsa un tipo de libertad sentimental que es anterior y superior a la capacidad de acción de las demás libertades.

Pero si la amenaza proviene de causas internas a la comunidad nacional, la libertad de acción necesita de la libertad de pensamiento y de la conciencia política para ponerse en marcha. Todos pueden ver los efectos desagradables de la degeneración de la moral colectiva; de los crímenes y robos de los gobernantes; de la falta de seguridad en los ciudadanos; de la carencia de perspectivas profesionales y laborales; del deterioro del medio ambiente natural y cultural; del desprestigio de las autoridades; y, en fin, del claro desgobierno de la nación. Pero la complejidad de la situación y el miedo a los cambios políticos dividen las opiniones sobre la causa de la crisis y el modo de superarla.

Unos, los más ilusos, piensan que la culpa de todo la tiene el gobierno, y proponen como remedio un cambio de personas en el ejecutivo. Otros, los hombres del Estado y en el Estado, como si no tuvieran ambición de permanecer en el poder que los corrompe, echan la culpa a conspiraciones fantásticas de otras ambiciones, y ponen su esperanza en el imperio de la ley que los ha hecho emperadores. Otras mentes con mayor perspicacia consideran que la causa de la crisis está en el abuso permanente del poder en las instituciones de gobierno, pero al no percatarse de que esto requiere el concurso de unas instituciones que se dejen abusar, sólo pueden echar sermones regeneracionistas de color de rosa, como salvavidas espirituales en una marea negra.

La misión de esos discursos es la misma, sea cual sea el régimen a que se refieren: impedir que la libertad de acción pase a manos de los sujetos y pueda dar la iniciativa a los gobernados. Para desarrollar esos tres discursos hay que hablar sin pensar. El político es un animal locuaz que ha creado ese «arte fluido y untuoso de hablar sin razonar», que Cordelia no tenía. Asociarse para hablar de los mismos prejuicios atrae a todo el mundo; para liberarse de ellos y actuar, a casi nadie.

La libertad de acción, individual o colectiva, está comprimida habitualmente por la relación de poder político con el Estado. Y se desahoga en el activismo cotidiano que fomentan y amparan las otras libertades personales de carácter civil, mercantil o religioso. Pero a la libertad de acción, que permanece latente, le sucede como a la de los niños y animales domésticos: basta que disminuya la tensión en la acción de mandar para que aumente la intensidad del conato o de la acción de rebeldía. La libertad de acción no comienza, como creía Plotino, cuando cesa de actuar la libertad de pensamiento, la contemplación, sino cuando se afloja la acción opuesta del Estado que la comprime.

A diferencia de lo que ocurre en una organización jerárquica de tipo voluntario, en la que para permanecer en ella hace falta renunciar a la libertad de acción individual, en beneficio de la colectiva, la relación política del Estado con sus sujetos es de constitución involuntaria. Los gobiernos no existen porque sean útiles o lógicamente necesarios, sino porque son inevitables.

La naturaleza del Estado no permite la menor rivalidad interior con su libertad de acción. Pero esto no debería causar ningún problema a los particulares. Por el solo hecho de pertenecer a una comunidad estatal, los individuos no tienen interés ni ganas de actualizar su libertad de acción colectiva, o de rivalizar con la voluntad de poder del Estado, a no ser que un claro estado de necesidad o de legítima defensa les exija recurrir a la acción directa. El paso más difícil de dar en la mente humana es el que salva la distancia entre estar convencido de que una cosa social es buena y ponerse a ejecutarla contra la opinión dominante. La verdad y la belleza no pueden madurar sin la acción. Y por eso el poeta hizo de las acciones «perlas y rubíes para el discurso». Todo el mundo puede sentir de modo personal y directo el estado de impotencia y de humillación que produce la privación forzosa de libertad mediante la fuerza física o la amenaza de emplearla. Cada uno es juez de sí mismo para decidir si debe acudir o no a la acción directa para resolver esa conflictiva situación.

Pero no sucede lo mismo cuando se trata de privación de libertad política en todo un pueblo. Una parte se sentirá encantada y protegida. Otra, indiferente y acomodada. Y otra, humillada y ofendida. Y sólo ésta sentirá la necesidad de actuar con libertad de acción. Esta constatación histórica destroza la ilusa creencia en la soberanía del pueblo como fuente de la libertad política.

La experiencia de la falta de libertades bajo una dictadura hace madurar la idea de que la libertad moral sólo es real cuando se actúa y se obra precisamente allí donde se quiere actuar y obrar. Los poderes tiránicos y las personas que apoyan las dictaduras se sienten más libres que bajo ningún otro régimen político. Y las personas que se oponen a ellas tienden a sentir que el ser de la libertad está en la sustancia del poder. Para ser libres quieren tener el poder político. Y para conquistarlo ven en la libertad de acción de los individuos un «punto de fuerza», como en el sistema de la física de Leibniz, con el que procurárselo.

Algunos escritores critican las ideas especulativas sobre la libertad intelectual y moral elaboradas por la filosofía, en nombre de la libertad real que descubren los que se ven privados de ella bajo las dictaduras. Es cierto que nadie ha luchado mejor por la libertad que sus combatientes clandestinos. Pero no se puede idealizar ese heroico combate hasta el punto de creer que sólo los que en él participaron saben lo que es la libertad política. Hay que haber estado entre ellos, y haber pensado sobre ellos y no como ellos, para no decir semejante disparate.

La vivencia experimental de la oposición clandestina a un régimen dictatorial está basada ciertamente en la libertad de acción, y esto es de por sí extraordinariamente positivo. Pero, al mismo tiempo, esa libertad de acción no está orientada por la libertad de pensamiento, y eso es extraordinariamente negativo. La lucha es instintiva y, aunque esté organizada, sus fines siguen siendo instintivos. Hay un poder que nos quita la libertad. Tomemos el poder y tendremos libertad. Éste fue el ideal «blanquista» de la conquista del poder. Éste ha sido el torpe mecanismo psicológico de los partidos de izquierdas que resistieron bajo el fascismo.

Cárceles y exilios no son buenas escuelas para la libertad de pensamiento. Y no es perdiendo la libertad como se aprende a ganarla. En lugar de pensar en las causas objetivas de tipo institucional que hundieron al sistema parlamentario, para no volver a reproducirlas cuando se conquistasen las libertades, el instinto primario de la acción, y el análisis abstracto de la situación en términos de lucha de clases, llevó a los dirigentes de los partidos clandestinos a identificar la libertad con el poder, y a éste con los aparatos de intimidación del Estado. No hay de qué extrañarse. Otros ilustres pensadores, como Hobbes y Marx, cometieron un error doctrinal muy parecido.

El aparato material del Estado no tiene más poder que el de una pistola. Hace falta que alguna voluntad la posea con ánimo de disparar contra otra para que nazca el poder de la pistola. El poder político no es nunca sustantivo, sino tan relacional como la libertad de acción. En el poder estatal hay, por definición, una relación de mando y de obediencia. Y la obligación política nunca deja, por ello, de ser relativa.

El poder del Estado, que es una organización involuntaria, está en los grupos y personas que actúan en su nombre desde cargos públicos. Si el Estado fuera impersonal, si la obediencia al Estado no implicara beneficio moral o material para los hombres de gobierno y los grupos sociales en que se apoyan, nunca se habría planteado el problema de la obligación política. Tampoco sería un problema si las dos partes de la relación política de poder, el que manda y el que obedece, ocuparan esas posiciones por azar o por necesidad. Pero la necesidad sólo está de la parte que obedece. Nadie está obligado a mandar o a ocupar una plaza de mando en el Estado.

El apetito de dominación de sus semejantes y la libre voluntad de satisfacerlo desde un cargo público hacen problemático el deber moral de obedecer a los gobernantes.

La filosofía clásica no se ocupó de la libertad de acción porque no concibió un momento constituyente del poder que pudiera estar en manos de la libre determinación del pueblo. Y cuando asomó a las imaginaciones, lo hizo en forma de ficción para fundamentar, en un fantástico contrato social, la obligación de obedecer a la soberanía absoluta de un rey o de una asamblea de legisladores. No es concebible la libertad política sin una previa libertad de acción que la conquiste. Aquí llamo libertad de acción a lo que Hobbes, Locke, Rousseau y Kant llamaron gratuitamente libertad natural. Porque la libertad de acción es real, contradictoria, histórica y permanente, mientras que la supuesta libertad natural es ficticia, armónica, ahistórica y transitoria. El contrato social funda simbólicamente la sociedad política. La libertad de acción opera ya en una sociedad política, autoritaria o liberal.

El contrato social es un pretexto ideológico para legítimar, en un mítico consentimiento de los gobernados, la soberanía del príncipe, del pueblo, de la nación o de sus representantes. La libertad de acción no atribuye la soberanía a nada ni a nadie, ni al pueblo ni a la mayoría de sus representantes. Tiene por finalidad, más allá de la conquista de la libertad política, garantizar su permanencia. Y eso no es posible si existe en el Estado algún poder que sea soberano, aunque sea el del pueblo.

La libertad de acción termina su actuación, y permanece en estado de latencia, cuando comienza la acción de la libertad política. No es un juego de palabras, sino la exacta descripción de la forma de establecerse la democracia, decir que a la libertad de acción sólo la sofoca o adormece la acción de la libertad. La libertad de acción de la sociedad se retira a sus cuarteles de invierno, sin que nadie se lo pida, tan pronto como deja de ser necesaria su actualización. Es decir, cuando discutida y aprobada en público la constitución del poder político de la sociedad en el Estado, por libre decisión del cuerpo electoral, comienza la vida política de la libertad.

Aun así, la libertad de acción de los individuos hacia el Estado no desaparece. Pero el ámbito de su actuación se reduce, bajo la libertad, a determinados asuntos concretos que sólo la juventud puede percibir en cada generación, por la frescura e insolencia de su sensibilidad moral. Cuando la libertad de acción consigue instalar a la libertad política en las instituciones, la potencia de sus «puntos de fuerza individual » se concentra en particulares objetivos sociales o en medidas concretas de gobierno, activando para ello la desobediencia civil, la insumisión pacífica o formas inéditas de cooperación civilizada a través de organizaciones no gubernamentales ni gubernamentables.

Estas formas espectaculares de llamar la atención sobre asuntos morales o de conciencia ecológica, habitualmente despreciados o ignorados por la clase política, no forman parte de la teoría pura de la democracia porque ésta no se ocupa de las leyes del gobierno, sino del gobierno de las leyes.

Aquí se trata solamente de acción política y de libertad como hecho. Y se cuestiona si es posible transformar una libertad de hecho en un derecho político, la libertad de acción en libertad política, la insurrección civil en verdadero derecho positivo de orden constitucional.

Tanto en la práctica como en la teoría, esa conversión del hecho en derecho ha sido el método usual de la jurisprudencia romana y anglosajona. Y en la tradición de los sistemas legalistas, la libertad de hecho vencedora se ha convertido en libertad de derecho institucionalizada. El problema sólo está, pues, en la evidente dificultad de incluir, entre los derechos democráticos constitucionales, el derecho de insurrección.

Aunque el reconocimiento de la libertad de rebelión figura en ciertas declaraciones de derechos, no pasa de ser una retórica proclamación idealista, sin trascendencia práctica en el campo de la protección jurídica de los derechos positivos. La única vez, a mi conocimiento, que la insurrección se trató como materia constituyente fue durante los debates para la fundación de la I República francesa, en la primavera de 1793.

En aquella memorable discusión, Condorcet, en nombre de los girondinos, presentó un proyecto de Declaración de Derechos en el que (después de reconocer el derecho natural de resistencia a la opresión; la legitimidad de la acción directa ciudadana contra los actos arbitrarios de la autoridad; y el derecho de revisar, reformar o cambiar toda la Constitución, porque ninguna generación tiene el derecho de sujetar, con sus leyes, a las generaciones futuras) incluyó un precepto articulado (artículo 32) en los siguientes términos: «En todo gobierno libre, el modo de resistencia a estos diferentes actos de opresión debe ser regulado por la Constitución.»

La respuesta de Robespierre, en su proyecto de Declaración de los Derechos del Hombre, fue fulminante. Después de consagrar la libertad de resistencia a la opresión, el deber y el derecho de insurrección contra el gobierno que viola los derechos del pueblo o los de uno solo de sus miembros, y la legitimidad de la acción directa cuando falta la garantía social a un ciudadano, añadió este soberbio artículo 31: «En uno y otro caso, sujetar a formas legales la resistencia a la opresión es el último refinamiento de la tiranía.»

Por esta razón, el Acta constitucional de 24 de junio de 1793 se limitó a recoger la declaración retórica del derecho y del deber de insurrección, contra el gobierno que viola los derechos del pueblo o de uno de sus miembros, como derecho natural y no como derecho positivo.

La libertad de acción se convirtió desde la Revolución francesa en la bestía negra de la clase política. Derechos elementales como el de huelga y de manifestación, que no son expresiones de libertad política sino de la libertad sindical o del derecho de petición, han sido tratados con tal tipo de cortapisas que llegan a definir el «miedo legal a la libertad política del pueblo».

La obsesión contra las manifestaciones públicas llegó a tal extremo a comienzos del siglo XIX que la planificación del urbanismo inventó las anchas avenidas y la ciudad sin esquinas, para poder batir a cañonazos las aglomeraciones congregadas por la libertad de acción de los ciudadanos.

La retórica fascista de la acción directa, que nunca fue libertad de acción política, sino organización planificada de la violencia contra la libertad de opinión y la libertad de asociación, sirvió de pretexto a los partidos europeos, al término de la segunda guerra mundial, para acabar con la menor posibilidad de que la libertad de acción, que es ante todo libertad, pudiera dar cauce a nuevas formas de participación política ciudadana.

Aparte del egoísmo de partido, y de la calculada ambición de reparto del poder que anima a todas las formas de oligarquía, la razón del monopolio constitucional de la acción política, en beneficio exclusivo de los partidos, encuentra en el temor y desconfianza hacia la libertad de acción ciudadana la verdadera causa de la fundación del Estado de partidos.

Aunque la teoría de la democracia no es una teoría general de la libertad de acción, la importancia que concede a esta cenicienta de la filosofía política justifica que aborde la cuestión de su naturaleza en términos de poder, para saber si es una forma de poder intencionalmente democrático y si conduce por sí misma a la libertad política. Lo que obliga a establecer su diferencia con la naturaleza de la acción estatal.

La acción del Estado hacia la sociedad constituye un poder de tres dimensiones: la coactiva o legal; la delictiva o secreta, y la engañadora o ideológica. La libertad de acción de la sociedad hacia el Estado es una potencia unidimensional de la parte laocrática del pueblo que tiende a la libertad política.

En cuanto a su naturaleza, la libertad de acción es ante todo Libertad. Y este solo hecho la distingue de la acción directa contra la libertad, que ha caracterizado a todas las acciones políticas en pro del Estado total o totalitario. Para ser una acción libre necesita estar guiada, forzosamente, por la libertad de pensamiento. Y no hay pensamiento libre donde su lugar está ocupado por el consenso, la utopía o la violencia. Sin inteligencia, la acción es vana agitación. Sin acción, la inteligencia es estéril cogitación.

La libertad de acción se distingue por ello de la libertad de la violencia que inspiran el mito soreliano de la huelga general, las utopías anarquistas o comunistas, o la reacción nacionalista. Incluso Sorel, para no caer en la brutalidad de la fuerza proletaria, tiene que acudir al «mito» de la huelga política para que la intuición, como fuente del conocimiento, transforme la acción violenta en libertad, en acción libre.

Ninguna lógica del pensamiento determina el curso de las acciones políticas, de las que hay que esperar, sin embargo, que respondan a la dinámica de las pasiones colectivas. La libertad de acción de los individuos para cambiar la forma de gobierno y establecer la libertad política, más que una posibilidad lógica, es una posibilidad real, una probabilidad objetiva.

Cuando en una sociedad existen libertades públicas sin libertad política, y no hay posibilidad de retorno a la dictadura, cada rechazo de aspectos parciales del régimen político, cada acto de protesta social por causas particulares, cada acto de inmoralidad pública que divulga la prensa diaria, cada reivindicación aislada en la sociedad civil, se convierten en ratificaciones implícitas de la potencia democrática encerrada en la libertad de acción.

Pero si no hay puntos de referencia (autoridad informal) para la dirección laocrática de la libertad de acción hacia la libertad política de todo el pueblo, la potencia activa se desactiva en un recipiente de potencialidad pasiva que, como viejo pellejo de vino, ninguna última gota de amargura hará rebosar. Los pueblos tienen mayor capacidad pasiva de aguante de los gobiernos que los humillan que potencia activa para su liberación política. Y en el punto de saturación alcanzado por la sociedad, en su capacidad de encaje de la inmoralidad de los gobiernos, no se debe esperar ya que la transformación de su potencia pasiva en potencia activa dependa de nuevos y mayores escándalos políticos.

Lo que convierte la potencia de la libertad de acción en potestad de la libertad política es el conocimiento público de que el Estado de partidos no está basado en la libertad política y de que se puede llegar a ella por medios legales y pacíficos. Pero al tener que partir de la libertad de acción, hay que saber cuál es el papel del conocimiento en la política. Porque una cosa es la libertad de pensamiento que necesita la libertad de acción para no estrellarse contra la dura realidad, y otra muy distinta identificar el poder con el conocimiento y la distribución del poder político con la distribución social del conocimiento. Saber no es poder, como creía Renan.

El conocimiento está peor repartido que la riqueza. Entre el saber y el poder ya no existe la relación que definió a las comunidades preestatales y a los Estados litúrgicos. Cuando se dijo antes que la acción liberadora sólo se activaría con el saber colectivo de que no hay democracia, y de que puede haberla, se estaba pensando en el saber no como poder, sino como preludio del querer, como umbral de la acción inteligente para ganar la libertad política y la democracia.

La teoría general de la acción humana propuesta por Von Misses en 1949 está basada en la hipótesis del homo oeconomicus, calculador del coste de sus acciones para conseguir lo que más conviene a su interés. A ese agente económico le propone una ciencia de los medios. Decid los fines que queréis alcanzar y la ciencia económica os dirá cómo lograrlos. Pero, aparte de que el homo politicus, como lo vio Schumpeter, no es un calculador racional, sino una especie adulta doliente de infantilismo, no hay elección o preferencia en los fines sin conocimiento previo de la probabilidad encerrada en los medios, y de sus costos.

Ninguna praxeología puede salir de ese círculo vicioso. Y, por ello, la economía de mercado no sirve como modelo teórico para la democracia, cuyo único medio de acción, la libertad política, es al mismo tiempo el único fin de su actuación. La libertad de pensamiento, como guía de la libertad de acción política, tiene una función más práctica y sensata: saber bien lo que hacemos y lo que emprendemos, para poder enfrentar las experiencias sin presupuestos erróneos.

La libertad de acción no es, sin embargo, un poder predemocrático porque además de libertad es acción. Y ésta, la acción en cuanto tal, permanece inmanente en su ejecución y se separa del proyecto indeciso de la libertad política. Al decir de Gramsci, la acción «se hace por hacer». Es el drama de la acción revolucionaria. «En la tempestad de la acción, ¡subo y bajo, voy y vengo! ¡Cuna y tumba!» (Goethe, Fausto). La inteligencia revolucionaria ha sido colada «en el molino de la acción».

Lo misterioso de las revoluciones no está en el pensamiento revolucionario, sino en la acción que las sitúa en su propia dinámica. No puede haber una teoría de la acción revolucionaria. La revolución tiene su propio discurso activo, y la reflexión sobre él, o es filosofía de la historia, como en el marxismo, o metafísica del mundo creado por el Verbo (Blondel), o sea, «una obra de Dios», como en Cromwell o Jomeini. Esto no significa que la acción política haya de ser ciega, sino que el pensamiento o la idea política que desarrolla permanece en el interior del proceso práctico, hasta que su resultado final nos permite ver su dirección y sentido teórico. Ha de triunfar para descubrir el movimiento espiritual de su innovación.

La diferencia entre Marx y Lenin está en que el primero descubrió el sentido de la acción proletaria después de la Comuna de París, y el segundo, después de la Revolución de 1905. Comprender la revolución, quién lo diría, es querer terminarla. Así, Mirabeau comprendió el sentido de la Revolución con los asesinatos del 14 de julio; Barnave, con la huida del rey a Varennes; Danton, con la invasión popular de las Tullerías; Brisot, con la ejecución de Luis XVI; Robespierre, con la liquidación de girondinos, dantonistas y hebertistas; y Sieyès, con la decapitación de Robespierre.

Al contemplar el fin de cada una se entiende por qué son posibles las teorías a priori de la rebelión y no las de la revolución. Una y otra obedecen a reglas diferentes. La rebelión trasciende la acción que la realiza. Las teorías revolucionarias son directrices dadas a posteriori a «inspiraciones locas de la historia» (Trotski). Hay una teoría implícita de justicia que no se manifiesta y una teoría explícita que la acción niega. Y los lazos de la acción encadenan la conciencia. La inteligencia de la revolución es como la de los grandes escritores. No precede a la obra. Se crea en ella y de ella se desprende.

La acción por sí sola no se trasciende a sí misma. La libertad de acción sin pensamiento libre ni autoridad de referencia o de dirección tampoco llega a la libertad política. La insurrección no termina donde la revolución empieza, como creía Mazzini. En cambio, la síntesis de ambas naturalezas, la libre y la activa, se realiza con naturalidad en la esfera de los derechos civiles, a causa de su carácter subordinado a una ley positiva que transforma la acción en potestad facultativa, en libertad civil.


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Mensajepor Invitado » Mié 27 Ago, 2014 7:35 pm

LIBERTADES CIVILES Y LIBERTAD POLÍTICA


El comienzo de la libertad de acción no está en el puro verbo, sino en el Verbo de la autoridad. La palabra del Rey Lear vale menos que la de «un perro en plaza» de mando. El efecto de las palabras no es, como creía Bertrand de Jouvenal, «la acción política fundamental». El verbo es acción si lo respalda un poder o una autoridad moral. Enrique VIII replica al cardenal Wolsey: «Bien decir es una manera de bien obrar y, sin embargo, las palabras no son acciones.» Y a renglón seguido, requerido por dos lores para que entregue el gran sello, Wolsey responde: «¿Dónde están vuestros poderes? Simples palabras no tienen tan grande autoridad» (Acto III, escena II).

La libertad de acción individual puede dejar su impronta personal sobre la Naturaleza, sobre las cosas o las personas. Cuando este sello tangible de la personalidad fue reconocido como imputable a la libre voluntad creadora del autor (auctoritas), y rechazado o respetado por los demás miembros de la comunidad, surgió la noción del delito y del derecho privado, del status y del contrato, del Estado y de la libertad civil del mercado.

Nunca he llegado al extremo de pensar que las libertades civiles deban supeditarse a la libertad de emancipación de la Naturaleza, de la pobreza o de la tiranía, entendidas como distintas manifestaciones de una sola y única libertad de acción. Pero tampoco se debe olvidar la advertencia de Whitehead: «Cuando hablamos de libertad tendemos a limitarnos a la libertad de pensamiento, de prensa, de opinión religiosa... La exposición literaria de la libertad se limita a detalles secundarios. En realidad, la libertad de acción es la necesidad humana más primaria.»

Esta advertencia se olvida cuando consideramos a la libertad política como una consecuencia natural de las libertades civiles o derechos individuales de carácter público, identificándola en general con las libertades y, en concreto, con el derecho de sufragio. La libertad política, como libertad colectiva, no tiene nada de natural. Es un producto tardío y artificial de ese proceso permanente para meter y retener lo cívico en la acción del Estado, al que llamamos civilización.

El debate actual sobre la autonomía de los derechos civi les y de los derechos humanos se limita a reproducir en términos modernos la vieja cuestión, tan extraña a la historia y a la antropología, de la existencia de unos derechos naturales anteriores al Estado. Aunque la idea de fundar las libertades civiles en los derechos naturales, y no en convenciones legales del derecho positivo, se fraguó a finales del siglo XIV en la obra de Gerson, no encontró la oportunidad de desarrollarse hasta que recibió el formidable desafío del esceptismo lanzado por Montaigne.

Las ideas del humanista holandés Grocio alcanzaron amplio eco en Inglaterra gracias a John Selden (1640), célebre parlamentario amigo de Hobbes, quien basó en la libertad moral absoluta del hombre su facultad de contratar la sumisión a un soberano, con renuncia total a su libertad política a cambio de protección de su derecho a vivir y a gozar de los derechos civiles. Aquí nace la extraña idea moderna de la libertad civil como contrapuesta y asesina de la libertad política. La idea liberal del Leviatán no conducía al liberalismo político, sino al absolutismo.

Sobre esta base de partida de los derechos naturales, John Locke desarrolló en el Segundo Tratado (1689-1690) su idea de libertad civil y de libertad política. La idea religiosa de que todos los hombres son «naturalmente libres, iguales e independientes», que no tiene nada de evidente, la convirtió Locke en el axioma de las libertades civiles. El propio consentimiento (aunque sea tácito) al contrato originario de la sociedad de las leyes y los jueces es el único fundamento de los derechos civiles y de la obligación de someterse al poder político de otro. Como nadie presta su consentimiento a un poder absoluto y arbitrario, los derechos naturales irrenunciables se oponen a la pretensión hobbesiana de absolutismo. La libertad política nace, pues, como las libertades civiles, del mismo seno de los derechos naturales. No a modo de desarrollo lógico de las mismas, sino por caminos distintos y separados, pero igualmente naturales.

El hombre tiene dos clases de poderes o derechos en el estado de naturaleza: el de conservar su vida, su libertad y su propiedad, y el de castigar los delitos contra ellos. Mediante el contrato originario transmite esos dos poderes a la sociedad para que ésta los concentre en un poder de conservación de ella misma o de sus miembros y en un poder de ejecución de la ley positiva, civil o penal.

Esta necesidad natural de separación de esos dos poderes da lugar al poder legislativo y al poder ejecutivo. Los derechos naturales subsisten a partir de la creación del Estado con la nueva función de impedir el abuso de esos dos poderes del Estado. Pero ¿cómo? La teoría empírica del conocimiento, desarrollada por Locke en el Ensayo sobre el entendimiento humano, le obligó a buscar un criterio de experiencia para determinar cuándo había abuso del poder político y con qué medios prácticos se podía evitar.

La renuncia del empirismo al conocimiento moral instintivo, y la necesidad de probar objetivamente el hecho de que los derechos naturales han sido violados, llevaron a Locke a la conclusión de que no puede haber ninguna autoridad sobre la Tierra que decida esta cuestión. Sólo quedaba el arbitraje de Dios, la conciencia religiosa o, en sus propias palabras, «el derecho de examinar si hay justo motivo para apelar al cielo». O sea, el derecho natural de resistencia a la autoridad absoluta, el derecho natural a la insurrección civil, ¡basados no en la razón natural, sino en la razón divina! Para encontrar el fundamento último de la libertad política y de los derechos naturales, Locke no acude a su teoría empírica del conocimiento, sino a la teología protestante.

Este fracaso lógico de la teoría liberal arrastrará hasta Kant la imposibilidad de justificar los derechos naturales en un racionalismo ético. Pero incluso Kant, que ha identificado el republicanismo con la facultad de los pueblos libres «de no obedecer a otras leyes exteriores (jurídicas) que aquellas a las que haya podido dar su asentimiento» (Proyecto para una paz perpetua, 1795), tiene que acudir a la capacidad de decisión sobre la guerra y la paz para saber si un pueblo tiene o no libertad política. Este arbitrario criterio le llevó al error de considerar libre al pueblo francés bajo el Directorio, que es el prototipo de régimen liberal de libertades civiles sin libertad política.

El liberalismo no llegó a comprender la naturaleza colectiva de la libertad política. A lo más que alcanzó fue a confundirla con la libertad de acción de los partidos. Por eso Kelsen vio una emancipación de lo democrático respecto a lo liberal en el hecho de que «la libertad básica del individuo retrocede poco a poco para dar paso a la libertad de la colectividad que ocupa el primer puesto en el escenario» (1920).

La filosofía liberal razona con mala fe intelectual cuando traza las diferencias entre liberalismo y democracia. Sirva de botón de muestra el aberrante texto de Ortega y Gasset. «La democracia responde a esta pregunta: ¿quién debe ejercer el poder público? La respuesta es: la colectividad de los ciudadanos. Pero en esa pregunta no se habla de qué extensión deba tener el poder público. Se trata sólo de determinar el sujeto a quien compete el mando. La democracia propone que mandemos todos, es decir, que todos intervengamos soberanamente en los hechos sociales. El liberalismo, en cambio, responde a esta otra pregunta: quienquiera que ejerce el poder público, ¿cuáles deben ser los límites de éste? La respuesta suena así: el poder público, ejérzalo un autócrata o el pueblo, no puede ser absoluto, sino que las personas tienen derechos previos a toda injerencia del Estado» (El Espectador, V, págs. 416-417, t. II, Obras completas).

Primer error. El liberalismo y la democracia no se diferencia ante la cuestión del titular último del poder público. Ambas atribuyen la titularidad a la colectividad de los ciudadanos.

Segundo error. La democracia nunca ha propuesto que todos mandemos e intervengamos en «los hechos sociales», sino en los hechos políticos.

Tercer error. La democracia representativa, única que puede ser comparada con el liberalismo, no propone a los ciudadanos que intervengan «soberanamente» en el poder político, sino a través de representantes elegidos, tal como propone también el liberalismo.

Cuarto error. El liberalismo político no es indiferente ante la forma de gobierno. Su fórmula genuina es el parlamentarismo. Y no es tan ingenuo como para esperar que su dogma de los derechos naturales de la persona sea respetado por un autócrata o por el pueblo, en el caso de que éste gobernase como en Atenas.

Quinto error. El parlamentarismo liberal no puso límites constitucionales a la mayoría de la Asamblea. Por eso Hitler lo utilizó como plataforma. La democracia de Estados Unidos y Suiza impone severas limitaciones al ejercicio del poder público y establece, por primera vez, auténticas y reales garantías de libertad política. Siendo «el único método efectivo de educar a la mayoría», como dijo Tocqueville y repite al pie de letra Hayek, el papa actual del liberalismo.

El error congénito de la teoría liberal, en tanto que fundamento imposible de la libertad política, se pone de relieve en su caricatura anarquista del derecho sin Estado o de la ley sin coerción y en la de un Estado mínimo reducido a vigilante de la vida y de la propiedad, derivadas de la doctrina del laissez faire de los fisiócratas, que volvió a ser actualizada en 1974 por la ideología conservadora de Robert Nozick, contra el Estado de bienestar.

Tan hermosa obra literaria se limita, sin embargo, a exagerar la teoría de los derechos naturales y especialmente el de propiedad, como base de la libertad civil, en los mismos términos que Locke. Por eso no puede evitar su misma contradicción lógica de tener que justificar el derecho de «pertenencia» (propiedad), al que considera derecho natural primario, en la legitimidad de sus transferencias históricas. ¡La Naturaleza fundada en la historia! Es inútil buscar en la teoría liberal, clásica o moderna, un fundamento racional a la libertad política y a la necesidad de su garantía.

La democracia moderna hubiera sido inconcebible si no pudiera haber sido ideada como una coronación del liberalismo, como su florón político. Por esta razón aqui no tenemos que ocuparnos de describir o justificar el cuerpo liberal que sostiene a la cabeza democrática. Lo damos por supuesto. Ningún demócrata puede ser antiliberal sin amputarse a sí mismo.

Sin embargo, la democracia no se construye como un desarrollo de la libertad civil hasta la libertad política, sin saltos ni rupturas. Entre una y otra se interpuso, en la historia de los hechos y de las ideas, otra clase impura de libertad que se puede llamar, a causa de su falsedad, libertad ideológica, o seguir llamándola, con sus defensores, libertad de los modernos. Ésa fue la libertad espuria que transformó la Monarquia constitucional en parlamentaria, con la corrupción de la clase gobernante; la que fundó la confusión de poderes en el terror institucional o en el pacto de las ambiciones con las finanzas (Directorio), por miedo a la libertad política. La democracia no advino en América como un desarrollo del liberalismo parlamentario, aunque esto sea lo que se divulgue, sino como una rebelión contra él.

La libertad de los modernos arranca de una falsedad histórica y de un grave error sobre la filosofía política de la libertad. La falsedad de imputar a la libertad política de los antiguos «de» participar en los asuntos de la comunidad, un desconocimiento o menosprecio de la libertad civil «para» disfrutar de los derechos individuales y la vida privada. Y el error de distinguir, como si se tratara de dos clases diferentes de libertad, y no de dos dimensiones de una sola y misma libertad, el concepto de libertad positiva «para» hacer algo y el concepto de libertad negativa «de» liberarse de algo. O sea, la libertad antigua de participar en el poder común (político) y la libertad moderna para gozar de los poderes individuales (civiles).

La falsedad histórica es sencillamente escandalosa. Toda la filosofía griega de la moral postracional, desde Demócrito y Epicuro hasta Plotino, pasando por las escuelas del hedonismo (cirenaicos, estoicos, epicúreos, cínicos, escépticos), está basada en el desprecio de la actividad política y en la búsqueda de la felicidad privada a través de la libertad en las relaciones de amistad personal, en el goce de los placeres de la vida civil o en la contemplación de la vida interior. Y si pasamos a la Roma clásica, no es sólo el otium cum dignitate, la filosofía de Lucrecio y del estoicismo, sino nada menos que la creación de su imponente jurisprudencia, lo que desmiente categóricamente la pretendida obsesión de los antiguos por la libertad política. El Digesto definió la libertad civil, no la libertad política.

El ocio civil y el negocio jurídico, tal como están concebidos en las costumbres y códigos civiles, y en la práctica mercantil, son construcciones típicamente romanas. El legado de Roma ha sido el Derecho privado y no el Derecho político. Si se objetara que la distinción entre libertad política de los antiguos y libertad civil de los modernos se hizo por referencia a la democracia ateniense, entonces la prueba de su falsedad la proporciona la oración fúnebre que Tucídides puso en boca de Pericles, al final del capítulo I, libro II, de La guerra del Peloponeso. En este bello discurso en elogio de las primeras víctimas de la guerra, después de exaltar la gran «libertad de acción» de Atenas en la guerra y en la paz, se trazan los rasgos sociales de su carácter nacional y los rasgos políticos de la democracia directa:

«Nosotros nos gobernamos en un espíritu de libertad y esta misma libertad se encuentra en nuestras relaciones cotidianas.» Una misma clase de libertad rige, pues, la vida política y civil de la ciudad. «Apreciamos la belleza, sin amar por esto el fasto, y tenemos gusto por las cosas del espíritu, sin caer en la molicie. Hombres de acción, usamos nuestras riquezas como medios y no para presumir. No hay vergüenza de confesar que se es pobre, pero la hay de no hacer nada para salir de tal estado. Los que participan en el gobierno de la ciudad pueden ocuparse también de sus asuntos privados, y aquellos que sus ocupaciones profesionales absorben pueden muy bien estar al corriente de los asuntos públicos... Creo también que, considerando los individuos, un hombre de nuestra ciudad sabe encontrar en él mismo suficientes recursos para adaptarse a las formas de actividad más variada.»

Esta expresiva cita basta para desacreditar la divulgada tesis de que las libertades políticas, obedientes al espíritu de conquista, limitaban la libertad civil del espíritu de comercio. No hay base histórica que legitime la distinción radical entre libertad política de los antiguos y libertad civil de los modernos. Creencia que no arranca de los comentarios críticos de madame de Staël y de la matizada conferencia de Constant (1819) contra la clase de libertad que Rousseau había defendido, sino de otras fuentes más remotas que dieron carta de naturaleza al extraño concepto de libertad negativa. Interesante especulación que hace depender la libertad de la mentalidad solícita del esclavo.

Al menos Hobbes, con su idea de que la libertad de los súbditos está en el silencio de las leyes, tuvo la honradez intelectual de reconocerlo. Mientras que la libertad liberal, suponiendo lo mismo, nos confunde al reducir la libertad política a la libertad «de», como si fuera algo sustantivamente diferente de la libertad «para». Ciertamente, la libertad política supone las libertades civiles. Pero eso no implica, como dice el neoliberalismo, que aquélla se identifique con la libertad de eliminar obstáculos, de crear las condiciones de libertad para que se pueda gozar de los derechos civiles.

La sintonía de la libertad de los antiguos con la idea positiva de autogobierno, y de la libertad de los modernos con la idea negativa de «no interferencia», la distinción entre libertad positiva y libertad negativa, se constituyó en núcleo duro de la filosofía neoliberal desde que en 1957 la sistematizó Isaiah Berlin con sus Dos conceptos de libertad.

El triunfo ideológico de esta distinción estaba garantizado en el mundo de la guerra fría. La libertad política quedaba recluida en la esfera positiva, pero ilusa, del autogobierno personal: soy libre si soy mi propio dueño. La libertad política es tratada así como si fuera una forma más de libertad individual, y no como la única forma de libertad colectiva. Y las dictaduras de Occidente podían ser tranquilamente alineadas entre los pueblos libres, desde el momento en que las libertades civiles fueron concebidas como el conjunto de cosas que se pueden hacer sin ser castigado o impedido por los demás. La ideología del desarrollo mercantil, común a los Estados de partidos y a las dictaduras occidentales de la posguerra, legitimaba así la ausencia de libertad política en los Estados occidentales, de un solo partido o de varios.

El hecho liberal lo compone el haz de libertades civiles que la civilización europea produjo y exportó a otros lugares del mundo. Los colonos de Nueva Inglaterra llevaron consigo las libertades civiles que tan difícilmente podían ejercer en Inglaterra a causa de la intolerancia religiosa del Estado. Allí se puso de relieve que la libertad de conciencia y de asociación, la de expresión de opiniones y creencias, las libertades que Spinoza fundó en la de pensamiento, no eran de naturaleza política. No se referían directamente al poder del Estado. Eran libertades públicas de la sociedad civil. Y todas ellas surgieron como actos de liberación de las trabas autoritarias del Estado colonizador que las prohibía o dificultaba. La libertad política de los ciudadanos de Estados Unidos no nació con la Declaración de Independencia que consagró las libertades civiles, sino con la Constitución federal de 1787, que instituyó el derecho político, el del pueblo al poder.

La liberación de obstáculos que impiden la acción libre, los movimientos de liberación de la mujer frente a la dominación tradicional del hombre, los de los pueblos colonizados o de las minorías étnicas, los de una clase social frente a otra, son momentos positivos de una sola y misma libertad de acción para hacer lo que sin esa liberación no podrían. La libertad «para» es el enfoque personal y egoísta del movimiento emprendido con la altruista libertad común «de».

Esto no quiere decir que las libertades o derechos civiles deban conducir necesariamente a la libertad política. Lo que significa el concepto de libertad que aquí se propugna es que la liberación civil, por su propia naturaleza, engendra el derecho civil de los particulares a su liberación política, el derecho político de los ciudadanos. Y en esta tendencia, lo cívico o ciudadano actúa como principio intermediario entre lo civil y lo político.

Los fundamentos históricos de la libertad política se encuentran de este modo en el seno matriz de las libertades civiles. Pero el nuevo liberalismo, al rebajar el fin de la libertad política a una utilitaria remoción de los obstáculos administrativos que traban las libertades civiles y los derechos subjetivos, se ha convertido en un producto abortivo de la democracia.

El concepto libertad «de», la liberación emancipadora, es algo tan positivo que, con independencia de la libertad «para» que promete, aumenta la libertad del liberado a la vez que la del liberador. La descolonización ha liberado más al colonizador que al colonizado. La libertad que gana uno no la pierde el otro. La libertad global aumenta. Siglos de esclavitud no dieron a los amos la libertad de acción que les dio el capitalismo en años. La historia supera a Lincoln: dando libertad a los esclavos, no sólo «conservamos» la de los hombres libres, la «aumentamos».

El concepto de libertad política está compuesto de moralidad y de poder. Por ser libertad, depende de las concepciones morales de cada época. Por ser de naturaleza política, depende de la idea que se hacen los hombres de la autoridad y del Estado. Cuando éste se pensaba como una extensión natural de la familia, la libertad política no podía ser otra cosa que la libertad civil de los que no eran esclavos. Cuando el Estado se identificó con la sociedad, como en el discurso de Pericles, libertad política y libertad civil eran la misma cosa.

Y esto no lo vio Constant. Pero desde que la idea del Estado dejó de ser mítica o religiosa, y se asoció con la idea del poder y de la fuerza de unos hombres o grupos de hombres sobre los demás, la libertad política se disoció de las libertades civiles.

En nada cambia la libertad, salvo en su dimensión moral y civil, si se sustituye a Dios por un mítico contrato social en la causa del Estado, que atribuye la soberanía absoluta a un príncipe o a una asamblea de elegidos. Por importante que haya sido la doctrina contractualista como fundamento ideológico de los derechos naturales que dieron paso al liberalismo, el contrato de atribución de la soberanía absoluta, sea por renuncia a la libertad individual o a la voluntad particular, produce una misma amputación de la libertad política de los ciudadanos.

Hobbes y Rousseau plantan, en campos opuestos, la semilla de la soberanía única e indivisible que ha sembrado de cadáveres el mundo moderno. El lema de la libertad suena raramente en ellos con la misma música: «inmunidad al servicio de la República», dice Hobbes; «forzados [por la voluntad general de la ley] a ser libres», dirá Rousseau.

Y cuando la filosofía política abandonó la mítica senda del contrato social, abierta por los «iusnaturalistas», no fue para que la libertad política se hiciera realista y mundanal, sino para que se refugiara en las alturas inaccesibles del Espíritu absoluto, encarnado en un Estado separado de la sociedad civil, o en el romántico dulzor del Espíritu del pueblo, materializado en la nación. Y la libertad del Espíritu objetivo cedió su dialéctica metafísica a la lucha libre de clases sociales.

Mientras se siga pensando que la libertad política debe estar fundada en otra cosa distinta de ella misma, sea la libertad natural que celebra el contrato social o la libertad civil que otorga el Estado, sea la idea nacional o la idea socialista, no habrá pensamiento libre que comprenda y exprese el simple hecho de la libertad de acción como fundamento de la libertad política.

Dicho con brevedad, la libertad de acción como hecho produce la libertad civil como derecho. Y el sistema de libertades públicas en que se organizan los derechos civiles, espoleado por la misma libertad de acción, tiende por naturaleza a transformar esta acción, discontinua y dispersa, en una acción concertada de modo institucional y permanente para concretar con libertad el derecho político de la sociedad a controlar el poder del Estado.

La libertad política no puede ser agente de lo que presupone, las libertades civiles, como dicen en flagrante contradicción Hayek y los neoliberales. Aunque haya algunas que parecen intermedias.

Entre las libertades civiles de carácter público, la libertad de expresión y la libertad de asociación tienen en sí mismas, por su propia naturaleza, un significado y un destino prepolítico. No en el sentido de que su finalidad sea política o preestatal, sino en el de que, abandonadas al juego de la libertad competitiva, obedecen a las mismas leyes que tienden a eliminar la competencia en el mercado, concentrando la capacidad de expresión o de asociación en monopolios informativos o integradores de la voluntad política. Un oligopolio o monopolio en la sociedad civil es un poder en la sociedad política.

La manipulación de la opinión pública por unos pocos medios de comunicación y el reparto previo de la opinión electoral entre partidos en régimen de oligopolio prefiguran el poder estatal, haciendo ilusoria la libertad política. Tanto por el mal que procura en la opinión civil, como por el bien que evita en la opinión política, la concentración de los medios de formación de la libertad de expresión y de asociación, en virtud de leyes y concesiones estatales, supone una forma indirecta de censura previa y de partido único.

El peligro que representan los oligopolios y concentraciones editoriales para la libertad de expresión y para la autonomía de la opinión pública es tan evidente que la necesidad de su prohibición, en nombre de la libertad política, no tiene que ser especialmente razonada. Basta recordar que en la opinión pública nace la hegemonía que legitima a los gobiernos para saber que la libertad de expresión, siendo de naturaleza civil, necesita ser protegida en garantía del pluralismo de las ideas y las opciones que determinan el ejercicio de la libertad política.

Los partidos políticos siguen siendo asociaciones voluntarias, y sin embargo lo que pasa en su interior, estén en el gobierno o en la oposición, nos obliga a todos. Mientras la ley de hierro de formación necesaria de oligarquías en los partidos de masas era un asunto interno de los militantes que de modo voluntario aceptaban la disciplina jerárquica, y mientras los electores elegían personas y no partidos, la cuestión de la democracia interna en la vida de partido no tenía mayor trascendencia. Pero la horrible combinación de la inevitable oligarquización de los partidos con la obligatoriedad constitucional del sistema proporcional de listas de partido en las elecciones ha impuesto la oligarquía en la forma de gobierno.

Desde un punto de vista puramente formal o constitucional, ningún jurista o intelectual podrán negar de buena fe que la forma de gobierno en los actuales Estados europeos es una formal oligarquía de partidos. Y todavía la costumbre liberal continúa diciendo que la vida interna de partido es asunto que sólo interesa a sus militantes, en el que los demás partidos o ciudadanos no deben entrometerse. ¡Qué sarcasmo! Y encima somos todos los contribuyentes los que los financiamos. Es demasiado cinismo. En defensa del sistema, se dice que las Constituciones exigen a los partidos que en la formación de sus estructuras directivas, funcionamiento interno y voluntad política se observen los métodos y las reglas de la democracia. Sabiendo, como sabemos, que eso es sociológicamente imposible, tal declaración normativa, si se toma en serio, sólo conduce a la inconstitucionalidad de todos los partidos. Y si se toma a la ligera, es demasiada hipocresía. A diferencia de la libertad de acción, que es una potencia práctica, la libertad política es una potestad de la misma naturaleza que los derechos subjetivos. O sea, una facultad de todos los ciudadanos adultos para elegir, controlar y deponer a las personas que han de ocupar los cargos políticos en el Estado, sin delegar esa función en ningún principio o factor intermedio.

Ahora podemos constatar la falsedad de los dos supuestos en que se basa el error ontológico de la teoría liberal. Uno, que la sociedad está separada del Estado realmente, lo que implica que el «gran» poder del Estado es independiente del «pequeño» poder de la sociedad. Dos, que la libertad política sólo puede ser un contrapoder defensivo de los individuos y de la sociedad frente al poder del Estado. Así lo expresa Sartori: «Quede, pues, claro: a) que hablar de libertad política es tratar del poder de los poderes subordinados, del poder de los destinatarios del poder, y b) que la forma adecuada de plantear el problema de la libertad política es preguntarse: ¿cómo salvaguardar el poder de estos poderes menores y virtualmente perdedores? La libertad política -esto es, el ciudadano libre- existe en tanto en cuanto se crean las condiciones que permiten a este poder menor resistir al poder superior que, de otra forma, le aplastaría o, al menos, podría hacerlo. Ésta es la razón de que el concepto de libertad política adquiera principalmente una connotación antagonista. Es una liberación "de" porque consiste en la libertad "para" el más débil» (Teoría de la democracia, 2, Madrid, Alianza, 1988, pág. 372).

Estas humanitarias visiones de la libertad política, propias de la teología jurídica del padre Vitoria, estaban justificadas como defensa de los pobres indios ante un Estado absoluto y divino que los trataba como animales. Son absurdas ante un régimen de Estado que dice basar su poder en la libertad política del pueblo. La liberación «de» algo que nos oprime o reprime supone, desde luego, que el sujeto liberado no sólo era ajeno al poder de la opresión o represión que lo sujetaba, sino que continúa siéndolo después de su afortunada liberación. A todo lo que puede aspirar este nuevo «liberto» es a que el poder ajeno siga respetando de modo celestial su nueva libertad civil. Si la libertad política fuera la de los poderes menores y perdedores, como sostiene ese cinismo neoliberal, jamás habría existido no ya la libertad política, sino la posibilidad misma de su existencia.

Cuando se separa la libertad «para» y la libertad «de», cuando se incluye en la primera a la libertad civil y en la segunda a la libertad política, se está afirmando tanto la separación de Estado y sociedad como la imposibilidad de que ésta sea la propietaria del poder político de aquél. La derecha neoliberal y la izquierda socialdemócrata consideran al Estado como algo ajeno, como un poder extraño a la sociedad civil, del que ésta tiene que defenderse, bien sea limitando su campo de acción al de un Estado mínimo, bien sea arrancándole más campos de libertad personal en forma de derechos sociales. No se les ocurre pensar que eso es una antigualla, desde el momento en que el Estado no está separado de la sociedad, y la libertad política es el modo de apropiación por la sociedad de ese poder ajeno del Estado.

Los Estados actuales no solamente contribuyen directamente a la generación de más de la mitad de la renta nacional, sino que además, a través de la política monetaria y fiscal, deciden el nivel general de la producción y el consumo. Es tan avasallador este simple dato estadístico que, para no caer en el ridículo de tener que rebatir la ficción ideológica de la separación entre Estado y sociedad civil, la teoría de la libertad política se limita a constatar la unión real de ambos y la conveniencia de separarlos solamente en tanto que realidades de poder diferentes.

Las evidencias obligan a separar los conceptos de comunidad, sociedad civil, sociedad política y Estado. A los efectos que aquí nos interesan basta con señalar, por ejemplo, que la burocracia es un poder del Estado y no pertenece, sin embargo, a la sociedad política, aunque sí a la estatal. Mientras que los medios de comunicación y los sindicatos no son (no deben ser) un poder del Estado y pertenecen, sin embargo, a la sociedad civil y a la sociedad política. La aberración de los partidos en el actual Estado consiste en haber salido de la sociedad civil, incluso cuando están en la oposición al gobierno, para entrar en una sociedad política identificada con la estatal, de la que son nada menos que sus elementos constitutivos.

La traición de los partidos modernos a la sociedad que dicen representar está inscrita en la naturaleza estatal de su poder político. Que no procede de la asociación civil de sus miembros, sino del privilegio estatal que le dan las Constituciones. Por ello es inimaginable que puedan o quieran actualizar la libertad política. No están matriculados en la corriente de la libertad de acción de los individuos hacia el Estado, sino en el torrente que se despeña imperiosamente desde la cumbre de los poderes públicos contra la libertad horizontal de la vida civilizada.

A causa de su permanente misión estatal, los partidos se han convertido en una carga que hace sentir en la sociedad civil el peso muerto del Estado más allá de sus fronteras naturales. En el fondo, actúan y funcionan como corrientes organizadas dentro de un partido único: el partido estatal. La opinión vulgar no sabe hasta qué punto está bien fundada su creencia de que todos los partidos son iguales. Lo que no sabe es que esta igualdad no procede de la naturaleza asociativa de los partidos, que les debería llevar a reflejar en su acción la divergencia civil, sino de la idéntica función estatal que han asumido todos ellos por miedo a la libertad política de los gobernados.

Las libertades civiles de expresión y de asociación, y la unión transitoria de ambas en la libertad de manifestación, solamente llegan a ser civilizadoras si en lugar de detenerse y agotarse en la esfera del derecho privado o laboral, como sucedió en el Estado total del fascinazismo, propician el salto cualitativo a la libertad política, sirviendo de principios y de plataformas intermedias para la conquista de la democracia.



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Mensajepor Invitado » Mié 27 Ago, 2014 7:58 pm

LOS ESCOLLOS DE LA LIBERTAD POLÍTICA


La libertad se define por su habilidad para sortear los escollos que le opone la naturaleza diabólica de las ambiciones de poder. «El diablo no sabía lo que hacía cuando forjó al hombre político; se creó obstáculos a sí mismo» (Timón, acto III). La astucia de la libertad debe franquear, además, las mil causas de servilismo. Antes de la seducción de las masas por los enemigos de la verdad y de la libertad, antes de las técnicas de manipulación mediática que mutan la información en propaganda del poder, el escollo de la libertad era la tradición autoritaria del mando. Hoy está en la tradición servil de la obediencia.

Por diferentes y numerosas que sean las razones de la obediencia no es fácil distinguir, entre personas de parecida arrogancia, una forma digna de mandar. En el modo de obedecer expresamos una disposición natural a colaborar en la realización de algo externo a la personalidad del que ordena la acción, o una sumisión, por interés o por miedo, a su persona. Esto hizo decir a Maquiavelo que «el hombre es una criatura que obedece a otra que manda». Los que mandan ven en los mandados una inclinación a la resistencia. Pero la vida social es una infinita gama de pretextos para la obediencia, hasta por honor servil cuando el mando humilla. El que obedece casi nunca es mejor que el que manda. Y Milton pudo decir que reinar en el infierno vale más que servir en el cielo.

Estas observaciones nos conducen a las distintas maneras en que el poder sabe organizarse para obtener, pese al cambio de las circunstancias, la continuidad de un mismo tipo de obediencia, bien sea con sumisión cortés a un amo o con obediencia servil a varios.

La naturaleza del poder, sea cual sea su origen, lo hace igual de peligroso para el pueblo. La idea de que éste no tiene nada que temer de un gobierno que él elige, es tan insensata para el que la cree como cínica para el que la propaga. Porque todo tipo de poder, en tanto que es libertad de acción, tiende a expandirse sin ningún escrúpulo de orden moral o social hasta que encuentre una resistencia física que lo frene o lo detenga.

En su Historia de Inglaterra (1722), Rapin-Thoyras enseña a un Montesquieu decepcionado por no haber encontrado la libertad en la virtud de las Repúblicas de su época la gran innovación: «El fin de la Constitución inglesa es la libertad. El medio, una Monarquía mixta. Las prerrogativas del soberano, de los grandes y del pueblo están de tal manera templadas las unas por las otras que se sostienen mutuamente. Cada uno de estos tres poderes, que participan en el gobierno, puede poner obstáculos invencibles a las empresas que uno de los otros dos, o inclusive los dos, quieran realizar para hacerse independientes.»

La impresión intelectual que recibe Montesquieu con esta lectura es tan grande que modifica el curso dado a su pensamiento en los ocho primeros libros de El espíritu de las leyes. Y la teoría de los gobiernos da paso a la teoría de la libertad política. El genio de Montesquieu consiste en haber trasladado la esencia de la libertad política desde el corazón de los sentimientos y de las pasiones morales, donde la tenía primorosamente encerrada la libertad filosófica de la voluntad, hasta la garantía ofrecida por una distribución de los poderes ajenos que impida anularla.

Concebida en abstracto, la libertad garantizada de Montesquieu supone una restricción y un paso atrás respecto a la libertad de independencia que sostuvo Locke. Y comparada con la grandiosa libertad de autodeterminación de Rousseau, resulta incluso algo ridícula. Leído con lentes actuales, el texto de Montesquieu es decepcionante: «La libertad política consiste en la seguridad, o al menos en la opinión que se tiene de la propia seguridad» (libro XII, cap. II). Sobre todo porque él mismo nos aclara la clase de seguridad a que se refiere: «La libertad política, en un ciudadano, es esta tranquilidad de espíritu que proviene de la opinión que cada uno tiene de su seguridad; y para que se tenga esta libertad es necesario que el gobierno sea tal que un ciudadano no pueda temer a otro ciudadano» (libro XI, cap. VI).

Es la clase de libertad que hoy se reclama de los Ministerios de Interior bajo el concepto de seguridad ciudadana. Es la clase de libertad civil garantizada por el orden público que debe imponer, contra la alteración del orden privado, el poder ejecutivo del Estado. Es la libertad que resta después de reprimir la libertad de acción de los individuos. Es la libertad legal. «La libertad es el derecho de hacer todo lo que las leyes permiten» (libro XI, cap. III).

Si Montesquieu se hubiera limitado a dar este pobre concepto de libertad, no hablaríamos de sus ideas doscientos cincuenta años después de que las alumbrara. Lo que le pone por encima de Locke y de Rousseau, como artífice del primer peldaño de la democracia moderna, no es la pequeñez de la libertad que garantiza, sino la grandeza e ingeniosidad, la potencia de la garantía con la que la asegura. Tan grande y elástica que no sólo servía entonces para caucionar la libertad deseada bajo las Monarquías absolutas, único tipo de libertad que podía presentarse a la imaginación de su época, sino la auténtica libertad política de la democracia actual. Montesquieu fue original. Aunque sus ideas las tomó, aquí y allá, de su extensa erudición, tuvo el genio de la composición, la intuición de los grandes inventores.

Cuando Montesquieu habla de libertad lo hace, en contraste con Rousseau, como hombre realista, prudente, circunspecto. Nada de abstracciones o grandilocuencias filosóficas. Pero tan pronto como entra en la garantía de la libertad parece estar invadido por la locura de un genio de la mecánica. Si de lo que se trata es de asegurar la libertad de los ciudadanos no hay otro medio que el de detener al poder que puede violarla. ¿Cómo? Mediante una obra de ingeniería constitucional, mediante una relojería del poder en la que cada una de las ruedas sólo pueda marchar dentro de los límites y en el sentido fijado por el mecanismo. Ante tal despliegue de ingenio, ante tantos juegos de pesos y contrapesos, ante tantas palancas y frenos, ante tal cúmulo de acciones y de reacciones que provoca la división de la soberanía, pero también ante tanta sencillez del mecanismo, la influencia de Locke y de Rapin-Thoyras, el ejemplo de la Monarquía inglesa, parecen tener la misma importancia que la manzana en la ley de la gravedad de Newton, o el bloque de mármol en la Piedad de Miguel Ángel.

La teoría pura de la democracia, a diferencia de la teoría de la democracia pura de Rousseau, pretende ser un desarrollo deductivo del axioma descubierto por Montesquieu como base de su teoría del poder. Este axioma dice: «Todo hombre que tiene poder se inclina a abusar del mismo; él va hasta que encuentra límites. Para que no se pueda abusar del poder hace falta que, por la disposición de las cosas, el poder detenga al poder.»

Sabiendo que el poder no es algo material, sino una relación de mando y de obediencia, la frase «todo hombre que tiene poder» ha de entenderse como si dijera «todo hombre al que otros dan poder para hacerse obedecer», o simplemente «todo hombre al que otros prestan obediencia». Pero desde el momento en que entra en juego la obediencia, hemos de admitir que la naturaleza abusiva del poder y la necesidad de frenarlo con otro para impedir su abuso no son suficientes para definir el axioma de la libertad, a no ser que se presuponga tanto la inexorabilidad de la servidumbre voluntaria (obediencia pasiva) ante toda clase de autoridad, como la imposibilidad de que los obedientes se adueñen del poder en el Estado. Sólo bajo estos dos presupuestos adquiere validez el axioma que pone la esperanza de la libertad en el equilibrio de voluntades de poder ajenas a la voluntad de los gobernados.

Rousseau, consciente de que Montesquieu trató el poder político desde el exclusivo punto de vista del que manda, quiso resolver esos dos presupuestos de la obediencia, implícitos en el axioma del poder. Sin duda, admiraba el progreso que suponía sustituir la religión por la técnica o la mecánica constitucional para impedir los abusos del poder estatuido. Pero esto era justamente lo que Rousseau no admitía: que el poder estuviera estatuido por voluntades particulares distintas de la voluntad general del pueblo. Y se propuso resolver de una vez el problema crucial de la obligación política desde su raíz, legitimando la relación de poder desde el punto de vista exclusivo del que obedece. Así, su camino, su método y sus conclusiones lo separaron diametralmente de El espíritu de las leyes. Obra a la que quiso replicar con un tratado sobre las Instituciones políticas, que destruyó, pero del que sacó su Contrato social o Principios del derecho político (1762).

Rousseau vuelve a tomar la libertad como independencia en el camino donde la dejó Locke. Pero, con objeto de garantizarla contra los inevitables abusos del poder institucional, separó al gobierno del soberano, y entregó al pueblo, como cuerpo reunido en Asamblea, la soberanía absoluta e indivisible.

Teóricamente, el problema de la obligación política se disuelve desde el momento en que la voluntad que manda, la del pueblo, es la misma voluntad que obedece. Obedecerse a sí mismo. Lo que es tan difícil para los individuos, ¿cómo lograrlo en el pueblo?

La libertad de hecho del estado de naturaleza se «desnaturaliza» en un contrato social mitológico, concertado por todos los miembros individuales de la comunidad, del que sale transformada en libertad de derecho. Una nueva libertad donde desaparece la contradicción entre la voluntad particular del individuo y la voluntad general del pueblo reunido en cuerpo. La dificultad queda reducida a saber cuál es esa voluntad general que todos reconocen como propia tan pronto como la identifican. No hay más forma de averiguarlo que deliberando en una Asamblea Legislativa y conociendo el resultado de la votación.

«Cuando la opinión contraria a la mía prevalece, esto no prueba otra cosa sino que yo me había engañado y que lo que yo estimaba ser la voluntad general no lo era. Si mi opinión particular hubiera prevalecido, habría hecho cosa distinta de la que habría querido, y entonces no habría sido libre.» La consecuencia es obvia: ¡la coacción de la ley nos obliga a ser libres!

Prescindiendo del carácter mitológico del contrato social y de la voluntad general, que ni siquiera es la voluntad de todos o de la mayoría, esta argumentación de Rousseau no es que sea un sofisma desde el punto de vista de la lógica, como dijo de ella Voltaire, sino que supone nada menos que la ausencia de libertad moral en los individuos mientras permanezca muda la voluntad general. Y se le podría haber contestado así: «Si mi opinión particular hubiera prevalecido no habría hecho cosa distinta de la que habría querido, y habría sido libre, porque entonces, al coincidir mi opinión con la prevalecida en la Asamblea por razón de su moralidad, habría sido voluntad general y ley.» Afirmar lo contrario supondría que yo no sé lo que quiero, ni tengo moral, hasta conocer lo que quieren «generalmente» los demás.

El pensamiento de Rousseau conduce a la soberanía absoluta de la Asamblea Legislativa y a la subordinación de todos los poderes del Estado al poder legislativo. El gobierno es un ministerio designado por el soberano para que ejecute las leyes. Es la total confusión de los poderes en un solo soberano popular que legisla, ejecuta y juzga lo legislado. Sin embargo, «así como la voluntad particular obra sin cesar contra la voluntad general, así el gobierno hace un continuo esfuerzo contra la soberanía». El poder ejecutivo es «el vicio inherente e inevitable que, desde el nacimiento del cuerpo político, tiende sin descanso a destruirlo, lo mismo que la vejez y la muerte destruyen, al fin, el cuerpo del hombre». ¡Qué incompresión de la naturaleza del gobierno!

Contra esta amenaza permanente sólo hay un remedio permanente: que el pueblo soberano, reunido en frecuentes asambleas, suspenda y someta la acción del gobierno, «por que allí donde se encuentra el representado no hay ya representante». Ésta es la democracia directa y asamblearia. Si el remedio normal no basta para atajar una grave crisis de la situación política, como «es menester no pretender afirmar las instituciones políticas hasta el punto de privarse del poder de suspender su efecto», entonces «se provee a la seguridad pública por medio de un acto particular que entrega el poder al más digno, nombrando un jefe supremo que haga callar todas las leyes y suspenda un momento a la autoridad soberana». Esto es ya la dictadura personal.

El hecho de que Rousseau fracasara rotundamente en su propósito intelectual de resolver el problema político de la obediencia no tendría importancia para nosotros si su obra nunca hubiese salido de la utopía y los revolucionarios franceses no hubieran sido fascinados por ella, sin comprenderla, simplemente porque daba retóricamente la soberanía al pueblo y a su facultad de legislar, y el abate Sieyès les convenció de que eso significaba soberanía de la Asamblea Nacional de representantes, contra lo dicho expresamente por el propio Rousseau.

Pero sí tiene mucha importancia que la izquierda seguidora de Rousseau, y defensora del sistema parlamentario, siga ignorando las páginas que escribió siguiendo las ideas de Montesquieu: no es bueno que el que hace las leyes (la Asamblea) las ejecute a través de «su» ministerio (gobierno).

La teoría pura de la democracia tiene, por ello, que enlazar con Montesquieu, cogiendo de Rousseau su fijación en mirar el poder desde la perspectiva del que obedece, y su intuición de que se deben suspender todos los poderes estatuidos cuando esté presente el representado. Pero tomando la precaución de no caer en el pecado capital de la filosofía clásica de las pasiones, que fió la investigación de la naturaleza humana a la instrospección del investigador, en lugar de confiarla a la historia de los pueblos. Porque ahí comprobamos que la actitud de los gobernados no varía de modo significativo en función de la naturaleza del régimen político, sea autoritaria, liberal o democrática. Y este hecho no podía ser conocido ni imaginado cuando se escribieron, bajo el absolutismo, esas obras inmortales de filosofía política.

Las generaciones que han sido traspasadas, en tiempos recientes, por experiencias tan dispares y novedosas como la del Estado liberal parlamentario, la dictadura prolongada y el actual Estado de partidos, han podido constatar que en todas ellas la actitud de los gobernados, con relación a cada una, se ha dividido en tres tercios. Y hay que sacar alguna conclusión de ello.

Un tercio activo apoya al sistema político, cualquiera que sea su naturaleza. Un tercio pasivo lo soporta sin apreciarlo. Y otro tercio reactivo lo desprecia y se rebela, si puede. Las clases sociales y las personas cambian de ubicación en esos tercios nacionales, según sea la naturaleza del régimen político. Pero la división tripartita de la actitud social ante el hecho de la obediencia política permanece inalterable. Constant atribuyó el fracaso de la Restauración a que no supo identificarse con alguno de los tercios en que se dividió la sociedad francesa a la caída de Napoleón: el liberal, el imperialista y el absolutista.

La división tripartita de la sociedad no coincide, y parece más profunda, con la existente por razones ideológicas entre derecha, centro e izquierda. Tampoco guarda relación paralela con la que se deriva, por razones genéticas y de carácter, del temperamento conservador, moderado y radical de las personas, como pensaron Halifax (1688) y Macaulay (1848).

La teoría clásica describió, como se sabe, tres formas puras de gobierno, y sus desviaciones impuras, con tres criterios basados en la propensión a la obediencia según el número de gobernantes. El gobierno de uno (Monarquía y tiranía), el gobierno de unos (aristocracia y oligarquía) y el gobierno de muchos o de todos (politeía y democracia). Montesquieu mantuvo la tricotomía de Aristóteles, aunque agrupó la aristocracia y la democracia bajo la forma republicana, para hacer un hueco al despotismo oriental y poder clasificar así las formas de gobierno por razón de su principio o resorte moral de funcionamiento: el honor, la virtud y el miedo. A la clásica tricotomía en la estructura del mando, le aplicó la tricotomía funcional derivada de la pasión dominante en el principio de la obediencia política. Pero su descubrimiento de la superioridad de la Constitución inglesa le hizo buscar la libertad en el equilibrio de poder y no en la virtud republicana.

Salvo Benjamin Constant, que añadió la usurpación (Julio César, Napoleón) a las tres formas de Montesquieu, y Benedetto Croce, que las consideró como simples momentos de un mismo y único Estado, el pensamiento parece incapaz de liberarse de la fascinación que le produce la tripartición indoeuropea de las funciones sociales, para entender así las tres formas del mando (físico, espiritual, económico) y los tres modos de obediencia (carismática, tradicional, racional) que, desde los griegos hasta Max Weber, han determinado la teoría política. El intento formalista de Kelsen para sustituir la tricotomía clásica en las formas de obediencia por una dicotomía, según si las leyes se elaboran desde el alto mando o desde la base que ha de observarlas, incurre en más incoherencias y contradicciones de las que pretendía resolver. La filosofía clásica sabía que la distinción entre las formas de gobierno había que buscarla en la constitución del régimen de poder y no en el modo formal de elaborar las leyes. Kelsen vuelve a los tiempos legendarios de Licurgo para salvar el carácter mitológico de la Constitución, como si ella no fuera ya un producto jurídico impuesto por la fuerza de uno, de algunos o de muchos. El criterio de Kelsen, que sigue dando la preeminencia al poder legislativo, no sirve para distinguir la democracia de una oligarquía de partidos, cuyo procedimiento de producir el derecho es formalmente el mismo.

Tampoco sirve de mucho en el mundo actual, homogeneizado por la cultura de masas consumidoras, sustituir el criterio del número de mandamases por el de la clase de pasión que determina en primera instancia la obediencia, con independencia de la coerción universal que, en último término, ejerce el monopolio legal de la fuerza. La virtud y el honor perdieron hace ya tiempo sus funciones de integración social. Y el miedo, que antes era un privilegio sentimental de los pobres, ha devenido una pasión universal cuando lo fomenta un peligro ficticio, bajo cualquier forma de gobierno. Pero la corrupción en las personas y en las clases irrumpe en la escena como nuevo factor de poder político y de integración social en el Estado de partidos.

El mejor conocimiento de la psicología de las masas y de su comportamiento electoral ante los diferentes partidos permitió una aproximación original al tema de la obediencia política. Y se pensó que la actitud social ante el régimen de poder dependía en última instancia de la combinación de dos factores variables en la condición humana: el grado de satisfacción ante el régimen de poder por parte de los gobernados, y el de su creencia sobre la posibilidad de cambiar el orden establecido. Aunque la idea de la propensión a la obediencia según el estado de ánimo no era nueva, y había servido al hegeliano Röhmer para fundar la teoría liberal de los partidos en la tendencia general a pasar desde la juventud radical hasta la vejez reaccionaria, tomó un gran impulso en 1923 con la conocida teoría de Lowell sobre las inclinaciones políticas.

Dividiendo a los gobernados en satisfechos e insatisfechos, por un lado, y en optimistas y pesimistas respecto a la posibilidad del cambio social, por otro, Lowell encontró en la sociedad cuatro propensiones o actitudes: la radical, descontenta de la situación y optimista en cuanto a la posibilidad de mejorarla; la liberal, satisfecha y optimista; la conservadora, satisfecha y pesimista; y la reaccionaria, insatisfecha y pesimista. El atractivo de esta teoría de las inclinaciones políticas fue doble. Explicaba de una manera sencilla por qué los jovenes radicales se hacían después reaccionarios sin salirse del mismo grupo de insatisfechos, y por qué erán inestables las sociedades dominadas y divididas por este grupo antagónico de radicales y reaccionarios. Pero el fenómeno de las masas arrastradas apasionadamente por el fascismo, esa extraña especie de optimismo reaccionario, y la simplista dialéctica de amigo-enemigo y de burgués-obrero, arrumbaron la tesis liberal de la propensión, junto con todo el cuerpo de la doctrina política de la soberanía popular o nacional, de la representación parlamentaria y de la teoría general del Estado, pacientemente levantado por la cátedra europea durante medio siglo de ilusiones, sobre los cimientos metafísicos que Sieyès ideó para legitimar el poder de la representación, apartando al pueblo de los asuntos públicos.

Del mismo modo que la revolución protestante inglesa destrozó el paradigma de la soberanía absoluta e indivisible del Estado católico, elaborado por la filosofía de los siglos XVI y XVII, la irrupción de las masas fascistas, burguesas, pequeño-burguesas y obreras, para dar todo el poder al Estado y todo el Estado a un jefe carismático, acabó para siempre con la ilusión liberal, con el ingenuo error de la teoría del derecho público del siglo XIX y las dos primeras décadas del XX. Y después de la guerra mundial, al ponerse esas doctrinas caducadas al servicio legitimador del nuevo Estado de partidos, aquellos errores ilusos han devenido la Gran Mentira actual. Que nadie se extrañe, pues, del inédito camino que emprende ahora la teoría de la libertad política para ser verídica y realista.

Es principio de la experiencia, cantado ya en Antígona, que el poder no se controla a sí mismo, ni se deja controlar por otro una vez establecido. De ahí que la libertad política sólo pueda salvar los arrecifes que le opone el mando cuando las formas de poder tradicional instaladas en el Estado de las libertades burguesas desaparecen o entran en situación de crisis.

Esta observación de la experiencia sitúa el inicio de la libertad política en aquellos momentos de crisis de la libertad de acción del Estado en los que éste subsiste, sin peligro de disolución, pero no funciona. Sus poderes, sin autoridad ni esperanza de tenerla, se hacen puramente nominales. Y más que en una crisis de régimen o de gobierno se entra en una crisis de la situación política.

Se trata de una crisis de Estado y de la autoridad legal, pero no del Estado. El principio de legalidad, abandonado por el de legitimidad, no logra ya mantener las rutinas de obediencia ni la confianza de los gobernados. La necesidad de nuevas leyes, asistidas de otro tipo de legitimidad más amplio, decide a la parte más audaz y menos ideológica de los poderes colocados en el Estado a realizar una apertura del régimen para ensanchar su base de sustentación social.

La reforma se acomete desde el propio Estado para evitar la ruptura de la continuidad en el poder del núcleo social que hasta entonces lo detentaba. Y aunque los cambios propuestos a la aprobación popular sean de orden liberal y progresista, es casi imposible que lleven a la libertad política en una sociedad corrompida por una larga dictadura. «Los poderosos proponen leyes menos en favor de la libertad que para acrecentar su poder. El miedo que inspiran cierra la boca de todo el mundo, de tal manera que el pueblo, engañado o forzado, no delibera más que sobre su propia ruina» (Maquiavelo, Oeuvres Complètes, La Pléiade, pág. 430).

Pero el proceso de apertura abre nuevos cauces pólíticos a la libertad de acción. Y el camino se bifurca entonces hacía las libertades públicas otorgadas por la reforma o hacia la libertad política buscada mediante la ruptura. Sólo este último camino, recorrido por la libertad de acción de un nuevo tercio laocrático de la sociedad, puede desembocar en el proceso constituyente de la sociedad política democrática, si logra controlar todo el poder del Estado. Porque un grupo laocrático que quiera servir el interés de todo el pueblo antes que el suyo propio debe hacerse, él solo, con todo el poder constituyente, sin consenso o pacto de reparto con los señores de la dominación oligárquica.

A esta melior pars de Marsilio de Padua, a este laós homérico del demos general, se remitió la esperanza liberal de Locke en la efectividad del derecho a la insurrección popular. El famoso párrafo 149 del Segundo Tratado fue vertido a lenguaje actual por Carl Friedrich: «Cómo un número considerable de hombres tienden a mantener su libertad frente a la decisión ilimitada y arbitraria de otros, y cómo esos hombres integran la parte más inteligente e importante de la comunidad general; siempre que alguien trate de llevarles a una situación de dependencia y restricciones, existe la presunción de que intentarán salir de ella, aun a costa de sacrificios considerables; y por intermedio de esta parte más inteligente e importante se manifiesta lo que puede denominarse grupo constituyente, pero no puede considerarse a éste bajo ningún gobierno, ya que su poder no puede entrar en juego sino para disolver el gobierno establecido e implantar una nueva Constitución.»

De aquí extrae Friedrich su idea del grupo constituyente, como «un poder de resistencia, residual y desorganizado que trata de limitar al gobierno y que sólo puede entrar en juego cuando el gobierno funciona mal». Si la acción de este grupo está orientada hacia la libertad política, no conduce a ningún contrato o pacto social, a ninguna reforma parcial del régimen político, sino a la apertura de un proceso que tiende a constituir, con libertad de acción, el régimen de la sociedad política en el Estado.

En el curso final de este proceso, la libertad de acción del tercio aglutinado por el grupo constituyente se transforma en libertad política provisional. Una forma de libertad ingenua y precaria, aún no constituida, que procura dominar al poder tradicional refugiado en el Estado y a los poderes represivos del Estado, para que todos los sujetos puedan decidir libremente su porvenir político. Si están dirigidos por el grupo constituyente de la libertad, los gobernados elegirán la democracia como única forma de garantizar la permanencia de su libertad política.

El error básico de Carl Schmitt está en su concepción ideológica del pueblo (demos) como sujeto del poder constituyente, en lugar de su parte activa (laós). Entendido ficticiamente como totalidad soberana, el pueblo asiente a todas las formas de gobierno. «La teocracia, la realeza, la aristocracia, cuando dominan los espíritus, son la voluntad general. Si no los dominan no son otra cosa que la fuerza» (Constant). Esta idea subyace en la doctrina contractualista del Estado y en la teoría de Croce del Estado ético. Pero la atribución del poder constituyente al pueblo, sin concreción, siempre será ideológica. No es lo mismo asentir que constituir. La soberanía del pueblo-demos ha legitimado, con aclamaciones y plebiscitos, todas las formas de gobierno, incluso las cesaristas o totalitarias. La aprobación por referéndum de una Constitución no indica, sólo por eso, que sea democrática.

Es incomprensible que el creador de la teoría decisionista no se percatara de que lo decisivo y lo decisorio para la constitución de la democracia no está en esa mística potestas constituta del demos, de la que ya hablaba Althusius, sino en la libertad de acción de su parte más activa e inteligente, que se aglutina en el laós de los héroes homéricos y en el grupo constituyente de Locke y Friedrich. En la naturaleza inteligente de este grupo laocrático está la única esperanza de la libertad política.

Schmitt no desconoce que «la organización de una minoría (que no sea de votación) puede ser sujeto del poder constituyente». Pero se equivoca al afirmar que «entonces el Estado tiene la forma de aristocracia u oligarquía».

Si por organización se entiende una coordinación que asegure la unidad de acción de un movimiento popular, entonces la minoría laótica puede conducir tanto a una democracia como a una dictadura. Pero si la organización se refiere a la de un solo partido político como sujeto del poder constituyente, la forma estatal constituida será inevitablemente totalitaria.

Sólo en el caso de que no haya un sujeto, sino dos o más sujetos del poder constituyente, es decir, cuando la decisión soberana es sustituida por un «pacto constituyente», se genera Monarquía constitucional, República aristocrática o República oligárquica, según sea la naturaleza, social o política, de la representación pactante. Y si los sujetos constituyentes son exclusivamente partidos políticos, como sucedió en la República de Weimar, en todos los países europeos vencidos en la última guerra mundial y en la transición española, el resultado no puede ser otro que esa forma actual de oligarquía partidista llamada Estado de partidos o «partitocracia», bajo forma monárquica o republicana.

El sujeto del poder constituyente nunca ha sido, ni podrá ser, el pueblo-demos. En los casos donde han coincidido el momento constituyente del régimen político y el momento fundacional del Estado, como ocurrió en Estados Unidos, también es una minoría laocrática el sujeto del poder constituyente, aunque promueva la libertad política para todo el pueblo y decida someter su decisión constitucional a la posterior ratificación popular. El pueblo en su conjunto no puede ser sujeto activo de la acción política, ni expresar una voluntad concreta respecto al modo y a la forma de su existencia política. Por ello Sieyès le retiró la soberanía constítuyente para dársela a la nación, que es una abstracción tan real como la de pueblo, pero que al menos expresa ya una forma concreta de existencia política: la nacional.

Sin embargo, la sustitución del pueblo por la nación como sujeto del poder constituyente tampoco resuelve el problema. Salvo en las guerras de independencia, no se actúa en nombre de la nación sin estar investido y dotado de un poder nacional ya constituido en un Estado, cuya legitimidad es contestada precisamente por el poder constituyente del grupo laocrático.

Cuando un poder ya constituido en el Estado asume de hecho el poder constituyente, como sucedió con los dos Bonaparte, no se entra en un proceso constitucional propiamente dicho, sino en un «golpe de Estado». Que no tiene que ser forzosamente violento. También puede ser formalista o representativo, si una Asamblea puramente Legislativa se autoproclama Asamblea Constituyente, como sucedió en la primera Asamblea francesa y en las primeras Cortes de la transición española. La Convención de 21-10-1776 en Concord (Massachusetts) declaró que el legislativo no era órgano adecuado para elaborar una Constitución, porque un poder legislativo supremo no da seguridad contra las injerencias del gobierno en parte, todos o cualquiera de los derechos del ciudadano.

La primera definición del poder constituyente está en la doctrina de los niveladores. Uno de ellos, Lilburne, sostuvo que su objetivo era «colocar los cimientos de un gobierno justo», sin ejercitar «ningún poder legislativo» (1649).

La distinción entre pouvoir constituant y pouvoir constitué, que en Sieyès se parece a la que Spinoza establece entre natura naturans y natura naturata, es inevitable en los procesos de cambio político porque un poder constituido no puede engendrar formas constitucionales contrarias a su propia naturaleza. Por ello la Asamblea del Tercer Estado, un poder constituido bajo la Monarquía absoluta, tuvo que romper su propia legitimidad para poder hablar en nombre de la nación, como Asamblea Nacional, y poder pactar con el rey la organización de los poderes estatales, como Asamblea Constituyente. Y la Constitución de 1791 no podía ser democrática porque era producto de este pacto constituyente entre el poder de una representación nacional constituida y el poder de una Monarquia constituida.

El horror que produjo en la clase gobernante el levantamiento del pueblo laocrático contra la Asamblea de diputados durante la fase radical de la Revolución francesa determinó el éxito de la Monarquía constitucional burguesa durante el siglo XIX. Esta fórmula de compromiso permitía a la Asamblea hablar en nombre del pueblo para limitar las prerrogativas del rey, y en nombre de la representación para cercenar la libertad política del pueblo.

Los grupos sociales dominantes y los aparatos dirigentes de los partidos se oponen, por su propio interés, a la libertad política del pueblo. Siempre serán adversarios de la libertad ajena los individuos y sectores que prosperan por razón de su vecindad al Estado. Y como nadie estará más cerca de él que los banqueros, los altos funcionarios, los militares, la Iglesia y los jefes de partidos, lo probable es que esos «caballeros de la dominación» interrumpan la libertad de acción del pueblo laótico con un pacto que impida la apertura del proceso constituyente. Los hombres de partido, como presuntos herederos de la soberanía popular, se la reparten cuando todavía está secuestrada por el enemigo.

Los «caballeros de la dominación» introducen en el corazón del Estado un pacto de reparto del poder, que luego hacen refrendar a un pueblo desorientado y atemorizado por rumores de peligros inexistentes. El modo orleanista de ahogar la libertad política (de los antiguos), anegándola con las libertades civiles (de los modernos), fundó el Estado de partidos, la isonomía oligárquica.

La menor represión física que éste requiere para obtener la debida obediencia queda de sobra compensada con su mayor represión moral de la verdad y su mayor recurso técnico al engaño. La Gran Mentira cumple en el Estado de partidos la misma función que la Gran Amenaza en las dictaduras de partido único.

Cada dos generaciones culturales los pueblos atraviesan momentos de crisis, donde las puertas se abren solas y dejan entrar al porvenir. Si la libertad de acción del grupo laocrático constituyente logra superar el escollo del pacto de «caballeros de la dominación», entra indefectiblemente en un proceso político que se define por la modificación de la relación de fuerzas convergentes hacia la libertad, antes de que ésta se plasme en las leyes orgánicas. El tercio activo de la sociedad, el pueblo laocrático que tiende a la libertad, arrastra consigo al tercio acomodaticio, hasta hace poco indiferente, para que transforme el «entusiasmo dramático», por un nuevo horizonte de libertad, en «entusiasmo festivo».

El sobresalto de la opinión pública da paso a una confianza ciega en el inmediato porvenir. Y el tercio reactivo queda sorprendido y paralizado por la rapidez y facilidad con las que sus más conspicuos representantes se pasan a la nueva situación, con ánimo de estar presentes en la dirección de la libertad política, como hasta entonces lo habían estado en su represión.

Es el penúltimo escollo de la libertad política. Momento delicado donde se tiende a confundir concordia y política. Antes de que se haya establecido en las leyes institucionales, la libertad no puede permitir que personas o símbolos de la represión política desmoralicen y maleduquen al pueblo, colocándose a la cabeza de la manifestación democrática. Si la inteligencia directiva del movimiento de liberación logra superar este segundo escollo, se entra en el proceso constituyente del nuevo régimen de poder en el Estado, con alta probabilidad de que termine aprobando una Constitución y unas instituciones que garanticen la libertad política no con la buena voluntad o la supuesta responsabilidad de los hombres de gobierno, sino con el juego institucional de los distintos y separados poderes estatales.

Sobre estos presupuestos, la primera acción de la libertad política no puede ser otra que la de asegurar su permanencia. Nadie se siente libre sin tener la seguridad de que lo será mañana. Y aquí se levanta el tercer y último escollo de la libertad. En ese momento de la verdad, la gran mayoría de las personas que se encuentran en situación de decidir sobre la organización futura del poder son hombres y grupos con vocación de poder. Es natural que ellos sólo puedan imaginar combinaciones o fórmulas políticas de las que sean protagonistas.

Ahora bien, la plena garantía de libertad política, o sea, la democracia, exige justamente una imaginación opuesta, que conciba una organización tal de los poderes donde la persona o grupo con menos ambición de poder, o con menos posibilidad de alcanzarlo, estén asegurados en su libertad y en sus derechos. Un tipo de imaginación que ningún «velo de ignorancia», al modo del soñado por Rawls para su utópica Asamblea Constituyente, pueda ocultar a los gobernados que en la garantía de la libertad política de las minorías está el secreto de la libertad de todos.

Pero ¿quién puede haber tenido el coraje para estar ahí presente en la situación decisoria, sin ser impulsado por su ambición de poder personal o de grupo?, ¿qué generoso idealista, colocado en esa situación por el azar de las circunstancias, o por razón de sus méritos en la hazaña que ha creado la situación liberadora, tiene el conocimiento político de un Montesquieu o de un Madison?, ¿quién puede estar pensando en las minorías cuando se encuentra en la cresta de la ola levantada por el movimiento social de liberación, impulsado y sostenido ya por la gran mayoría?

El establecimiento de la democracia no puede hacerse depender de la existencia y de la virtud políticas de hombres providenciales. Aunque no es aventurado afirmar que los pueblos que los producen se los merecen. Si el azar de la circunstancia determina que tal clase de hombres pueda encontrarse al frente del acontecimiento de la libertad, la sociedad que lo permite o lo fomenta está ya imbuida del espíritu de la libertad política.


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FRENTE A LA GRAN MENTIRA - Antonio García-Trevijano

Mensajepor Invitado » Jue 10 May, 2018 4:55 pm

GARANTÍA DE LIBERTAD POLÍTICA



Las libertades y derechos civiles se garantizan con la ley. Las leyes civiles se garantizan con la Constitución. Pero, ¿quién garantiza la Constitución y la libertad política que la ha establecido? Como nada ni nadie puede dar a otro lo que no tiene, es inútil buscar la garantía de la libertad política en el Estado, en la responsabilidad de los hombres de gobierno o en la observancia de las formas regladas de las libertades otorgadas. Tal tipo de libertad es tan débil que se cae si no lo sostiene la autoridad. En cambio, la libertad política es producto de una conquista que se cauciona con la potestad social del orden político legitimador de todas las autoridades, o sea, con la libertad de acción de la sociedad hacia el Estado. La libertad sostiene a la autoridad.

La libertad política nace como acción y derecho político del pueblo contra la arbitrariedad discrecional del Estado y de los hombres de gobierno en el uso de sus poderes sobre la sociedad. El problema de la garantía de la libertad se soslaya cuando se confunde con el de la responsabilidad. El liberalismo se apoya en el axioma moral de que la garantía de la libertad está en la responsabilidad de los hombres de Estado y de gobierno. Algunos filósofos llegan hasta el extremo de definir la libertad por la responsabilidad. Cuando, en sentido absoluto y verdadero, la libertad matriz de las libertades instituidas habría que definirla, como veremos, por su irresponsabilídad. La libertad y la responsabilidad son separables. Hay libertad sin responsabilidad como en el acto de votar; y responsabilidad sin libertad, como en la dimisión por culpa o error en la elección de un ministro deshonesto. El temor a la libertad política no proviene del temor a la responsabilidad, que no existe, sino de las causas sociales que analicé en el Discurso de la República. En la frase de G. B. Shaw («La libertad significa responsabilidad. Por eso, la mayoría de los humanos la temen») no hay la menor traza de las libertades colectivas ni de la libertad política.

Aquí hablamos de la garantía de la libertad política, en tanto que libertad colectiva relativa al poder, no del problema moral o jurídico de la responsabilidad inherente a todas las libertades civiles, públicas o privadas. Y partimos de una constatación que causará sorpresa a quienes confunden las libertades públicas de orden civil con la libertad política: esta última no sólo es ella misma completamente irresponsable, sino que tampoco depende de la responsabilidad derivada de otras libertades específicas.

La idea de responsabilidad exige, por necesidad lógica, que alguien sea responsable de algo ante alguien: sea ante sí mismo (moral), ante Dios (religiosa), o ante la sociedad personalizada en alguna institución particular (judicial, social y política). Sin instancia institucional de exigencia de responsabilidad no hay responsabilidad. No puede haberla en los animales o en las cosas, ni en la libertad política, en tanto que obra colectiva de la sociedad, de la ciudadanía o del electorado.

¿Ante quién responde el sujeto colectivo de la libertad política? Ante nada ni nadie. Sin ser sujeto organizado ni individualizado, el pueblo, como los niños, puede tener derechos, pero no deberes fundamentales. La responsabilidad ante la historia o las futuras generaciones no es exigible. Siendo libertad de acción colectiva, la libertad política de un pueblo de ciudadanos libres es tan irresponsable como la sumisión en un pueblo de esclavos.

La responsabilidad política sólo afecta a las actuaciones de los gobernantes y funcionarios que, por caer fuera de la órbita de la libertad política, pertenecen a la acción del Estado hacia la comunidad nacional o internacional. No hay tribunal de Nuremberg para los pueblos. Los gobernados han de ser políticamente irresponsables si quieren ser políticamente libres. Aunque se llama obligación política al deber de acatar las leyes y las autoridades del Estado, se trata en realidad de una obligación jurídica. La responsabilidad, como base de la ciudadanía y de la República, no es de orden político, sino de índole cívica. Por eso Montesquieu abandonó la búsqueda de la garantía de libertad en la virtud o en el sentido de la responsabilidad ciudadana cuando aprendió de Inglaterra que su libertad era fruto de un sistema de control institucional del poder. La garantía de la libertad tenía que estar en un juego de las instituciones de poder deliberadamente concebido para ello.

En cambio, como la acción estatal no es una acción libre, sino reglada, está sujeta a las exigencias de responsabilidad. Donde hay responsabilidad no puede haber libertad suprema. Y donde hay libertades regladas, es decir, subordinadas a otro bien superior, hay responsabilidad. «No quiero ser estratega o cónsul, sino hombre libre» (Epicteto). En consecuencia, si los gobernantes no tienen libertad política no pueden garantizar la del pueblo.

Por eso resultó infantil, además de suicida, la confianza puesta por el liberalismo en la responsabilidad personal como garantía de la libertad política. La vacuidad de esta clase de garantía personal ha sido clamorosa. Tanto cuando se ha concretado en la buena fe de los gobernantes como en la de los gobernados. En el campo de la palabra de honor y del juramento constitucional se han experimentado todas las modalidades, y la experiencia de los fracasos de un pueblo no sirve de lección a otros. La más infantil y primitiva de las ilusiones consiste en creer que la libertad se garantiza con textos escritos. Madison lo advirtió: «La mera inscripción de los límites del poder en pergaminos no garantiza contra las intromisiones que conducen a la concentración tiránica de todos los poderes del gobierno en las mismas manos.» La historia del fracaso comenzó con el problema parlamentario de Cromwell.

Con la primera decapitación del monarca absoluto nació el lema republicano de la forma de gobierno «en una sola persona y un Parlamento», establecida por Cromwell en el Instrument of Government de 1653. Para asegurarla, se obligó a los electores a entregar, junto con el voto, una declaración expresa de mandato imperativo para que las personas elegidas no tuvieran el poder de alterar esa forma de gobier- no. Apenas reunido el Parlamento comenzó un áspero debate sobre la Constitución, que violaba el mandato de los electores. Cromwell cerró el Parlamento y exigió a cada uno de sus miembros una declaración semejante a la de los electores. La mayoría la firmó. Pero, reanudadas las sesiones, retornaron las controversias constitucionales. Cromwell disolvió el Parlamento y gobernó como dictador militar. Los plebiscitos de las modernas dictaduras y los juramentos de fidelidad a la Constitución son tan vacuos como aquellas garantías cromwellianas.

El segundo tipo de garantía institucional buscó la caución de la libertad política en el arbitraje de un tercer poder que moderara la lucha de ambiciones entre el poder ejecutivo y el legislativo. La idea de dar al poder judicial esa función de imparcialidad arbitral fue propuesta por Hamilton: «El judicial, debido a la naturaleza de sus funciones, será siempre el menos peligroso para los derechos políticos de la Constitución; porque su situación le permitirá estorbarlos o perjudicarlos en menor grado que los otros poderes.» En consecuencia, los tribunales de justicia deberán «declarar nulos todos los actos contrarios al sentido evidente de la Constitución».

Esta idea fue hecha suya por el juez Marshall en el caso «Marbury versus Madison». Pero nadie sostiene hoy que la Corte Suprema haya sido un poder imparcial en las disputas entre los otros poderes ni en los conflictos de ella misma con el poder ejecutivo, como en la crisis de 1937. Momento inolvidable para la democracia, porque un verdadero poder judicial se enfrentó con Roosevelt y la gran mayoría de la opinión en defensa del sistema constitucional. Friedrich lo supo expresar de forma insuperable: «Ningún poder es absolutamente neutral, so pena de no ser en absoluto poder.»

La otra intentona de garantizar la libertad con un poder neutral de carácter supremo ya no se basó en la teórica superioridad de alguno de los poderes tradicionales del Estado, sino en la gran novedad de crear un cuarto poder personal colocado en la cúspide del Estado, que no participara en las tareas de los otros tres. Esta idea, propuesta por Benjamin Constant en sus conocidas Reflexiones sobre las Constituciones y las garantías de 1814, no podía ser aceptada ni por los monarcas que se reservaban la prerrogativa del poder ejecutivo (Monarquía constitucional), ni por los Parlamentos que se atribuían la soberanía nacional.

Sin embargo, esta idea ilusa llegó a ponerse en práctica en la República de Weimar con la elección popular del presidente de la República y la designación por éste de un canciller que gozara de la confianza del Parlamento. A pesar del trágico fracaso del compromiso de Weimar, la fórmula del cuarto poder neutral fue reinventada por De Gaulle como fundamento de la V República. Su falsa neutralidad quedó puesta en evidencia durante la revuelta juvenil de mayo del 68.

El tercer tipo de garantía personal de la libertad política fue ideado en la Constitución española de 1812 y concretado en la que estableció la II República francesa. Los liberales españoles confiaron la libertad a una declaración constitucional que prescribía ser justos y benéficos. Los primeros socialistas franceses superaron la ingenuidad de los constituyentes españoles al incluir en la Constitución de 1848 esta garantía: «La Asamblea Nacional confía el depósito de la presente Constitución y los derechos que ella consagra a la guarda y el patriotismo de todos los franceses.» Bernanos lo expresó con laconismo: «Es una locura confiar al Número la guarda de la libertad.»

Estas declaraciones románticas, como casi todas las contenidas en los preámbulos de las Constituciones, nos pueden hacer sonreír al común de los mortales, pero fueron tomadas muy en serio por los ilustres comentaristas de la Constitución de Weimar, sobre todo por Carl Schmitt, que llegó a darles un valor fundador de la unidad política nacional, por encima incluso de los preceptos constitucionales, cuando a lo sumo lo único que expresan es el predominio en la opinión de las creencias, ideales o aspiraciones morales del grupo constituyente en el momento constitucional.

Contra la ingenuidad liberal que puso el porvenir de la libertad en manos de la responsabilidad, la democracia dividió al poder y lo hipotecó en garantía de la libertad política. La división del poder es el único modo de moderarlo. No sólo por introducir rivalidades vigilantes unas de otras, sino sobre todo por impedir la reunión en las mismas manos de medios de coacción insuperable. Donde las libertades no tenían más caución que la ley y la responsabilidad política de los hom- bres de gobierno, se engendraron las formas dictatoriales del Estado total o totalitario. Donde la libertad estaba garantizada con la democracia, permaneció viva. El caso excepcional del Reino Unido puede ser explicado dentro de la regla, sin necesidad de acudir a la tesis de la insularidad, que absurdamente ha llegado a ser equiparada, en sus efectos, a la constitucionalidad democrática.

Resulta asombroso, por ello, que intelectuales de envergadura continúen repitiendo los ilusos tópicos del imperio de la ley y del Estado de derecho como garantía de la libertad política. Basta leer el capítulo XIV de Los fundamentos de la libertad de Hayek, para comprender la tautología liberal y la futilidad de las garantías de la libertad basadas en la naturaleza de la ley. ¿Acaso no eran Estados de derecho, imperios de la ley y regímenes constitucionales los que sucumbieron, sin derramar una gota de sangre, ante el fasci-nacismo? Al menos Popper pone en la facilidad para deponer al mal gobernante y cambiar sin violencia la Constitución las notas definitorias de la libertad política.

La historia no contradice mi tesis de que «hasta tal punto es determinante la garantía de la libertad política para la esencia de la democracia, que si sucumbe una forma de gobierno con libertades públicas se puede asegurar que tal gobierno no era democrático, ni tales libertades eran la libertad política».

A diferencia de otras libertades transitorias que dependen de circunstancias ajenas, la libertad política sólo es tal cuando logra zafarse de dominaciones extrañas a la voluntad genuina y libre del pueblo, y mira al porvenir con la tranquilidad de que la libertad de hoy será la de mañana. Y dada la naturaleza de las ambiciones y de la lógica del poder político, esa tranquilidad sólo puede darla un método de gobierno que, estando procurado por la libertad política, sea confor- me a esas ambiciones y lógicas.

En la naturaleza de la libertad anida la incertidumbre de las cosas libres, mientras que la democracia encierra en sus entrañas la certidumbre de la libertad. Las barreras que las instituciones ponen al poder le sirven al mismo tiempo de apoyo. El equilibrio en el juego del poder garantiza, así, un espacio público libre. Y por eso la democracia no es libertad, sino garantía de libertad.

En busca de esta explicación, la teoría tiene que descomponer y mirar la íntima naturaleza de aquella verdad, enunciada como evidencia, que concibe la libertad política como capacidad de acción para instituir la forma de gobierno más favorable a los gobernados. Porque esa verdad está compuesta de varios elementos sociales de muy diversa condición o naturaleza, y se requiere identificar cuál o cuáles de ellos responden a esa finalidad.

Por ser una capacidad subjetiva, la libertad política incorpora a su naturaleza la facultad de poder actualizarse para hacerse efectiva. Por ser voluntaria esta actualización, la libertad política no puede liberarse de la naturaleza incierta de la libertad. Por ser de naturaleza política, esta libertad participa de la propensión del poder a la certidumbre de su continuación. Y, por ser colectiva, la libertad política tiene la naturaleza de las cosas sociales. Estas cuatro naturalezas hacen de la libertad política una potencia social, más que un poder organizado; una potestad colectiva, más que una facultad personal; un derecho político colectivo, más que un derecho subjetivo.

La naturaleza compuesta de la libertad política hace imposible la simplista idea de la soberanía popular. Como potencia social, el pueblo tiene la potestad colectiva de condicionar el ejercicio y el alcance de la soberanía del Estado, de limitarla y someterla a la función de defensa de la comunidad nacional frente a los peligros exteriores, y a la función de dar coerción a las leyes y sentencias interiores. Pero no tiene potestad para suprimirla, suplantarla o hacerse titular de ella como soberano.

La acción estatal, como lo percibieron Locke y Madison, reduce la esfera de su actuación en los fines, pero aumenta la de los medios. El gobierno, el poder legislativo, la autoridad judicial, el poder administrativo y la autoridad monetaria del Estado no tienen libertad política. Solamente la libertad de acción que le reconocen de modo expreso las leyes. En ese sentido, su libertad de acción se mueve dentro de límites más estrechos que los marcados para la libertad de acción de los particulares. Éstos pueden hacer todo aquello que las leyes no prohíben; aquéllos, sólo lo que las leyes permiten.

La persona que ocupa un cargo público no tiene, en su ejercicio, libertad política. Como ésta se dirige desde la sociedad hacia el Estado, todo acto desde el Estado hacia la sociedad que no esté autorizado por la ley atenta a la libertad política de los ciudadanos. Las injerencias del poder estatal en la esfera de la sociedad civil, aunque no sean delictivas o inmorales, son bribonerías políticas, intromisiones ilícitas en las relaciones civiles, cuya modificación sólo compete a las personas físicas o morales que no están en el Estado. El Estado sólo puede influir en esas relaciones mediante las transformaciones sociales que causen las leyes y las medidas legales de gobierno. «Para el Estado es una degeneración, una insolencia filosófica y burocrática, intentar cumplir directamente propósitos morales, pues sólo la sociedad puede física y moralmente hacerlo» (Burckhardt). Por ello, la simple idea de partido estatal es un despropósito moral.

La libertad política de los ciudadanos es una potencia hacia el Estado, que se actualiza como poder, mediante la concreción de la hegemonía electoral en los representantes elegidos para la Asamblea Legislativa, y mediante la concreción de la hegemonía política en la persona del presidente nominado por el pueblo para el poder ejecutivo. El poder de representación viene de la potencia de la sociedad civil, de los representados. El poder de la gobernación viene de la potencia de la sociedad política, del Estado y de su Constitución.

Definida como potencia o potestad de la sociedad hacia el Estado, la libertad política recupera el sentido de la potestas romana, que se refería a la facultad de las personas para concertarse con fines políticos frente a la auctoritas. Cicerón las quiso armonizar ubicándolas en esferas separadas: potestas in populo, auctoritas in senatu. Era ingenioso, pero tenía que conducir al enfrentamiento entre potestad y autoridad, a la destrucción de la República y a la apertura cesárea de la vía imperial. El drama de Coriolano lo anuncia: «Mi alma sangra al prever con qué rapidez podrá insinuarse la anarquía entre dos autoridades en presencia, de las que ninguna es suprema, desde que existe una división entre las dos y destruye la una a la otra» (Shakespeare).


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Re: FRENTE A LA GRAN MENTIRA - Antonio García-Trevijano

Mensajepor Assia » Vie 11 May, 2018 8:11 am

No te ofendas Invitado con ''toito'' el trabajo que te habra costado subir todo ese material de 1 Republica donde Trevijano se equivoco y fue ''pillado'' por 1 bocazas que lo llamo y le hizo ver que se habia equivocado en el capitulo donde habla de la historia de la republica o democracia de Suiza. Me temo que ese ''bocazas'' de pregunton fue mas valiente que Sancho Dragon cuando en TV,es, con en libro abierto mas o menos le dijo Dragon : '' AQUI HAY 2 COTRADICCIONES...'' NINGUNA CONTRADICCION!!!!"" Ya no contesto mas el entrevistador.

Solo volvi a ver a Sancho Dragon, junto a Trevijano y a Morante en 2 entrevitas en videos pero cambiando de tema y hablando de toros. En 1 de los videos creo que tomo la revancha Sancho Dragon, dejando hablar a Trevijano de toros y el sonriendo muy cachondamente. Sentaron a Trevijano enmedio de los 2: a 1 lado Sancho D. y al otro lado, Morante. Eso es lo que le gustaba al ''tonto util,'' dar explicaciones y tener auditorio que lo aguantara. Lo mas importante es que segun Trevijano ( '' LA BIBLIOTECA DE TREVIJANO,'') comento que el solo fue a los toros cuando lo llevo su padre a la edad de 9 anos al Puerto de Santa Maria y ya no tuvo mas tiempo de ver toros por su gran amor por estudiar, saber y su lucha contra el franquismo. 1 tarde de mucha calor y ya con 89 anos de edad Morante lo hizo ir a Las Ventas para brindarle 1 de sus 2 novilletes, las que pasarian su hermano y el padre de Elena para arrastrar a Trevijano a subir los escalones de las escalinatas.

'' GARANTIA DE LA LIBERTAD POLITICA.?'' Pero si el pobre Trevijano creyo que sus republicos estaban garantizados y estarian unidos en su lujete palacete. Su sucesor seria Papi y antes de cumplise 2 meses de su muerte sus republicos todos separados. No puedo olvidar esa frase del Pastor Cesar Vidal: '' DONDE SE M ETA TREVIJANO TODO ACABA COMO EL ROSARIO DE LA AURORA''

Oye Invitado, no seras tu 1 de los manteros que fue a vender los libros de Trevijano a la feria de Almeria.? No lo tomes a mal que 1 dia de lluvia y frio, buen humor debo de tener. SUERTE Y A VER SI MUCHOS LECTORES LOS LEEN LOS ENTIENDEN MEJOR QUE ALGUNOS COMENTARISTAS EN GOOGLE QUE COMENTARON QUE ERA ABURRIDISIMO E INCOMPRENSIBLE PARA LEERLO
Saludos Invitado y pedona que no sea 1 de tus lectoras en este tema. AH y lo mas importante fue, que ni Sancho Dragon ni Morante fueron a darle el ultimo a dios a Trevijabo.
Assia

PD: Ruego a la Administrcion que si lo cree conveniente mueva mi mensaje. Honestamente nunca me gusto Trevijano y su asammblea en Cordoba fue vergozosa escuchar lo que paso en publico.

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Re: FRENTE A LA GRAN MENTIRA - Antonio García-Trevijano

Mensajepor Assia » Vie 11 May, 2018 9:04 am

OS PIDO DISCULPAS: EL NOMBRE DEL ESCRITOR ES SANCHEZ DRAGO. Ufff... He tenido que buscar en GOOGLE porque no estaba segura y es: SANCHEZ DRAGO al que me refiero en mi mensaje de arriba.
Assia

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FRENTE A LA GRAN MENTIRA - Antonio García-Trevijano

Mensajepor Invitado » Lun 07 Ene, 2019 10:26 pm

Continúación del capítulo: GARANTÍA DE LIBERTAD POLÍTICA



Montesquieu también contempló la garantía de la libertad política en esa separación entre poder ejecutivo soberano (autoridad) y potencia legislativa del pueblo (potestad), que inventó la Monarquía constitucional. Era igualmente ingenioso, pero condujo en el Reino Unido a la entente corruptora de los dos poderes y, en Francia, al Terror jacobino de un comité del legislativo.

El pensamiento caótico y psicologista de Max Stirner llegó a encontrar la garantía de la libertad política en la mutua destrucción de esos dos poderes separados, «que se desgastan el uno al otro al chocar entre sí», hasta hundirse en la Nada. De donde emergería la libertad ácrata y absolutamente egoísta del yo único de mi propiedad, dueño de «sí mis- mo» (1844). La historia se encargaría luego de demostrar a qué clase de libertad condujo ese Yo único, emergido de la impotencia y de la destrucción del falso dualismo del sistema parlamentario.

El propio Montesquieu fue consciente de que el equilibrio entre poderes separados tenía el riesgo de garantizar la libertad a costa de la impotencia del gobierno. Esta vez, su respuesta fue decepcionante: «Como por el movimiento necesario de las cosas [los poderes separados], están obligados a marchar, se verán obligados a marchar de concierto.» El problema quedó planteado.

La ambición inmoral de Walpole encontró una solución provisional que se convirtió en definitiva: hacer que el soberano no tuviese más remedio que nombrar primer ministro al jefe de una mayoría parlamentaria fabricada con el poder de seducción del gobierno. La corrupción de las ambiciones unió los poderes que la rebelión liberal había separado, y fundó el parlamentarismo con gobierno de gabinete y justicia independiente, pero sin libertad política.

El problema de Montesquieu cambió de signo. El peligro de la separación de poderes estaba precisamente en su concierto. Quien lo vio primero fue Constant: «Si la suma total del poder es ilimitada, los poderes divididos no tienen más que formar una coalición, y el despotismo será sin remedio» (Oeuvres, La Pléiade, pág. 1074). Y puso su fe en la neutralidad del monarca.

Rousseau propuso garantizar la libertad política mediante la concentración de todos los poderes en la sola soberanía absoluta e indivisible del pueblo, y separando de este soberano único a su enemigo natural, el gobierno. Pero el sistema parlamentario, que realizó la concentración de los poderes en el legislativo, ha terminado por dar al ejecutivo la soberanía absoluta sobre los legisladores de lista de partidos, sobre los rectores de la justicia y los medios de comunicación financiados por el Estado.

Para evitar esos dos peligros de la división del poder, el de la impotencia y el de la concertación, la democracia representativa tomó de Montesquieu el método de la separación de poderes, y de Rousseau, el principio de que la fuente de legitimación de todos ellos habría de ser la misma. El problema está en que la potencia colectiva del pueblo no es un poder, salvo cuando se instala en el Estado. Y la democracia ha tenido que inventar cómo salir de este círculo vicioso para poder garantizar la libertad política.

La libertad política del cuerpo electoral es una «voluntad de hacer» lo colectivo, lo que los individuos aislados no pueden lograr. Con la voluntad colectiva de hacer, la libertad de acción se transforma en poder de la libertad política en el Estado. El principio de que «la unión hace la fuerza» otorga la legitimidad de lo colectivo al gobernante. Pero el poder de que es investido en el cargo estatal ya no es la suma de las fuerzas individuales de sus votantes, de su mucha o su poca inteligencia, de su moral de señores o de esclavos, sino el que otorga el monopolio legal de la violencia a los titulares de los cargos estatales elegidos. Esta transformación de la «voluntad de hacer» de los ciudadanos en «voluntad de poder» del gobernante elegido provoca el drama y el misterio de la política moderna. No en el sentido previsto por Nietzsche, de que toda clase de acción humana reproduce las condiciones y presunciones que la hacen posible, sino exactamente en sentido inverso, haciendo imposible el retorno a la voluntad de hacer, originaria y legitimadora de la voluntad de poder.

La «voluntad de poder», enquistada y fosilizada en el sistema parlamentario o de partidos, no permite que se pueda reproducir la situación inicial, con un retorno natural a la potencia de la libertad política constituyente. Y cuando el poder constituido no encuentra resistencias institucionales en otras voluntades de poder, se convierte en voluntad única del dictador o en voluntad del Yo único, patrimonializador de un Estado oligarquizado con los abusos de poder y la corrupción sistemática: en el Estado liberal (Walpole-Barras), en el Estado total (Mussolini-Hitler) y en el Estado de partidos (Andreotti

La falta de resistencia de otras voluntades de poder no proviene de una falta o de una escasez de ambiciones. Pero a diferencia de lo que sucedía en el Estado liberal clásico, donde los parlamentarios eran «notables» personalidades que dominaban y contenían la voluntad de poder del gobierno de gabinete elegido por ellos mismos, a costa de su ineficacia, en el actual Estado de partidos la voluntad de poder está espoleada por la propia Constitución de la oligarquía y su cínica ley electoral. Aquí sí se reproduce la voluntad de poder en sentido «nietzscheano».

En la voluntad de poder, alimentada por la propia disposición de las instituciones, está el gran escollo de la libertad política. Esa voluntad de poder, al no estar separada de otras voluntades de poder también institucionalizadas, reproduce los presupuestos y condiciones de la voluntad de dominación, o sea, el retorno de lo mismo a lo mismo. Sin ese retorno se rompería el inestable equilibrio del poder de la oligarquía en el Estado de partidos.

La alternancia de los partidos estatales en el gobierno implica como supuesto la ausencia de alternativa para el poder emergente de los espacios públicos libres; es decir, la falta de libertad política en el sujeto del poder constituyente, la ausencia de libertad ciudadana para la determinación del poder.

En el Estado de partidos, los ciudadanos están a merced de los gobiernos por la sencilla razón de que, teniendo las libertades públicas de carácter civil, no tienen, sin embargo, la libertad política para deponer al gobierno que abusa del poder, ni para elegir ellos mismos a los diputados que lo controlen.

El problema está en cómo garantizar que esa libertad constituyente del poder político esté siempre en manos de los ciudadanos, aunque sea de modo latente o potencial, pero protegido por las instituciones.

Los tratadistas de la teoría constitucional vieron la dificultad, pero la confundieron con la implicada en el reconocimiento del derecho positivo a la insurrección civil y en la condición inorganizada e inorganizable del pueblo-demos como sujeto del poder constituyente. Sin renunciar a la romántica ficción del pueblo soberano y titular del poder constítuyente, la teoría de la democracia está metida en un callejón sin salida.

Para ser científica, la teoría de la democracia tiene que situar la soberanía allí donde siempre se ha encontrado, o sea, en el poder ejecutivo del Estado, en el titular efectivo de la facultad dispositiva del monopolio legal de la fuerza. Mientras que ha de buscar al sujeto del poder constituyente de la democracia formal allí donde lo ha situado la historia: en el grupo constituyente de la libertad política, en el tercio lao- crático de la libertad.

De este modo, es posible afrontar con realismo tanto el problema de la impotencia o concertación de los poderes separados, que no supo resolver Montesquieu, como el problema de las situaciones de crisis de la libertad política, que Rousseau entregó a la inspiración de hombres providenciales, divinos o satánicos.

El secreto de la fórmula de la democracia está en hacer posible, de modo institucional, el retorno a la voluntad de hacer del grupo constituyente de la libertad política, en caso de conflicto o de complot entre las voluntades de poder o de una crisis de la situación.

Si se asegura el retorno a la situación original de libertad política, la voluntad colectiva de hacer vencerá siempre a las voluntades personales de poder. Esta es la ley última de la democracia y la única garantía real de la libertad política. Una ley natural del poder que se hace ley positiva de la libertad, si es incorporada a la normativa de la Constitución como expresión de la hegemonia cultural del grupo constituyente de la democracia.

Es cierto que las ambiciones de clase dan origen a voluntades de poder de clase. Y que estas voluntades de poder son más sociales que personales. Pero también es cierto que no hay voluntad social de poder que no esté interpretada, simbolizada y concretada en una voluntad personal de poder. Donde se produce la mixtificación de lo social y lo personal no es en la voluntad de poder, que se encarna siempre en las personas de la clase gobernante, sino en el proceso de formación de la voluntad colectiva de hacer. Es decir, en la opinión pública.

Por eso es decisivo, para la efectiva garantía de la libertad, que la hegemonía de la opinión pública no cese de girar en torno a las ideas culturales y aspiraciones materiales del grupo social que fue determinante de la libertad política y de la democracia.


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