

Opinión
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A veces, mejor un perro
Jaime Peñafiel
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Entre las frases preferidas que cultivo, independiente de la que suelo repetir “Valgo más por lo que callo que por lo que cuento” ¡contando tanto!, es esa de que “mejor un perro que un niño”.
Entre la correspondencia que suelo recibir, las hay de lectores que están de acuerdo con la frase, fruto de mi triste experiencia como padre.
Desgraciadamente, muchas son las personas que, como yo, no tienen suerte con los hijos. Como hay quien no la tiene con las mujeres o con los hombres.
Por ello, entiendo que, quien busca cariño y compañía, en ocasiones prefiera un perro. Porque la relación está basada en el amor y en la lealtad.
Nunca he olvidado a la familia española de emigrantes de Gijón. Su perro, un pastor belga, al que dejaron en Bruselas cuando decidieron regresar a España, recorrió, durante no recuerdo cuantos meses, los 1800 kilómetros buscando desesperadamente a sus amos.
El animal no podía llamarse de otra manera que “Fido”. A los que no se cómo calificar es a quienes pudieron abandonar a tan noble criatura.
Ante esta historia, recuerdo un texto delicioso de Juan Ramon Jiménez, extraído de esa maravilla que es “Platero y yo” sobre “Rango”:
“Venía, a veces, flaco y anhelante a la casa del huerto.
El pobre andaba siempre huido, acostumbrado a los gritos y a las pedradas. Los mismos perros le enseñaban los colmillos. Y se iba otra vez, en el sol de mediodía lento y triste, monte abajo”.
No es que yo les pida que sean como Anouilh cuando decía “Siempre habrá un perro perdido en alguna parte que me impedirá ser feliz”.
Cierto es que “Fido” no es, si sigue viviendo, un perro cualquiera, era simplemente su perro. Y ellos, los dueños, incluso si eran buena gente, no me cabe la menor duda que sentirían mucha vergüenza ante su amigo cuando lo vieron llegar.
Ante esta lección de amor y de fidelidad, yo animo a mis lectores a mirar con más cariño a los perros que, si no tienen alma, como debaten los teólogos, si ofrecen un amor y una lealtad que no se encuentra a veces en la familia.
Testigo de un hecho insólito, único, con motivo del entierro de Rainiero, el Príncipe Soberano de Mónaco, fallecido a la edad de 81 años después de 56 de reinado, el 15 de abril de 2003.
Al entierro asistieron todos los reyes reinantes europeos, entre ellos don Juan Carlos, que caminaban por las calles de Montecarlo tras el armón de artillería sobre el que iba el cadáver del Soberano. Pero, como suele ser habitual en los entierros de reyes, no marchaba el caballo desmontado del Rey, sino “Odin”, el perro triste de Rainiero, un ejemplar de Korthals-Griffon, una raza caracterizada por su fidelidad incondicional a su amo. Seis años tenía “Odin” el día del entierro.
Nunca he olvidado aquella tristeza visible caminando con la cabeza gacha tras el féretro que llevaba a su amo.
No exagero si les digo que Odin impresionaba y emocionaba mucho más que Alberto, Carolina y Estefanía, los tres hijos de Rainiero.
Y un perro labrador, “Sully”, demostró ser “el mejor amigo del hombre” permaneciendo junto al féretro de su dueño, el Presidente de los Estados Unidos, George H. W. Bush.
Emocionaba hasta las lágrimas, contemplar al perro con la cabeza entre las patas, los ojos tristes pero abiertos, bajo la cúpula del Capitolio, donde se rendía homenaje póstumo al Presidente.
¿Quieren más ejemplos demostrativos de que el perro es tu mejor amigo? Por algo lo prefiero a un niño.

Sully, delante del féretro de Bush