Mensajepor Lectura-2 » Dom 22 Mar, 2009 2:11 pm
Los ladrones de libros, de Alonso Guerrero.
DE REGRESO A LA LUZ
Nadie debe saber que escribo, sin rastros, sin vacilaciones, como gesto historiado contra una imaginaria muerte prematura. Cuando el bajel de la pesadilla, blanco como el ataúd de un niño, encalla en los tremedales del limbo, la escritura es una redención, afogarada, mientras duermo, mientras aguanto a la grupa de sueños hiperestésicos que vienen y se van para descubrirme que en el mundo real (quizá sólo definido por una mayor concurrencia de detalles banales) nada ha cambiado: sigo desovillando el hilo de la prieta prosa como un transido solitario, como un pianista de escritorio, del sueño a la página, de la página al sueño.
La impunidad, para los ladrones, está en la soledad, y la soledad es el lodo fabril de los tinteros, antiguos, curiosidades, bombas de humo. ¿Por qué Goetz llenó la casa de tinteros? Ahora todo anda inficionado de esa negrura de contraste, de esa penumbra vesperal que parece surgir de los tinteros, trabajada con trazos de plumilla como un grabado de Doré. Esa penumbra que es dos penumbras, de la duermevela y de la realidad. Dos eclipses, el equívoco y el decolorado de un crepúsculo de tinta. Pero no es Goetz, viajero de equinoccio, quien va rubricándola por el mundo ensombrecido de las piezas vacías. Es otra mano, quizá el nubarrón de mi escritura de sonámbulo, olorosa y rural, que se licua cada cierto tiempo, como la sangre de los mártires.
Había que retornar a escribir, a mentir, de modo que, ya desde el corazón estrepitoso de las ciudades, desde la implosión lenta de los años, supe que la amada soledad no hallaría un momento de anunciación sino entre los aires y los trigos, en la volumetría de otras veces, levantada en mitad de un floreciente condado como el arca en espera de las lluvias.
Me desplacé hasta El Vaticano en taxi. La autovía interminable, el destierro a las inmediaciones. Al entrar encontré la casa silenciosa y suspicaz, virtualmente profanada durante una gran laguna o tregua de molicie, replegada sobre sí misma, aunque intacta. Meses antes había intentado remozarla. Miré en las profesiones liberales: cóhenes y decoradores devorados por auras y famas, todos solidariamente conscientes de que arte es parábola. Busqué artesanos que me instalaran las sombras del siglo diecinueve, el socaire apagado de las catedrales, el rumor estentóreo de aquella gloria abigarrada como popa de galeón. Pero todo tuve que invocarlo yo, a solas, como un monje inicuo, sabedor de que lo único que coadyuva al que escribe es su propia crisálida, sus lecciones de ocaso.
Hubo, recuerdo, un corrimiento de hombres por la casa, aquellos días de principio de junio, un turbión de artistas a los que hubo que asesinar para que no revelaran los camarines ocultos, pero finalmente fueron los médanos los que se amueblaron por sí mismos, las habitaciones y las salas de baile, la cerámica oriental y etrusca, los tinteros los que fueron ensombreciendo, entoldando interiores con arboladuras ducales. Durante días fui testigo de cómo, truncados gremio y parafernalia, era la lenta crepitación de los volúmenes, apilados en paredes y alacenas como el mejor contrafuerte contra las humedades, lo que hacía de la metáfora un puente entre aquellas habitaciones sin entablar, exiguas, y los soñados altillos goetheanos, acabados en pico como camarotes de proa.
O puede que todo esté comenzando ahora con la restauración de la escritura, del río rosa y loto de los amores inevitables, uno tras otro, y con todo eso de que solemos rodearnos. ladrones y escritores. Pepita, marylin, Mama, Malena había sido uno de aquellos amores, muchos de ellos o un solo amor múltiple como la visión de los insectos. Ahora volvía, rodeada o precedida de todos sus nombres igual que una diosa nórdica, ocasionalmente quise creer - acompañada de Goetz. A pesar de que me había enviado un lacre comunicando su arribada, todos sabían de su perfil de inesperada visitante. Una mañana apareció de repente desde más allá del suroeste como frontispicio, con la voz tomada y un poco borracha, dubitativa entre el paisaje y su propio cuerpo, dentro de un taxi con olor a naftalina como un armario lleno de ropa de otras estaciones. La casaca de húsar de Goetz le sirvió, al apearse, de tótem incendiado donde aferrar sus manos. ¿Qué le está ocurriendo al Vaticano? fue lo primero que preguntó Goetz, nada más entrar.
Pero yo no estaba allí para contestar, y Pepita era una perdularia ronca y asténica que se abandonó en la primera ocasión a la somnolencia del hogar, sobre una cama, absorta en la digestión de un lejano recuerdo. Goetz subió al piso superior y husmeó espacios y resoles, verificó la afectación nostálgica de las habitaciones, su anticuamiento que era su salvación, los nuevos rictus y las luces anteriores a la modernidad. Después salió a buscarme a los trigos, a la llanura, inmensa como la totalidad de lo real. Me halló deleitándome en el ruido de las plantaciones, aislado como en aparatos de fonética. Por mi parte, cuando sentí aquellos pasos tan conocidos y divisé su figura de pintura palaciega, tuve la certeza de que todo había vuelto a ponerse en marcha.
marylin volvió en sí unas horas más tarde. La habíamos descalzado y acomodado sobre sus prendas blancas de adolescente muerta. Yo me había puesto a otear por la ventana algún punto de polvo en el horizonte, el del taxi que desaparecía. Aunque conocía la llanura con la minuciosidad de un general de Aníbal, continuamente me perturbaban los cielos rojizos, enhornados, el mar muerto de los trigales, sin el oleaje, sin la desmemoria del mar pero conservando sus mareas. Todo lo que alcanzaba la vista permanecía lejanamente prisionero en la oriflama de la luz, si exceptuamos terrible máquina un yacimiento de ruinas incorruptibles a unos cien metros de la casa, restos de un antiguo pabellón. Recuerdo temporadas en que Malena se pasaba horas caminando sola por esas ruinas, dorada cúspide, presencia visible de quién sabe qué cotas de valores imaginarios.
Creo que El Vaticano se asienta sobre una acrópolis -argüía yo junto a los frisos ,sería cuestión de cavar, ¿no te parece?.
Pepita decía que ni hablar, que el sitio le parecía legislado por el tabú como los cementerios pieles rojas, por eso se sentía atraída, pero de eso a cavar...
De nuevo en casa, es posible que volviera a desaparecer cada noche del cenáculo, la recobrada y bella Marna, a huir a las ruinas y dormirse a la sombra de las molduras cóncavas. Sin embargo, nada de esto lo tenía yo suficientemente claro: el rostro dormido de la ninfa no provenía de una manera de ser anterior, era nuevo, el mismo pero durante otro estadio de la inmortalidad, otra convexidad del tiempo. O acaso se tratara, así de simple y de fatal, del rostro caótico y bello de una mujer bebida, que nace siempre tras el sobreseimiento de todo lo que no es erotismo, refinamiento, literatura.
Más tarde despertó, hizo como que despertó.
Beber es enrolarse dijo su voz sardónica a mis espaldas, entre sueño y resaca, entre duda y apotegma, una voz modulada en el acervo de los actores fallecidos. Se había sentado a los pies de la cama, tomándose la cabeza entre las manos. Se levantó y me besó en los labios, dulcemente, deteniéndose en el huecograbado y en la bella arte perecedera. Estaba encantada de volver a verme, consideraba al Vaticano su hogar, quería recorrerlo de nuevo, respirarlo igual que había respirado las lejanas y cercanas inmediaciones en el taxi, aunque detrás de su repentino entusiasmo adiviné una fluxión de melancolía, una ebriedad responsable. La abracé, su cuerpo, que olía a los encajes antiguos de una muñeca colgada en un desván, pareció disipar la indecisión de la casa, la inadaptación al tiempo muerto. Era el cuerpo de siempre, expresado por el perfume subterráneo, polígloto y tonal de cuando había sido mía, otras veces, otros abrazos. Enseguida, igual que Goetz, se dio cuenta de la metamorfosis de la mansión, de su huida hacia el siglo diecinueve, de su nuevo hilemorfismo extrapolado de los libros. Goetz había traído varios galones de tinta, que comenzó a distribuir por los tinteros. Ella se zafó de mis brazos hacia las partes altas, abandonándose a la intuición de la vieja ruta, que la casa había escamoteado hasta borrar, hasta constreñir únicamente al hilo que nos guía fuera del laberinto.
A partir de entonces, en sucesivos días, sorprendí a Malena de merodista por los jardines interiores, aprendiéndolo todo de nuevo como una amnésica, instalándose en sus cámaras favoritas, saliendo al exterior a marcar rayas de pintura en las cañerías con objeto de controlarlas mareas de los trigos, que subían y bajaban diariamente por la pared. Ella, en cambio, me sorprendía a mi fijo en el perfil de su cráneo sobre la chimenea, sobre toda una línea de tinteros, en una antigua radiografía con marco biselado que creía destruida, perdida, olvidada, pero que yo había cuidado muy bien de conservar. La contemplación de esa radiografía como mapa de vida, el alabeado occipital, la primera sucesión de vértebras, tan propensa a ser recubierta mediante álgebras imaginarias, me salvaba.
Descubrir allí aquel objeto le acarreó un divino azoramiento, siempre es desconcertante toparse con la propia calavera antes de tiempo, pero yo hice que la asociara con sus etapas de migraña, de niña a quien había que cubrir de ternura y mantener en cama incluso después del descanso o el amor.
Este era uno de los pocos objetos estables al recuento de las mutaciones, su placa de rayos equis, todo lo demás estaba cambiando con los nuevos trasluces, le dije una noche al socaire del reducto dorado de lo que habíamos sido. En cualquier caso no era la primera vez, esta vuelta atrás respondía a un eterno retorno, la casa se anticuaba cada cierto tiempo, recordaba sus glaciaciones.
Malena volvió a besarme aquella noche de su llegada, al quedarnos a solas, y el beso pareció formar parte también del eterno retorno y la tensa espera que nos absorbía. Pepita era, ojalá que inconscientemente, la médium de esos amores perfectos y esos ardores inexplicables de la literatura. Besarla resultaba una inserción, un confinamiento en el azar. Es más, le dije, no creo que la nostalgia sea una dolencia exclusiva de la casa, más bien es de todo el paisaje. Y salimos afuera para comprobarlo, a los trigales barrenados de ciénagas y toreas, para dar fe de cómo las extensiones iban desplazándose como glaciares, siguiendo la traslación de cosechas de otras décadas. Incluso la ruina estaba unida a este movimiento, aunque mantuviera además una dinámica intrínseca. Marlena, entre sus piedras, una niña bella pero no enamorada, sólo encaprichada, curiosa, caliente, buscada por todos los unicornios de la noche mediterránea, único eje, pensé, de todas aquellas desviaciones, a pesar de que pasaba los días preguntándome sobre ellas, persiguiendo averiguar si yo sabía lo que sí sabía, que ella no sabía nada, que los gantes y la bohemia no habían sido más que un prolegómeno de la ignorancia. Decidí callarme, había que demorar el secreto igual que el ceremonial amoroso, con una cesión nueva y transitoria. Allí, en las ruinas, volvió a formular sus preguntas de esfinge, el misterio, la incógnita de la procedencia de aquel inmenso pedernal. Le había explicado infinidad de veces que ya se hallaba allí cuando llegué al Vaticano, cuando me acantoné, y que en mi opinión nos sobreviviría. ¿Permanecía presente cuando no estábamos? Posiblemente no, aquella sombra del pasado que se trasladaba alrededor de la mansión era, como ésta, una arboladura literaria, un postulado idealista.