Desde el disgusto de sus padres cuando se marchó de casa para vivir con uno de sus profesores hasta el día en que conoció a Felipe o su tenso encuentro con la reina Sofía. Los momentos clave que han marcado la vida de Letizia y que muy pocos conocen.
Otoño de 2003. Los campos asturianos se diluían en un atardecer color tabaco mientras el delicioso aroma de las manzanas recién cogidas invadía la casita de Menchu del Valle, en Sardéu. Letizia acababa de llamarla y le había dicho con ese tono apresurado y nervioso que era su marca de fábrica: “Abuela, voy a ir con mi chico y quiero que lo conozcas”. Menchu sonrió porque Letizia, después de su malogrado matrimonio, nunca le había presentado a nadie, aunque había tenido varios novios: “Ah, ya sabía yo que ahora ibas en serio. ¿Quién es? ¿Algún periodista?”. La nieta lanzó una carcajada: “Ya verás”. Menchu estaba en la puerta con su hermana y su perrillo, esperando, cuando un Mercedes negro –“como un coche de muertos”, dijo la hermana después– se detuvo frente a la entrada. Las dos mujeres pensaron que era alguien que se había equivocado cuando, ante su sorpresa, apareció otro coche y otro más. Y bajaron unos hombres fornidos tomando posiciones con un pinganillo en la oreja. Estupefactas, ambas creyeron que se trataba de un programa de televisión, del rodaje de una película... de... de... Hasta que de uno de los coches salió una pierna, luego otra y fue su nieta la que saltó alegremente y corrió a abrazarlas. Y señalando a uno de los hombres altos que habían surgido de la nada dijo: “Este es mi chico”.
Las dos hermanas pensaron que el rostro les era familiar hasta que Menchu se llevó la mano a la boca y gritó: “Es Felipe, ¡el principito!”. El hombre les dio dos besos sonriendo bondadosamente y Letizia les comunicó con desenvoltura: “Sí, es mi novio y vamos a casarnos. ¡No podía decir nada, lo siento!”. Y a continuación preguntó: “¿Hay CocaCola? Felipe, vete a buscarla a la nevera”. Y les contó a la dos atónitas hermanas: “Estoy enseñándole a hacer cosas corrientes... Nunca había abierto una nevera, ni llenado un vaso”. Al cabo de unas semanas, el 1 de noviembre de 2003, la Casa Real emitió un comunicado anunciando el compromiso oficial de Felipe de Borbón y Letizia Ortiz. ¡Y nos enteramos todos!
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Da vergüenza ajena leer ahora las primeras informaciones que aparecieron sobre Letizia. Que su primer matrimonio estaba anulado por la Iglesia, que medía 175 centímetros de estatura, que era la mejor periodista de su generación y pertenecía a una saga al nivel de los Luca de Tena o los Godó... La Casa Real aplicó desde el principio una censura estricta a todo lo que atañía a la futura princesa de Asturias. Se confiscaron las cámaras de los fotógrafos que hacían guardia en las viviendas de los familiares, se habló con amigos y compañeros para que no dieran declaraciones, se ordenó que el noviazgo no apareciera en los programas del corazón sino en los informativos... También se dijo que habían retirado los expedientes médicos de Letizia, sus certificados académicos, su partida de matrimonio y de divorcio. Mandos del CESID de máxima confianza investigaron personalmente durante seis meses todos los recovecos de la vida de Letizia Ortiz antes de que se convirtiera en personaje público para destruir lo que pudiera hacerle daño o neutralizar lo irremediable. También redactaron un contrato matrimonial leonino con cláusulas concretas sobre divorcio, muerte, segundos y terceros casamientos e hijos. Para consolarla, los abogados le decían: “No te preocupes, en caso de separación quedarás mejor que Lady Di”.
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Desde pequeña e influida por su padre, Letizia había querido ser periodista. Hacía entrevistas imaginarias en su cuarto con un micro también imaginario y tenía la mejor cualidad para este oficio: era muy curiosa y todo le interesaba. Cuando se fueron a vivir a Madrid y se matriculó en el Ramiro de Maeztu, tardaba en llegar hora y media en el autobús al que llamaban irónicamente “Veloz”, pero lo hacía sin protestas porque le gustaba estudiar... y uno de los profesores: Alonso Guerrero. Aquella relación entre una adolescente y un adulto causó en el instituto un revuelo considerable y fue un calvario para los padres. El ambiente de su casa resultaba irrespirable y, el día en que cumplió 18 años, Letizia se fue a vivir con Alonso.
Diez años después, con muchos parones entre medias en los que ella tuvo otras historias, se casaron en Almendralejo. Y el día de su boda, llegó a su fin el matrimonio de sus padres. El de Letizia y Alonso duraría solo un año. Después Letizia tuvo varias parejas, la mayoría periodistas, como un atractivo fotógrafo de un periódico nacional y también su compañero en las tareas informativas de la CNN, David Tejera, que se enteró del noviazgo de Letizia y el príncipe como todos los españoles: por el comunicado oficial. Se llevó tal disgusto que se refugió varios días en casa de un amigo llorando desconsoladamente mientras repetía: “¡A partir de ahora solo la veré por televisión!”.
Nunca se nos ha dicho cómo se conocieron Felipe y Letizia, porque la versión más difundida –que lo habían hecho en casa de Pedro Erquicia– ha sido desmentida por él mismo a sus íntimos. Lo que yo creo es que el navegante y explorador científico Kitín Muñoz, con el que Letizia tuvo un breve romance, se la presentó a su gran amigo el príncipe Felipe ¡y hubo flechazo!
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Lo único cierto es que el príncipe estaba saliendo con Eva Sannum, y cuando conoció a Letizia simultaneó a las dos una temporada, lo que vino bien para despistar a la prensa. Cuando le comunicó sus intenciones al Rey y le dijo que iba en serio, Juan Carlos protestó, no porque Letizia hubiera estado casada o fuera plebeya, sino porque era periodista: “¿No entiendes que le contará a todo el mundo lo que pasa en esta casa?”. Luego, le dijo que se jugaban mucho con ese matrimonio, a lo que Felipe contestó que a sus 37 años había encontrado a la mujer de su vida: “Si no soy feliz tampoco podría ser un buen rey, y es o Letizia o nada”. ¡Y todos tuvieron que transigir! Letizia se trasladó a vivir a la Zarzuela (no al pabellón de invitados, como dijo la puritana prensa española), compartiendo habitación con su novio, y recibió durante seis meses clases de Historia, Relaciones Internacionales, Protocolo e Inglés, además del cursillo prematrimonial preceptivo. En su primera comida juntas, la Reina le comentó las apariciones de Garabandal y Letizia contestó: “No entiendo de estas cosas porque soy atea”. Soltó, además, que le parecía muy bien el matrimonio homosexual, que en esos días aún no era legal. A Elena le dijo que también había viajado mucho, iba con su familia de ‘camping’ por toda Europa, lo que dejó a la infanta sin palabras, y con Cristina tuvo en principio buena sintonía, aunque luego dejaran de hablarse, al negarse Letizia a alojar a los padres de Iñaki en su casa con ocasión del bautizo de Irene en los jardines de la Zarzuela. Pero en esos primeros tiempos, cuando Letizia iba a Barcelona a probarse su vestido ‘chez’ Pertegaz, quedaba a comer con la infanta. El Rey también les pidió a sus amigos que la frecuentaran, para que se fuera acostumbrando a su nuevo ambiente. Juan Abelló los invitó a su finca y los pusieron en habitaciones separadas. Letizia se enfadó y el domingo se marcharon temprano dejando una nota de despedida.
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En los primeros tiempos de matrimonio se la veía tan triste que un amigo, preocupado, le preguntó en voz baja en un besamanos: “¿Necesitas algo?”, y Letizia le contestó echando una mirada a su alrededor: “¿Podrías conseguirme una nave espacial y llevarme lejos de todo esto?”. Se contaban sobre ella muchas historias, unas inventadas, otras exageradas y otras ciertas, y ella sospechaba que eran filtraciones interesadas desde palacio para apartar la atención de los desmanes de Juan Carlos y sus relaciones con Corinna. Letizia recuerda bien los periodistas que se apuntaron al carro de la maledicencia y, por mucho que ahora estos mismos viertan sobre ella la adulación más desaforada, no los ha perdonado.
Su matrimonio con Felipe ha pasado por varias etapas: primero se decía que el Rey estaba “locamente enamorado”, luego “encoñado”, después que se respetaban pero que cada uno hacía su vida. Han atravesado crisis muy fuertes, una de ellas estuvo a punto de costarles el matrimonio y pasaron separados unos meses. Discuten mucho, ahora no tanto porque el Rey es una persona calmada que ha optado por rehuir el conflicto y echa mano del humor o permanece en silencio. Ha aprendido a bregar con los defectos de Letizia –es muy controladora, quiere hacer siempre su santa voluntad, es muy impuntual, algo arrogante, en ocasiones resulta impertinente– y valora sus cualidades: buena madre, leal con sus amigos, responsable en su trabajo, se preocupa de verdad por sus semejantes. Y, lo más importante, tiene un sentido muy desarrollado de la prevalencia de la institución, mucho más que algunos que lo han vivido desde la cuna.
Letizia se ha convertido en el activo más potente de la monarquía, hasta el punto de que la actual popularidad de la familia real, tanto en España como en el extranjero, se debe a ella, algo que Felipe reconoce y admite sin problemas y sin complejos. Ambos permanecen fieles a sus votos “hasta que la muerte nos separe”. Ninguno de los dos, y pongo la mano en el fuego, ha cometido ninguna deslealtad. Letizia lo dijo muy claro antes de la boda: “Que sepas que no voy a aguantar ninguna infidelidad, yo no soy como tu madre”, a lo que Felipe contestó: “Yo nunca te voy a engañar, porque te quiero... y porque tampoco soy como mi padre”.