FRENTE A LA GRAN MENTIRA
Antonio García-Trevijano
SEGUNDA PARTE
VI
INTRODUCCIÓN A LA TEORÍA PURA DE LA DEMOCRACIA
VI
INTRODUCCIÓN A LA TEORÍA PURA DE LA DEMOCRACIA
Una teoría es una explicación coherente de algo interesante que se ha visto y observado en la Naturaleza o en la sociedad. Hay teorías integradoras de diferentes aspectos de la realidad que explican de forma sencilla y elegante fenómenos muy complejos. Uno de ellos, el poder político, siempre ha pedido ser explicado por medio de teorías. Todas ellas han sido tributarias de su tiempo y de la naturaleza del poder que explican.
Hubo tiempos de relativa simplicidad que dieron fruto a grandes concepciones del poder político, según el número de personas que gobernasen o el principio rector de los gobiernos. Pero los tiempos cambian. Y a medida que avanza la complejidad retrocede la comprensión. Ninguna época anterior ha sido tan difícil de entender como la actual, porque ninguna otra llegó a ser tan diversa, porque ninguna antes había ofrecido tantos saberes a la reflexión del pensamiento, al saber del mundo social.
Comparada con las teorías científicas, la teoría política tiene a su favor la ventaja de que no necesita integrar en ella a las anteriores explicaciones del poder, tal como la teoría de la relatividad tuvo que dar cuenta, por ejemplo, de la teoría clásica de la gravedad. Pero tiene en su contra el enorme inconveniente de que no puede ser, como la teoría científica, un feliz producto de la acumulación de conocimientos y descubrimientos anteriores. En la historia de las ideas políticas sólo podremos encontrar un factor constante, la condición humana del poder. Todos los demás son variables. Y cuando esa constante se abandona, la teoría se hace utopía. Un género literario que se convierte a veces en la más insensata y peligrosa de las teorías.
Esa ventaja y ese inconveniente motivan que la teoría política, para ser tal, ha de presentar tres caracteres que la distingan de cualquier otro tipo de producción mental sobre la política: ser universal, original y al mismo tiempo realista. En tiempos de abrumadora información, la conjunción de estas tres cualidades en un mismo pensador es rara. No por falta de alcance histórico, talento imaginativo o capacidad de percepción de lo real, como pensaba Leo Strauss del pensamiento político actual, sino porque el agobiante peso de los saberes especiales hace dudar de la seriedad de cualquier idea que ose contradecir las estadísticas sociales o la experiencia histórica inmediata.
¿Quién se atreve a sostener ya que la libertad es una pasión de la naturaleza humana, después de tantos siglos de servidumbre voluntaria y de la experiencia fascista o comunista? ¿Cómo se sigue diciendo, sin sonrojo, que la soberanía política reside en el pueblo, cuando vemos entronizados en toda Europa los gobiernos más corruptos de la historia moderna, sin que puedan ser echados del poder si ellos no quieren irse? ¿Cómo se puede creer en la legalidad de las leyes si los jueces ordinarios no pueden revisar la constitucionalidad de las mismas? ¿Por qué se dice que hay libertad política si el pueblo no puede elegir directamente a sus representantes y a sus gobernantes?
Una teoría que no explique estas evidencias contradictorias de la opinión dominante en las «democracias» europeas no es una teoría descriptiva de la oligarquía, ni una teoría normativa de la democracia, sino una vulgar apología de los sistemas que generan crimen y corrupción, bajo secretas razones de Estado que enriquecen a los gobernantes y los eternizan en el poder.
Comencé diciendo que toda teoría es una explicación. Ahora añado que toda explicación, en materia política, o es una justificación legitimadora o una rebelión contestataria. Ante la imposibilidad cultural de justificar lo que hay, la teoría de la democracia no puede ser hoy otra cosa que una rebelión, una llamada razonable a la rebelión civilizada, en nombre de lo que puede y debe haber: libertad política y democracia.
Era una costumbre de la filosofía política del siglo XVII tratar de las pasiones del alma individual como preámbulo obligado a la teoría del Estado. Hoy no es posible concebir una teoría realista de la democracia sin contar, en el momento de su creación y en el de su proyección al futuro previsible, con el carácter egoísta y «maximizador» de utilidades, con la pasividad ante lo público de los sujetos-ciudadanos-productores-consumidores, o sea, de la clase de gente rezongona que ha de vivirla o practicarla. Sobre todo cuando se piensa, como yo pienso, que la política no es una acción social guiada por la razón universal o el comportamiento racional, sino una conducta colectiva dictada por las pasiones irracionales que levantan los procesos de identificación de las masas con las ideas y personas de poder, consideradas, por razón de imagen y propaganda, como «de las suyas».
Así, si se construye una teoría de la democracia pensando en el comportamiento egoísta o pasional de la gente, tanto mejor funcionará en la práctica si la proporción de personas altruistas o de comportamiento racional es elevada. Más vale equivocarse en este sentido que en el contrario. Las instituciones inspiradas en el pesimismo sobre la condición del poder han procurado más seguridad a los ciudadanos que los gobiernos «bondadosos».
Porque el tema de la condición humana, en una moderna sociedad estructurada socialmente por el mercado, siendo un presupuesto básico, no es en el fondo el problema de la teoría política. Su tema exclusivo es el del poder. Y dentro de la inmensa variedad de poderes sociales, sólo se ocupa del poder político, del poder que llegan a tener unas personas sobre todas, no en virtud de sus cualidades o de sus capacidades subjetivas, ni porque sean poseedoras de medios sociales de influencia o de intimidación, sino exclusivamente por la posición que ocupan en la relación de mando estatal, por el cargo o función pública que desempeñan.
La diferencia entre los poderes sociales y el poder político es de orden abismal. Este segundo tiene, como último recurso para hacerse obedecer, el monopolio legal de la fuerza física, de la coacción legal y de la intimidación social. Esto lo hace muy peligroso. Pero también tiene, como primer recurso para hacerse apoyar y sostener, la posibilidad de beneficiarse a sí mismo y a sus partidarios con el dinero de todos, y con el monopolio de la distribución de cargos, honores y distinciones oficiales. Esto lo hace sumamente seductor.
Por ser tan peligroso y tan seductor, el poder político, sea cual sea su naturaleza, tiene siempre muchos partidarios. Son ellos los que, para justificar su adhesión o su conformismo, atribuyen a las personas encaramadas en el Estado, con razón o sin ella, ideas y cualidades ventajosas para todos. Y en la «euforia del poder» que embarga a los que se le aproximan, el Estado de los países mediterráneos encuentra su más sólido fundamento.
El poder tiene necesidad de recibir esas alabanzas. No como todo el mundo, por la satisfacción que produce en la propia estimación la estimación ajena, sino porque la propagación de esas alabanzas le permite durar en la posesión del Estado, sin tener que poner un policía al lado de cada ciudadano. De esta manera, haciendo la función de policía espiritual, nacen las ideologías del poder.
Toda la teoría política clásica, salvo el pensamiento utopico, ha sido una continua elaboración de ideologías del poder y del Estado. En consecuencia, la rebelión de la teoría política se produjo como reflexión sobre la naturaleza del poder, sobre la intensidad y extensión de su campo gravitatorio. En virtud del principio de intensidad, el poder de mayor peso atrae y atrapa en su órbita a todos los demás poderes, sociales o individuales. En virtud del principio de extensión, el poder único, por su intensidad, sólo se detiene en la frontera territorial con otro poder de análoga potencia. La unión de estos dos principios, en una persona o en un colegio de personas, se llama soberanía.
La rebelión contra la teoría política tradicional sólo podía consistir en una rebelión contra la soberanía. La falsa rebelión deja intacta la soberanía y cambia de soberano. A este tipo de seudorrebeliones hemos dado en llamar revoluciones. Y no está mal el término escogido. Porque al final de las mismas volvemos a estar en el mismo sitio de subordinación planetaria, respecto al astro soberano que sustituyó al Rey Sol. Los ejemplos de Robespierre y Napoleón en la Revolución francesa, y los de Stalin y el Politburó en la Revolución rusa, ilustran la paradoja de los revolucionarios. Reemplazan el odio a las viejas tiranías por la adoración a nuevos tiranos.
La verdadera rebelión contra la soberanía absoluta -la del rey, la de una Asamblea de representantes o la de un comité de partido, da lo mismotenía que proponerse eliminarla o trocearla en poderes iguales para que no pudiera haber uno que fuera ya soberano. El afán liberador de la soberanía fue la causa final de la acción y la teoría anarquistas. El propósito divisorio del poder fue la causa eficiente de la acción y de la teoría democráticas.
Pero la opción anarquista, irreprochable en el terreno de las ideas, olvidó el presupuesto elemental de la condición humana. Los artesanos, unos individuos autónomos en su profesión y en su carácter, por el dominio de su oficio, creyeron que toda la Humanidad debía ser como ellos, y que ésta sería feliz si se suprimía toda forma de poder político o de autoridad soberana.
No pensaron que, aparte de los diversos intereses y caracteres adquiridos por el condicionamiento social y la tradición, hay en todas las personas una distinta propensión, probablemente de origen genético, a mandar o a ser mandado. El anarquismo no es una teoría realista. Es una utopía sin lugar en la historia de los hombres. La creencia de que hubo una época prehistórica de anarquismo primitivo ha sido desmentida por la investigación antropológica de la escuela de Cambridge. Los fundadores de esta ciencia confundieron, en sus primeras observaciones etnológicas, la falta de signos vi sibles de autoridad, en ciertos pueblos matrilineales o gentilicios, con la falta absoluta de autoridad.
No quedaba, pues, otra opción para liberarse de una soberanía única e indivisible que la de dividir y separar los poderes del Estado, estableciendo entre ellos un equilibrio de poder muy parecido al que la soberanía territorial produce entre Estados vecinos de parecida potencia. Milton y Locke lo atisbaron.
Pero la rebelión de la moderna teoría política comenzó con una pequeña frase de Montesquieu. Después de afirmar que la libertad política sólo se encuentra en los gobiernos moderados donde no se abusa del poder, añadió: «Pero es una experiencia eterna que todo hombre que tiene poder se inclina a abusar del mismo; él va hasta que encuentra límites... Para que no se pueda abusar del poder hace falta que, por la disposición de las cosas, el poder detenga al poder» (El espíritu de las leyes, libro XI, cap. IV).
Y para que el poder detenga al poder es necesario que ninguno de ellos pueda prevalecer o preponderar sobre el otro, que ninguno sea soberano. ¡Qué lejos está Montesquieu de Locke! ¡Qué avanzado con relación a su época! La Revolución inglesa había separado el poder ejecutivo, prerrogativa del monarca, del poder legislativo conquistado por el Parlamento, pero dando siempre a este último la preponderancia sobre aquél. Montesquieu encuentra la libertad política en el equilibrio del poder, en la balanza de poderes. Los rebeldes colonos de América escucharon la moderna voz de Montesquieu. Los revolucionarios franceses, la antigualla de la teológica voluntad general y de la soberanía popular de Rousseau.
La teoría de la democracia ha sido ajena a un quehacer, como el europeo, fascinado por la soberanía. Los colonos rebeldes de Norteamérica inventaron la democracia para no tener que vivir atemorizados o inseguros ante la soberanía ilimitada de un Parlamento, como el inglés, que no sólo les negaba la igualdad de trato con los ciudadanos de la metrópoli, sino que había osado proclamar que la mayoría podía aprobar cualquier ley que estimara conveniente. La teoría de la democracia nace para impedir la soberanía del Parlamento, es decir, la soberanía de la mayoría.
Cuando la Monarquía constitucional sucumbió y dio paso al sistema parlamentario basado en la soberanía popular, tanto en el Reino Unido como en las Repúblicas del continente, se extendió la rara creencia de que ya no era necesario limitar el poder político, porque al emanar éste de la voluntad popular había dejado de ser peligroso para el pueblo. Limitar la soberanía ilimitada de los Parlamentos, de las mayorías surgidas del sufragio universal, les parecía tanto como atentar a la soberanía del pueblo.
En la cuna del parlamentarismo todavía se oía decir a hombres de Estado, en fecha tan avanzada como 1885, estas lindezas que la opinión liberal aprobaba: «Cuando el gobierno estaba representado únicamente por la autoridad de la Corona y los puntos de vista de una clase determinada, puedo comprender que el primer deber de los hombres amantes de la libertad fuese restringir aquella autoridad y limitar los gastos. Sin embargo, todo ha cambiado. Ahora el gobierno es la expresión organizada del deseo y la voluntad del pueblo, y bajo tales circunstancias debemos dejar de considerarle con recelo. El recelo es producto de épocas pretéritas, de circunstancias que han desaparecido hace tiempo. Hoy nuestra tarea consiste en extender sus funciones y ver de qué manera puede ampliarse útilmente su actuación» (Joseph Chamberlain, discurso de 28 de abril en el club Eighty).
Se equivoca Hayek, de quien tomo la anterior cita, cuando afirma que «la democracia probablemente engendra más libertad que otras formas de gobierno». Ninguna forma de gobierno puede engendrar libertad. Es la libertad la que puede engendrar gobiernos. Y la libertad no garantiza que los gobiernos engendrados por ella se porten después como liberales, dictatoriales o democráticos. La democracia no engendra más libertad. Pero sí garantiza, por la disposición particular que establece entre los poderes, que se mantenga la que permitió esa ingeniosa forma de gobierno. Un gobierno no engendra más libertad que la que él otorga, es decir, una libertad que él mismo u otro gobierno puede cancelar.
Y se equivoca aún más cuando añade: «Aunque en una democracia las perspectivas de libertad individual son mejores que bajo otras formas de gobierno, no significa que resulten ciertas. Las posibilidades de libertad dependen de que la mayoría la considere o no como su objetivo deliberado. La libertad tiene pocas probabilidades de sobrevivir si su mantenimiento descansa en la mera existencia de la democracia» (Los fundamentos de la libertad, U. Editorial, Madrid, 1991, pág. 133). ¡La libertad dependiendo de la mayoria y no de la democracia!
Bien se ve en este texto la profunda confusión de Hayek. Donde se instaló la democracia, la libertad ha sobrevivido. Donde se estableció el sistema parlamentario liberal o la Gran Mentira de la democracia, la libertad ha sucumbido en todas partes, salvo en el Reino Unido. El prejuicio intelectual creado por la Gran Mentira es tan fuerte que, incluso en los mejores exponentes del pensamiento liberal, hace decir cosas o ideas desacreditadas por quien más autoridad tiene para hacerlo: los hechos históricos.
Todas estas confusiones se producen, por razones ideológicas más o menos conscientes, porque no hay una teoría de la democracia política que las evite en los espíritus exigentes. Para ser tal, una teoría es antes que todo un deslindamiento, una fijación de límites. Un punto de partida y un punto de llegada. Sin deslindar el terreno que se propone pisar, es imposible evitar la confusión en la teoría de la democracia.
La democracia política es un sistema social de distribución del poder. Y antes de que la teoría emprenda la búsqueda de la unidad elemental, si es que existe, de donde parta el desarrollo del sistema, hay que desbrozar y limpiar el camino de todo aquello que, sin ser propio de la democracia, se le parece o está adherido a su concepto vulgar. La libertad política se parece mucho, pero no es lo propio de la democracia. Lo propio de ella es conservarla.
Pero no nos adelantemos al inicio de la teoría de la democracia. Estamos todavía en su introducción, es decir, en esa previa labor profiláctica que consiste en despejar de impurezas vecinas la mesa de operaciones, antes de intervenir, con la mayor asepsia ideológica posible, en la materia investigada. Una introducción histórica y literaria a la teoría de la democracia debe llevarnos limpiamente hasta sus puertas. Para que una vez cruzado el umbral podamos encontrarnos en el punto de arranque, donde Montesquieu la dejó, sin el lastre ideológico que ha ido acumulando desde entonces.
Para alcanzar ese objetivo no basta con haber separado la teoría de la democracia de la teoría de la libertad. También hay que separarla de la teoría general del poder político. No porque ella no sea una forma específica de ese tipo de poder, sino porque no se ocupa de los atributos del poder, que es la obsesión europea por el principio de autoridad. En el fondo, la democracia es una teoría formal del poder y una teoría sustancial del contrapoder, como barrera contra las injerencias del Estado en la esfera de los derechos humanos. Contra la doctrina liberal, la teoría de la democracia emerge con la fundación constitucional del derecho político de las minorías y de los derechos personales. Hablar de soberanía limitada del legislativo es reconocer que ya no es soberano, que la mayoría de los representantes no es soberana.
Para garantizar estos derechos, para impedir que el Parlamento pudiera abusar del poder de la mayoría, hacía falta tomar dos tipos de precauciones, que son la sal y pimienta de la democracia y que el condimento liberal no tiene: que el poder ejecutivo del Estado, el gobierno, no estuviese a las órdenes de la mayoría parlamentaria, como es preceptivo en el gobierno parlamentario de gabinete; y que los jueces ordinarios pudiesen suspender la aplicación o declarar la nulidad de las leyes que conculcaran principios constitucionales.
Lo primero se consigue haciendo que el gobierno no dependa de la confianza del Parlamento. Lo segundo, haciendo que la función judicial necesite de la confianza popular. El medio adecuado para obtener la independencia del gobierno frente a los demás poderes es la institución del presidencialismo, o elección directa del jefe del ejecutivo. El modo de asegurar la independencia judicial es la inamovilidad de los jueces y la institución del jurado. Con la división y separación de poderes se destroza la soberanía y ninguno de sus trozos es ya un poder soberano.
Ésta fue la gran obra de filosofía política escrita en las páginas de la historia por los colonos anglosajones que se rebelaron contra Inglaterra y su sistema liberal parlamentario. Ésa fue y es la única democracia que conocemos. Y si observamos la naturaleza de las dos innovaciones técnicas que introdujo en la forma liberal del gobierno parlamentario, caeremos en la cuenta de que son la versión republicana y popular de las dos prerrogativas de la Corona en la Monarquía constitucional: el derecho de nombrar al ejecutivo y a los jueces, y el de poner un veto suspensivo o definitivo a las leyes de la Asamblea.
En cambio, la democracia en Europa tuvo una mala madre. No cuidó el embarazo democrático que llevaba en sus entrañas la Revolución francesa. Y cuando el rey fue procesado, adelantó el parto y provocó el aborto de la criatura para poder proclamar a la nación heredera de la soberanía absoluta. La República absoluta tomó posesión de todo el espacio público y concentró en la soberanía nacional todos los poderes que antes tenía la Monarquía absoluta. Esa mala madre, ambiciosa y dogmática, celosa de los poderes y prestigios ajenos, pretenciosa de gloria y carente de virtud, fue, naturalmente, la Asamblea Nacional de representantes, aquella que rompió el mandato imperativo de los electores; la Constituyente, la que inventó la mentira del secuestro de la familia real, por miedo a declarar la República, cuando aquélla huyó a Varennes; la Convención regicida, la que acusó, instruyó el proceso, juzgó, condenó y ejecutó a Luis XIV. La que confundió en ella todos los poderes, contra la advertencia de Saint-Just. «Dividid el poder, si queréis que la libertad subsista», que el mismo pisoteó.
Y de esa mala madre, de ese imprudente, confuso y torpe origen, proceden tanto la peligrosa doctrina liberal de la soberanía parlamentaria como esa Gran Mentira ideológica con la que se cubren todos los hijos bastardos de la oligarquía que gobierna, bajo el nombre de la democracia, en el Estado de partidos. La Revolución francesa produjo el aborto de la democracia en Europa, sacrificando la libertad política en aras de la soberanía única e indivisible de la Asamblea Nacional.
La búsqueda de la democracia social se antepuso, desde 1848, a la de la libertad política. Stuart Mill ahonda la confusión de Tocqueville («Sucede a veces que la extrema libertad corrige los abusos de la libertad y que la extrema democracia previene los peligros de la democracia»), al pedir diques antidemocráticos: «Debería haber en toda Constitución un centro de resistencia contra el poder predominante, y por tanto en una Constitución democrática un medio de resistencia contra la democracia.»
La política democrática en las medidas de gobierno, es decir, la democracia social, suplantó a la democracia política en la forma de gobierno. Y por ese camino desviado caminamos todavía, tras haber comprobado con terribles experiencias de revoluciones de la igualdad que sin garantía institucional de libertad todo el horror concebible es ya técnica y moralmente posible.
La constitución del Estado de partidos al término de la guerra mundial ha empeorado el régimen político de los países europeos. A la antigua Gran Mentira de llamar democracia a los sistemas parlamentarios se ha sumado otra mentira aún más flagrante: la de llamar sistema parlamentario a un régimen de poder que ha perdido su anterior carácter representativo de los electores o la sociedad civil, junto a la teórica soberanía del legislativo sobre el ejecutivo.
El sistema electoral según el criterio proporcional ha dado la vuelta a la teoría liberal del parlamentarismo. Son los jefes de partido los que nombran a los legisladores y a los puestos de control de la judicatura, haciéndose elegir presidentes del gobierno en las elecciones legislativas, como si se tratara de elecciones presidenciales. Los diputados de lista tienen que obedecer la voluntad de quien los incluye en ella. El legislativo no es ya un poder, ni una autoridad. Sólo es apéndice decorativo y funcional de la soberanía legislativa del poder ejecutivo. Y los magistrados superiores, ya de por sí atrincherados en una mentalidad de funcionarios del Estado, son designados por los jefes de partido para evitar la menor veleidad de independencia.
El crimen sigue así a la soberanía como la sombra al cuerpo. Donde hay soberanía de lo que sea, de alguien o de algo, no puede haber democracia. Y donde no hay democracia hay impunidad para la deshonestidad de los poderosos. Así como el humo denuncia el fuego, el crimen de Estado y la corrupción de los gobernantes denuncian la falta de democracia.
Pero esta doble mentira, la de llamar sistema parlamentario al poder incontrolado de los gobiernos de partido o de coalición mayoritaria, y llamar democracia a la oligarquía de partidos, por ser la verdad oficial del poder establecido en el Estado, está sostenida por un consenso universal.
No es difícil definir a la democracia sustantiva, a la democracia política, por sus reglas para la formación, cambio y destitución de los gobiernos; para el control del poder ejecutivo; para la elaboración independiente de las leyes; para dar independencia a los jueces; para garantizar los derechos y libertades del ciudadano y de las minorías; para preservar ciertas esferas de autonomía de la sociedad frente al Estado; para revisar, en fin, la Constitución.
No es posible, en cambio, definir la democracia social, el grado de la igualdad de condiciones que un pueblo necesita tener para ser llamado democrático. La democracia social puede llegar a ser una pauta de legislación orientada hacia la justicia social, pero jamás una forma de gobierno. La igualdad de derechos, la igualdad de los ciudadanos ante la ley no tiene la misma naturaleza que la igualdad de oportunidades. Aquélla se garantiza; ésta, no.
Si todas las democracias son liberales, si en todas ellas existe una misma clase de mercado, ¿por qué se sigue llamando igual a un sistema con separación de poderes y a otro que no la tiene?, ¿por qué se llama igual a un sistema representativo y a otro de integración no representativa?, ¿por qué se sigue confundiendo la definible democracia política con la indefinible democracia social?, ¿por qué se incluyen en los sistemas democráticos las oligarquías formalmente reinantes en el Estado de partidos?
Todavía se siguen estudiando y citando como fuentes de autoridad las ideas de derechas o de izquierdas de grandes pensadores que, no obstante, están contaminadas por la necesidad de propaganda de la guerra fría. Estas ideas tienen de común, salvo en contadas excepciones, considerar a la democracia como algo más que un conjunto de instituciones y de reglas para elegir y deponer gobiernos, para garantizar los derechos humanos y la libertad de acción política de las minorías. Se quiere ver además, en la democracia moderna, un tipo de sociedad, un sistema de valores, un modelo de civilización, una cultura. En resumen, una forma de sociedad y no solamente una forma de gobierno.
C. B. Macpherson defiende la necesidad de mantener, por realismo, esta doble dimensión, política y social, en la definición de la democracia. Pero no se trata de un problema de realismo, sino de la perversa intención de considerar democracias a los sistemas oligárquicos o burocráticos que se dotan de legislación social igualitaria. ¿Acaso se hubiera hablado jamás en Occidente de democracia social si no hubiera existido el peligro comunista y el contraste con las «democracias socialistas»? ¿Acaso puede hablarse con sentido de democracia social sin que exista una democracia industrial?
Es cierto que desde Stuart Mill a Milton Friedman, pasando por Dewey y la socialdemocracia, se ha entendido la democracia «como una calidad que impregna toda la vida y todo el funcionamiento de una comunidad nacional». Pero todos esos autores tenían poderosas razones ideológicas para no separar la democracia política de la social, aunque fuera al precio de no poder definir, así, ni a la una ni a la otra. ¿Quién osaría definir esa misteriosa «calidad que impregna» la vida de un pueblo para hacerlo democrático?
Mientras se siga hablando, como Macpherson, de democracia liberal se está reconociendo implícitamente que existe o puede existir una democracia socialista. Mientras se sigan incluyendo en el concepto o en la teoría de la democracia los valores igualitarios que inspiraron en el pasado, o puedan inspirar en el futuro, las leyes sociales de asistencia estatal se estará dignificando y amparando con títulos de nobleza política a las oligarquías partidistas que gestionan, en su favor, el Estado de bienestar.
Mientras se siga considerando que los valores culturales idóneos al desarrollo de la personalidad deben seguir incluyéndose en la definición de la democracia, habrá de admitirse que estos valores son los mismos que llevan, en las «democracias» del Estado de partidos, al secreto y a la razón de Estado, a la corrupción generalizada y al crimen de Estado, al hedonismo, al cinismo, al paro y a la irresponsabilidad ecológica, que caracterizan hoy a la cultura dominante en las llamadas democracias liberales.
Pero una cosa es que la democracia no sólo sea un medio, un método de gobierno, una regla para tomar decisiones colectivas, sino un fin en sí misma como garantía de la libertad, cosa que pienso contra la opinión de los Schumpeter, Hayek y compañía, y otra de muy distinto alcance pretender que ese método formal sea un mecanismo técnico de carácter neutro y sin trascendencia moral para los individuos y sociedades que lo adoptan.
No hay regla o método que sea neutro o indiferente, como medio instrumental para alcanzar el fin perseguido. Y bien mirado cómo funcionan las cosas sociales, las formas emanan de la materia y condicionan a las sustancias. Y cuando la libertad es el fondo, sus formas son las únicas evidencias a las que puede acogerse el oprimido. Todo lo que no es forma es conciencia a solas con ella misma. Por ello dijo Constant que «las formas son las divinidades tutelares de las asociaciones humanas».
Es verdad, como se ha dicho, que nadie se echa a la calle para obtener la reforma del sistema electoral, aunque en otros tiempos se hiciera (en París, bajo el Directorio, por citar un ejemplo famoso). Pero, aparte de que esos fenómenos de indiferencia popular ante cuestiones decisivas de la política petenezcan al ámbito de la ignorancia o de la conciencia de la inutilidad del esfuerzo, el hecho de atender a los motivos de movilización de las masas, para conocer lo que interesa a la democracia, llevaría al absurdo de tener que incluir en la definición de la misma esos valores culturales que hacen indignarse a las multidudes, a veces incluso con violencia, por decisiones administrativas que desplazan de ciudad unos archivos históricos o a los equipos de fútbol de una categoría a otra, o reducen el tiempo de las becerradas.
Las reglas técnicas de la democracia tienen tanta trascendencia moral y educativa para el mundo político como las reglas de urbanidad y los buenos modales la tienen para el mundo social. La juventud suele despreciar las normas de cortesía porque las encuentra vacías de contenido sentimental o moral, y sólo ve en ellas la hipocresía social de los adultos. No conoce el origen inteligente ni la sabiduría moral que encierran. Ignora los miles de años de errores y desastres a los que esas normas y máximas, ciertamente devenidas hipócritas, han dado respuestas adecuadas.
En momentos límite, una buena educación ofrece el consejo o la conducta que ni la más calculadora de las inteligencias podría hallar en tan poco tiempo. Las breves máximas extraídas de largas experiencias eran, para Quevedo, pequeños evangelios. La cortesía aborta los conatos de violencia instintiva. Del mismo modo, no hay mejor escuela para la educación sensible y la inteligencia moral del pueblo que la del aprendizaje cultural derivado de las reglas técnicas de la democracia política, unidas a la publicidad absoluta, sin excepciones, del juego y de las jugadas del poder.
Entre todos los efectos morales y culturales que se desprenden de las reglas procedimentales de la democracia formal (no de la campechanía en el trato social que hizo decir a Tocqueville que «muchas personas se avendrían gustosamente a los vi cios de la democracia si pudieran soportar sus modales») hay uno de valor trascendental que ilustra y educa políticamente a todo el pueblo. Me refiero naturalmente al principio que Kant elevó a categoría de justicia en las acciones relativas al derecho de otro, a la máxima de la publicidad en el proceso de adopción de decisiones por la autoridad. En la libertad de expresión y en la publicidad de los móviles y causas de los actos de poder, «sin ocultar nada de lo que se relaciona con el gobierno», como ordenó el emperador Juliano (Ibsen), está el aprendizaje de la política por las masas en los pueblos democráticos.
Pero, desbrozado el camino de las confusiones, todavía debemos reflexionar sobre la clase de análisis que nos proponemos hacer, antes de cruzar el dintel de la puerta de entrada a la teoría. Había dicho antes que la teoría política debe ser realista. Eso no quiere decir que tenga por objeto describir la realidad, sino que su concepción debe estar basada en una percepción correcta de las posibilidades que tiene de hacer deseable, para la gran mayoría social, ponerla en práctica, realizarla. «Pensamientos buenos no son mejores que sueños buenos, a no ser que se ejecuten» (Emerson).
Una teoría de la democracia será realista si sus prescripciones son realizables, sin necesidad de traumatismo social. Si, y sólo si, no requiere acciones heroicas de los individuos, y puede ser emprendida sin riesgo para las situaciones sociales. La necesidad de virtud o de heroísmo en los ciudadanos define a un régimen de incapacidad política. Esto no quiere decir que se deba aceptar, como factor invariante, la condición infantil del homo politicus actual, descrita en la teoría competitiva de las elites que elaboró Joseph Alois Schumpeter, en 1942. Tenía que ser un economista, colocado en la senda de las acciones irracionales descritas por Pareto, quien desechara la fundamentación de la democracia en conceptos tan imprecisos, rancios y metafísicos como los de voluntad general, imperio de la ley, igualdad de derechos, soberanía popular o Estado de Derecho. Eso fue, sin duda, un avance científico.
Para Schumpeter, aunque el hombre moderno no se encontrase en medio de partidos políticos que le influyeran, y cualquiera que fuese su nivel de instrucción, «desde que se mezcla en la política, regresa a un nivel inferior de rendimiento mental. Discute y analiza los hechos con una ingenuidad que él mismo calificaría de pueril si una dialéctica análoga le fuera opuesta en la esfera de sus intereses reales. Se vuelve un primitivo. Tal degradación intelectual entraña consecuencias deplorables».
Esta teoría describe con inteligente cinismo el funcionamiento del sistema político estadounidense. Mientras la mano invisible del mercado equilibra y ordena el caos infinito de las acciones de agentes calculadores de su egoismo (homo oeconomicus), la mano visible de las elites políticas, disputándose entre sí el favor de los electores, compite por el poder y pone orden en el mundo político mediante la acción de agentes sentimentales de su imbecilidad (homo politicus). ¡Qué belleza!
Pero el realismo descriptivo de la teoría de Schumpeter, además de ser justificativo y apologético de la sociedad política de Estados Unidos, y de no ser aplicable a los Estados de partidos en Europa, no está exento de las contradicciones que han invalidado en la realidad económica la teoría liberal del mercado de consumidores, a cuya imagen y semejanza se ha construido el modelo elitista y pluralista de la democracia, como equilibrio entre la oferta y la demanda de mercaderías políticas. La soberanía del consumidor y la autonomía de la demanda hace tiempo que están desmentidas en la teoría económica. Sobre todo desde que el actual Estado de bienestar, junto a las grandes organizaciones empresariales y sindicales, interviene en el mercado con mayor incidencia en los precios que la propia ley de la oferta y la demanda.
Trasladada esta ley al campo de las mercaderías políticas, donde opera a sus anchas el oligopolio de los partidos, es inadecuada para explicar la democracia, aunque sea certera como explicación del funcionamiento liberal de las oligarquías. La teoría de las elites competitivas trata al infantilismo político del ciudadano típico como si fuera un factor independiente de las instituciones que lo infantilizan.
La sustitución de la teoría política, que es una filosofía del poder, por la ciencia política, que en el mejor de los casos es una rama de la sociología del poder, descriptiva de la realidad y no de sus apariencias formales o jurídicas, puede tener una justificación, y no sólo académica, en Estados Unidos. Allí interesa conocer cómo funcionan de hecho las instituciones de la democracia formal, porque ésta existe de derecho. Trasladar a nuestras Universidades los resultados de la investigación conductista emprendida por la ciencia política estadounidense no sólo es una extravagante aventura intelectual, sino sobre todo un verdadero fraude ideológico para los estudiantes europeos.
Cuando allí se habla de oligarquía para describir cómo funciona el sistema político de Estados Unidos, se describe un fenómeno de poder social. En cambio, cuando aquí se habla de oligarquía se está describiendo un fenómeno de poder político, consagrado en los textos de las Constituciones y materializado en las instituciones del Estado de partidos y en sus leyes electorales.
Para conocer la vida política norteamericana no es inconveniente estudiar las investigaciones de la ciencia política. No se puede saber si allí reina una «clase política», una «clase gobernante» o una «clase dirigente» de carácter oligárquico, sin consultar a los pacientes especialistas que se han ocupado de desvelar el misterio de la concurrencia de las tres palabras «C», Consciencia, Coherencia y Concertación, en las elites de poder de la gran República de Estados Unidos.
La Consciencia de pertenecer a la oligarquía política, económica y cultural que dirige el país ha sido bien confirmada. Como también lo ha sido la Coherencia de los grupos elitistas en sus criterios políticos de actuación. Donde está el problema es en probar que también existe entre ellos Concertación para decidir los gobiernos y sus programas. La izquierda cree que sí y habla de oligarquía. La derecha cree que no y habla de poliarquía. Pero nadie duda allí, y yo tampoco, de que la forma de gobierno, su Constitución, sus instituciones políticas y las reglas del juego son democráticas. Así hay que entender la comparación de Chesterton en Luces sobre dos ciudades: «La gran virtud de América es que, pese a su industria y energía, a Edison y a la electricidad, a Ford y a sus fords, a la ciencia, a la organización y a su espíritu de empresa, sigue siendo democrática; no tal vez en sentido literal, sino en el sentido moral: sus hijos son demócratas.»
Nuestra situación es por completo diferente. Aquí no tenemos democracia, ni en la superficie de las formas ni en el fondo de la conducta política. Nuestro orden constitucional tiene nombre propio. Se llama oligarquía o, en expresión de Tucídides, «fisonomía oligárquica». La oligarquía política, con libertades civiles e igualdad ante la ley, salvo por razones de Estado, es una forma bastante estable de gobierno. Y dio personalidad a las Repúblicas de Suiza y de Venecia admiradas por Rousseau.
Normalmente se constituyen por degeneración de Monarquías o Repúblicas absolutas, en un proceso de concordia y reparto del poder entre los huérfanos del príncipe soberano y los símbolos de oposición al absolutismo. El consenso y la tolerancia tienen, en esta forma de soberanía oligocrática, la misma función que el honor en las Monarquías absolutas o la virtud en las Repúblicas democráticas. Y las tres «C» aparecen con nitidez formal en el Consenso, la Constitución y la Conspiración para enriquecerse y delinquir por ocultas y falsas «razones de Estado».
La transición española no ha sido original. Aunque sus hábitos sociales reproducen la degeneración del Directorio de Barras, ha seguido el modelo de las Monarquias que aliaron el absolutismo con el radicalismo. Lo característico de este tipo de consenso es hacer abrazarse a dos sinrazones. Cada parte se presenta ante la otra en virtud de una razón, absolutista o radical, que ya no tiene. Es más, cada una admira sin confesárselo la razón perdida por la otra. Y para dar la impresión de que se comprenden, y de que se olvidan las animosidades, la parte absolutista actúa como radical (Suárez) y la parte radical como absolutista (Felipe González).
En el siglo XIX, la alianza del absolutismo con el radicalismo produjo oligarquías políticas de carácter liberal en muchos países europeos. Pero como el moderno concierto de los oligarcas no podía ser liberal y no quería ser democrático, la oligarquía resultante del consenso tuvo que ser integradora.
Por ello se reconoció a los partidos la misión constitucional de integración de la voluntad política que ya habían realizado los oligarcas en su pacto de reparto secreto. La función integradora que las Constituciones dieron a los partidos sustituyó a la representación política del viejo liberalismo. Y bajo el nombre de democracia nació un nuevo régimen político de «fisonomía oligárquica», de carácter tolerante y corrompido, que es la esencia misma del Estado de partidos
No parece fácil de explicar que esta Gran Mentira no haya sido destrozada, intelectual y moralmente, por el pensamiento de la izquierda europea. Sobre todo por la llamada «teoría crítica» de la escuela de Frankfurt, que tanto contribuyó, con sus análisis de la dominación cultural y tecnológica, y de la alienación del hombre unidimensional, a la gran rebelión de los jóvenes del 68. Pero la teoría crítica no lo fue en el terreno político. No es disculpable que habiendo llegado a identificar la razón del capitalismo con la del fascismo, confundiera la democracia con el liberalismo. La teoría crítica aceptó de forma acrítica la mentira de la democracia liberal. Y esto explica la incapacidad del movimiento del 68 y del feminismo para cambiar, en sentido democrático, las instituciones políticas del Estado de partidos.
Jürgen Habermas no pasa hoy de la obviedad. La opinión pública liberal, la existente en sistemas políticos representativos, tenía una carga crítica sobre la política estatal que ha desaparecido en la opinión pública integradora, correspondiente al Estado de partidos. No se percató de que la causa está en la ausencia de representación de la sociedad civil, que se produce en el sistema electoral proporcional. La teoría crítica no desmontó la falsedad teórica de la «democracia liberal» y fortaleció la Gran Mentira.
Una opinión muy extendida considera que la línea divisoria entre la teoría liberal y la teoría democrática está en la repugnancia doctrinal de la primera a la intervención del Estado en la vida económica o cultural de la sociedad. Pero esta errónea creencia, que puede servir para distinguir a la derecha de la izquierda liberal, ignora tanto el liberalismo social de los Green, Hobhouse, Dewey y Keynes, como la indiferente neutralidad de la democracia institucional respecto a las alternativas concretas de gobierno. La democracia en Estados Unidos es la misma antes y después del Estado interventor de bienestar.
La teoría de la democracia no entra en este debate. Aparte de que el Estado, como nos enseñó Max Weber, no se puede definir por sus funciones, la democracia debe asegurar la libertad política y el control de los gobernantes, sea cual sea la naturaleza íntima del Estado y la extensión de sus funciones empresariales.
Y aunque la praxis política sea categóricamente diferente de la práctica moral no instrumentable, eso no da pie a una filosofía civil, como la de Oakeshott, para negar el carácter facultativo (empresarial) de la acción política. El Estado no es asociación moral, a pesar de la autoridad moral de la «República» y de la libertad de crítica a sus reglas constitutivas, porque no es una asociación voluntaria.
La validez de una teoría sobre la democracia se mide por su utilidad para comprender la naturaleza oligárquica del Estado de partidos, y por su capacidad para impulsar la libertad de acción de los ciudadanos hacia la libertad política. Por ello, no hay que dar demasiada importancia a las cuestiones de método, que obsesionan y paralizan en la esterilidad intelectual a tantos investigadores de la ciencia política.
La reflexión que ahora comienza no es una revisión crítica del pensamiento democrático fuera de su contexto histórico. La historia de las ideas sigue siendo historia. Tampoco será una clarificación del vocabulario político, al modo de la filosofía analítica, porque en el lenguaje vulgar está ya introducida la confusión ideológica sobre la democracia. Ni construirá, en fin, un modelo formal del proceso democrático, al modo de la teoría económica, porque los emotivos agentes políticos no son actores racionales conscientes de su interés.
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