NO ES POR MALDAD / Pilar Eyre
Boadilla del Monte, cerca de Madrid. Sábado por la noche de un día de invierno de 1994. En el chalé de Bárbara Rey, el Vega Sicilia está a 17 grados. Ha puesto dos copas y un plato de Jabugo. Los Cohiba, en su caja metálica. ¿Qué hora es? Bárbara está nerviosa y levanta la cortina, la noche avanza con su paso de lobo sobre la elegante urbanización. Hace frío, pero el ambiente de la casa es cálido y acogedor. Los niños están con su padre y el matrimonio dominicano de servicio se ha ido a una fiesta caribeña organizada en Alcorcón. Está sola, esperando a su amado. Se mira en el espejo. Se ha dejado flequillo, lleva el pelo muy largo, sus labios parece que estén siempre en posición de beso. Deja caer los párpados, sus pestañas se abaten sobre las mejillas, es una mirada que la ha hecho famosa. Como su voz ronca, como su cuerpo escultural; tiene un pecho pequeño y firme y unas piernas muy largas. Es Marita García; para el mundo, Bárbara Rey. ¡Qué nombre más premonitorio! Porque el hombre al que está esperando, su amor desde hace ya 16 años, es el rey de España.
Sí, Juan Carlos de Borbón y Borbón. Para ella, Juanito. Hace poco ha sido su cumpleaños. Bárbara saca de su escondite el regalo que le ha comprado: un Rolex Daytona que le ha costado 500.000 pesetas. No es un obsequio espontáneo, él se lo ha señalado en una revista, lo llevaba Gianni Agnelli en la muñeca y le ha suplicado, con ese aire de niño caprichoso que tanto le gustaba: “Si no sabes qué comprarme, mira esto, por favor”.
Juan Carlos, sin embargo, nunca le ha regalado nada. El reloj está en un elegante estuche de piel verde con la corona de la marca grabada. La otra corona Bárbara sabe que no la va a llevar nunca. Nunca va a ser la reina de España, pero se contenta con ser reina de su corazón, la única, pues Bárbara está al tanto de que la relación entre Juan Carlos y Sofía es inexistente desde que nació el príncipe Felipe. Él se lo ha contado muchas veces: “No puedo soportarla”. Y ella lo cree.
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No había sido un matrimonio por amor. Juan Carlos había seguido el consejo de su padre, don Juan: “Los miembros de las familias reales somos sementales de buena raza y nuestra principal obligación es perpetuar la especie, pero sin cambiar de vaca, como los toros bravos...”. Estos comentarios machistas, Bárbara no los soportaba. Mira la hora con impaciencia, aún falta un rato para que llegue, está oscuro y debe encender la luz. A ella le gustaría poner velas, que tanto favorecen cuando ya no tienes 20 años. Pero Juanito no quiere, dice que hace puticlub, que tiene poca clase. La clase. Eso tan importante. Así la presentó Suárez al Rey:
-Señor, os presento a una amiga, Bárbara Rey. Es de Totana y actriz, pero tiene mucha clase.
Se miraron a los ojos y quedaron instantáneamente enamorados. Don Juan Carlos era rey desde hacía dos años, en él estaban puestas todas las esperanzas de un país que caminaba rápidamente desde la Edad Media hacia la modernidad. Además, era alto, rubio, “guapo sin esfuerzo”, como escribió en un poema una de sus primeras novias, María Gabriela de Saboya. Era un seductor profesional, pero no fue eso lo que impresionó a Bárbara, sino el fondo de melancolía y tristeza que adivinó en el insondable pozo de sus ojos verdosos.
Bárbara sonríe al recordar aquellos primeros tiempos. Se veían en el chalé de un amigo, muy próximo a la Zarzuela; se metían en la habitación y tenían dos horas, tres, por delante, y cuando se cansaban, susurraban palabras de ternura. Bárbara, graciosa, desgarrada, le contaba sus historias de la niña alta, guapa y rubia que había sido, le hablaba de sus películas. Adolfo la había recomendado para un programa de televisión y había resultado tan bien que se había convertido en una de las mujeres más deseadas de España, eso al menos decía la revista Lib, en la que llegó a protagonizar treinta portadas, dos de ellas completamente vestida. El Rey le habla de sus padres, a veces de su hermano muerto, y llora. Seguían juntos hasta que llamaban a la puerta:
–Señor, es la hora.
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No trataban de esconderse, porque ambos sabían que nadie iba a hablar de ello. ¡Nadie está interesado en airear la vida privada del rey de España! Incluso se veían libremente en Barcelona; recuerdo haber escrito sobre esas visitas misteriosas en la Hoja del Lunes, donde trabajaba. Otras veces, ella iba donde estaba él en alguno de sus viajes. La metían en la habitación del hotel y la noche no tenía fin.
Para todos era un triunfador. Solamente ella conocía sus inseguridades, algunas tan banales como su temor a quedarse calvo. Fue quizás Bárbara la que le aconsejó ir al peluquero Iranzo de Barcelona quien le puso un postizo que llevaría muchos años. Tal vez ella también le depilaba en entrecejo y sugirió que se dejara patillas. ¿Qué sueños tenía Bárbara en aquella época? Ser la única. Estaba enamorada y quería ser la única. Pero, claro, no lo era. No es que hubiera otra, es que había muchas. Un amigo íntimo del Rey, cuando le pregunté, me comentó juntando los dedos de la mano haciendo racimo. "¡Las tenía así! Después de la muerte de Franco se le ofrecían todas". Yo le comenté si no se contentaba solo con Bárbara y se echó a reír: "¿Solo con una? ¡Con mil quinientas!". En esa primera época con la vedette se habló de una Paloma (la segunda Paloma llegaría una década después), una actriz de destape de impresionantes ojos verdes, una amiga de la infancia y una aristócrata. Esta tuvo una hija, muy activa luego en las revistas del corazón, de la que su madre dijo a un amigo mío: "Mírala, cómo se parece a su padre", refiriéndose al Rey. En realidad, el parecido es con la infanta Cristina.
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Sí, estuvo con muchas. Su compañero de armas y amigo Antonio Bouza explicó: "En esos años estaba muy expuesto, el brillo de la corona impresiona". Según Sabino Fernández Campo: "La Reina está al tanto de todo, lo que no sabe es si son muchas o una muy viajada". Cuando Bábara se enteró, primero trató de darle celos con otros. Juan Carlos se echó a reír y entonces ella decidió dejarlo y casarse con Ángel Cristo. Tuvo a sus dos hijos, Angelito y Sofía. ¿Por qué Sofía? “Admiro mucho a la Reina”, ha dicho Bárbara en alguna ocasión. En otras dice que el nombre lo escogió su marido. No se sabe si hubo amor en su matrimonio con el domador. Lo cierto es que las adicciones de Ángel Cristo destruyeron a la pareja y estuvieron a punto de acabar con la propia Bárbara. Cuando empezó su calvario pidió ayuda al Rey. Y ahí volvió a empezar todo. La llama de la pasión se encendió de nuevo, pero Bárbara ya no era una chica ingenua e inocente, la vida la había endurecido. Y él tampoco era tan inconsciente ni atolondrando, ahora tenía más que perder. Y pronto se arrepintió de haber vuelto con una mujer con una vida tan complicada: un marido conflictivo, dos hijos y graves problemas económicos. La historia continuó un tiempo más, se veían en casa de ella, los niños llegaron a acostumbrarse a aquella figura masculina y lo llamaban tío Juan. Ella intentó crear un ambiente familiar, hacían paellas en el jardín, posaban para la cámara de Angelito. Empezó a comprarle su vino favorito, sus puros, lo hacía todo para complacerlo, pero pronto notó las primeras señales de hastío y que las críticas de los amigos del Rey empezaban a hacer efecto: lo avisaban de que Bárbara no era de fiar, pero lo cierto es que la actriz ha sido hasta ahora muy discreta. Por la razón que sea, ha guardado silencio sobre su relación con el Rey, por más que han abundado especulaciones y recreaciones literarias (como esta que están leyendo), amén de algún testimonio directo que ella no ha refutado ni confirmado. Pero a veces aún se reavivaba la antigua llama, cuando ella ponía una ranchera en el tocadiscos: ‘Ni se olvida ni se deja’. Sí, quizás entonces empezó a tomar precauciones. Ya no era la chica de pueblo a la que se puede dar una patada como se despide a un empleado molesto. De esa época son las grabaciones, las famosas cintas.
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Bárbara sabe que hay otras mujeres, pero la que más le duele es la mallorquina Marta Gayá. Una dama discreta y elegante que se ha convertido en la oficial (él dice a sus amigos: “Es mi novia”), que va con escolta, con la que acude incluso a ciertas cacerías. Aunque en esos encuentros no compartían habitación, los anfitriones cuidaban de que tuvieran cuartos contiguos. Los amigos como José Luis de Vilallonga, que habían tolerado a Bárbara, que la habían incluso favorecido a regañadientes, ahora le vuelven la espalda y se giran hacia Marta como hacia el sol. La reina ha muerto, ¡viva la reina! Si le hace una escena de celos, él se cierra sobre sí mismo y ahoga los bostezos. Si no la deja antes es porque Sabino, en el último momento, le advierte de que ella puede tomar represalias. Bárbara sabe que lo ha perdido, ya no lo quiere, es cierto, pero no puede soportar que sea él quien la abandone. ¡Ya, ya, hay luz, llegan los coches! Bárbara tiene una horrible premonición de desastre. Aprieta los puños contra el estómago y se pone en pie. Él va vestido muy de sport, con una chaqueta verde caza y botas de ante, seguramente lo están esperando en alguna finca de amigos íntimos, en los montes de Toledo. Un lugar donde a ella no la han invitado nunca... y ya no la invitarán. Allí, sin duda, estará Marta. Con él entró en la casa una ráfaga de aire frío, le dio un beso distraído, traía las mejillas heladas y un perfume que no le conocía. Ella le enseñó su regalo y le señaló su silla de siempre, pero él negó con la cabeza, sacó a pasear su sonrisa más encantadora y le dijo con algo de nerviosismo: –Marita, lo nuestro se ha acabado. Después cogió la caja con delicadeza: –Y muchas gracias.
Aun cuado habían roto, aun cuando –según ha contado Manglano, el jefe de los servicios secretos españole, en sus memorias– Bárbara exigió al Rey una fuerte cantidad de dinero por su silencio, don Juan Carlos continuó llevando el reloj que ella le habia regalado, como el que luce un tatuaje indeleble. Hasta que un día dejó de hacerlo. Corinna confesó en una declaración ante el juez, que el Rey le había regalado un Rolex Daytona a su chófer. ¿Sería ese? Triste final para un amor de leyenda.