Siempre con la razón
ARCADI ESPADA
NO DEBE extrañar a nadie el ataque de matones islámicos contra la Biblioteca de Alejandría. Desde el inicio de la primavera árabe la biblioteca fue uno de los objetivos de la presión islamista. Los Hermanos Musulmanes criticaban los programas culturales porque incluían ballet, música y teatro. Se quejaban de que hubiera libros de Salman Rushdie. Y páginas con desnudos. Y encontraban particularmente intolerable al director, Ismail Serageldin: un hombre que años antes había retirado Los Protocolos de los Sabios de Sión de una exposición en otra biblioteca con el supremo argumento de que era mentira. Los Hermanos, en consecuencia y con su habitual gravedad, habían propuesto que la biblioteca se transformara en mezquita.
No son extrañas las piedras de ayer ni las sucias campañas de anteayer. La reconstrucción de la Biblioteca de Alejandría fue una de las estrellas de la modernidad despótica de Mubarak. La mayor biblioteca del mundo árabe. Uno más de los proyectos occidentalizadores de Egipto, pagado a medias por el gobierno y la Unesco. Un símbolo de ilustración y de ecumenismo: si durante siglos cristianos y musulmanes se echaron en cara la responsabilidad de haber quemado la biblioteca antigua, ahora no habría ninguna duda de que iban a colaborar en la reconstrucción.
Ayer rompieron algunos cristales de la biblioteca y es lógico pensar que solo la protección del ejército evitó males mayores. Ese mismo ejército que dejó ciento cincuenta muertos en las calles al acabar con los campamentos de partidarios del depuesto presidente Mursi. Es decir, el inquietante problema. ¿Qué sucede, y sobre todo, qué me sucede, aquí sentado, a 23 grados, luz filtrada, té frío e internet de 100 megas cuando los golpistas defienden lo mío, Rushdie, los desnudos y hasta las pirámides, sobre las que nunca tuve excesivo link hasta que me enteré que los Hermanos quieren destruirlas porque son edificios paganos? Lo ideal, naturalmente, sería lo contrario. Algo así como en Irán. Que los matones islámicos estuvieran en el gobierno: ¡qué briosos manifiestos brotarían, y yo el primero, en defensa de la cultura, la libertad, el laicismo! Pero el peligroso problema, quién habría de decirlo, es tener a un tiempo la fuerza de la razón y la razón de la fuerza. Dado lo cual me digo sabiamente que ni con unos ni con otros, que yo siempre con la razón. Y me voy a dar un paseo, que se ha levantado la brisa del crepúsculo y están las calles muy tranquilitas y muy buenas.