TRÁGICA BODA. Jaime de Borbón y Emanuela de Dampierre se casaron en Roma en 1935LA TRÁGICA
VIDA DE
EMANUELA
La autora de las memorias de Emanuela de Dampierre recuerda la desdichada vida de la mujer de Jaime de Borbón y los seis meses que pasó junto a ella para escribir el libro. «A mí también me dijo que Carmen Martínez-Bordiú era ninfómana, pero no quería decir que fuera promiscua sino demasiado frívola»
BEGOÑA ARANGURENEl jueves estaba trabajando en casa cuando me dijeron que Emanuela de Dampierre había muerto en Roma. Me quedé en silencio durante unos segundos. ¿Qué podía decir? Ella tenía 99 años... Hacía tiempo que su muerte había dejado de ser inesperada. «Ya era muy mayor», le dije a mi interlocutor abstraída, «A esa edad...». Recordé que una de las últimas veces que había hablado con ella, la había notado ya algo ida. Lo achaqué a que acababa de mudarse a su nueva casa, un palacete cerca de la plaza Barberini, una de las mejores zonas de Roma.
Tonino, Antonio Sozzani, su segundo marido, acababa de morir legándole una fortuna considerable y los legitimistas franceses la convencieron para que se mudara a una vivienda más acorde con su papel de abuela del pretendiente. Me pareció otro giro cruel del destino que aquel año, 2007, cuando finalmente comenzó a gozar del respaldo económico que siempre había anhelado y por el que había luchado, comenzara su declive. Después, me contaron que fue perdiéndose más aún en la nebulosa de la desmemoria pese a que a veces salía a algún acto con su nieto Luis Alfonso. Sí, la muerte de Emanuela de Dampierre no podía ser una sorpresa pero no pudo sino asombrarme de mi reacción, práctica y cínica, en resumen: pragmática. Precisamente, creo que esta palabra era la que mejor definía a doña Emanuela, a quien conocí en 2002 cuando escribí sus memorias.
El libro, editado por La Esfera de Los Libros, fue un enorme éxito editorial y para mi sorpresa, muchos lo consideraron un escándalo. Quizás porque Emanuela de Dampierre poco tenía que perder contando su historia pues ya tenía 90 años. Eso me hace pensar que la muerte tampoco debió sorprenderla demasiado. La primera vez que la vi, vestía un traje rojo, taconcitos de salón y pendientes. Recuerdo que ese día pensé en lo mayor que era ya. Pero me quedé sorprendía, la duquesa de Segovia demostraba una lucidez inaudita y estaba totalmente al tanto de todas las noticias que acontecían en ese momento en el mundo y de los últimos chismorreos políticos. Recuerdo que le hacía particularmente gracia Silvio Berlusconi. Le consideraba un sinvergüenza, mujeriego... pero le divertía comentar sus andanzas.
Nuestro primer encuentro fue frío. Ella era así: distante y ceremoniosa. Yo no dudé en darle el tratamiento que merecía y que entonces, se obstianaban en negarle, quizás porque me gustan las causas perdidas y no soporto los ninguneos, sobre todo cuando se trataba de un caso tan injusto. Pero pese a la frialdad, nos caímos bien y enseguida sentimos empatía. Durante seis meses viajé a visitarla cada mañana. Vivía en un palacete precioso, algo destartalado, con un salón enorme forrado de tapices y con sofás enormes que solía dejar boquiabierto al visitante. Sin embargo, solo tenía un cuarto, el suyo, que era magnífico aunque el resto de la casa estuviera sometido a ese proceso de decadencia propio de aquellas personas que deseaban conservar la dignidad de la que alguna vez disfrutaron pese a la falta de liquidez. No tenía comedor y si almorzábamos juntas, preparaban una mesita donde servían una pasta deliciosa, bien preparada, que a mí me encantaba y que ella, aún preocupada por la línea, picoteaba como un pajarito. Pero como a todas las personas refinadas, le gustaba comer y que sus invitados disfrutaran.
En aquellas veladas no parábamos de charlar. Recuerdo su voz, inconfundible, serena. Tenía un discurso brillante, como todas las personas que han vivido mucho y salpicábamos la conversación con expresiones de diferentes idiomas. Hablaba italiano con acento francés y un español plagado de carencias. A mí también me dijo que le parecía que Carmen Martínez-Bordiú, la mujer de su hijo Alfonso, era una ninfómana, apelativo que también utilizó en un programa de televisión al que acudió. Yo, sin embargo, preferí obviar la expresión porque me dio la impresión de que doña Emanuela no sabía muy bien qué significaba la palabra. Entonces, me pareció que se refería a que Carmen, a quien quiero y respeto mucho, se tomaba la vida y sus obligaciones demasiado a la ligera. Ninfómana era sinónimo de frivolidad, no de promiscuidad.
También tenía un marcado acento. Me comentó que un día en un ascensor había vivido una experiencia
hoggible, cuando don Juan le pellizcó el trasero, con su mujer Maria de las Mercedes y don Jaime en apenas cuatro metros cuadrados. «Los
bogbones son
incoggegibles». Recurrí a la misma treta en las muchas ocasiones en las que ella despotricó en demasía. Lo había pasado muy mal en la vida. Sus dos hijos habían muerto de forma prematura, había perdido a Francisco, su nieto al que adoraba, su matrimonio había sido un desastre, había sufrido escarnio social, ninguneo...
Y ella afrontaba la desgracia con acidez y cinismo. Pragmatismo. La vida es así. Conocía demasiado bien a los hombres como para sorprenderse. Me quedé prendada de esa fortaleza pero me preocupaba mucho que tuviera que enfrentarse a críticas, aún más feroces, por sus opiniones, especialmente referidas a la familia real. Por eso, suprimí los párafos que sus enemigos hubieran utilizado para atacarla y sus partidarios para vilipendiarme a mí. Quería protegerla porque me enternecía su forma de ser. Al final, cuando eliminé las partes más escandalosas y pulí el resto del texto, le dejé el manuscrito durante dos semanas para que leyera y firmara cada una de las páginas. Así lo hizo en compañía de uno de los abogados franceses que siempre la acompañaban. Solían ser personas adscritas al legitimismo monárquico francés. A veces, hasta la invitaban a pasar el verano al sur de Francia. Hoy no me parecería justo recobrar esas confesiones u opiniones. Emanuela de Dampierre ya ha sido suficientemente denostada en su vida como para continuar la caza más allá de la muerte.
Era también políticamente incorrecta y nunca ocultó sus simpatías por Francisco Franco y el marqués de Villaverde, que le parecía encantador. A quién no perdonaba era a Carmen, como tampoco a don Juan, el padre del rey. No perdonaba a quienes habían hecho daño a su hijo. En el caso de su cuñado consideraba que había sido injusto con Alfonso, pues sus pretensiones al trono español nunca habían sido tales cuando se casó con Carmen Martínez Bordiú. Solía decir que no comprendía que se hubieran agobiado por la boda, que su hijo se había casado muy enamorado de la nieta de Franco y que no le guiaba ambición por ocupar el trono de España. «Franco, decía, es un militar. Y si dijo que iba a dejar a Juan Carlos, lo cumpliría porque era un hombre de palabra. Siempre supe que mi hijo no tenía posibilidad alguna y Alfonso también lo sabía. Se portaron mal con él. Le ningunearon...». Doña Emanuela era una buena madre. Algunos se han encargado de decir lo contrario porque decidió enviar a sus hijos a un internado. Evidentemente, en aquellos tiempos era lo normal.

Cuando recordaba a sus hijos o a su nieto, rompía a llorar. Sus lágrimas solían causarme una gran impresión. También se emocionaba cuando recordaba a su suegra, la reina Victoria Eugenia, que murió (en 1969) acompañada de Alfonso diciendo:
I Love you so much darling. Pero eso no quitaba que su suegra le resultara más antipática que el rey Alfonso XIII, que ejerció de padrino en su boda. A quién nunca perdonó fue a su madre la princesa Vittoria Ruspoli, que la condenó a un matrimonio desgraciado con un alcohólico, mujeriego, obseso sexual y con multitud de problemas psicológicos. No creo que se casara enamorada. Tenía 19 años. Él acababa de renunciar a sus derechos dinásticos de una forma más que cuestionable, pero supongo que tenía la ilusión propia de la juventud. No pasó mucho tiempo para que se diera cuenta de la realidad.
Me contó que una noche le había robado toda la plata que le había legado la familia para gastárselo en una juerga. Pero la gota que colmó el vaso fue que le detectaran una enfermedad venérea que le podría haber contagiado tanto a ella como a sus hijos. Se hicieron análisis y afortunadamente resultaron negativos. Al final que él se fuera con otra fue una liberación. «Siempre me dejan, ¿te das cuenta?», me decía. También
Tonino la abandonó por otra mujer aunque siempre estuvo pendiente de ella. Le mandaba flores, bombones, pequeños detalles...
La persona que estaba a cargo de la casa,
«Mi doncella», como se refería a ella la señora, dormía en la buhardilla por lo que aquella dama valetudinaria pasaba prácticamente sola todas las noches. Le podría haber pasado cualquier cosa. En una de mis visitas le regalé unos
walkie talkies para que la
señora pudiera llamar a la
doncella sin tener que recurrir al grito. Poco a poco fue naciendo entre nosotras una gran confianza mutua. Después de las entrevistas preparatorias para el libro, solíamos salir juntas. Íbamos al cine y a veces tomábamos una copa en alguno de los locales de Vía Veneto. Entonces, escudriñaba al detalle el vestuario de las mujeres y verbalizaba alguna sentencia, normalmente acertadísima. Me acuerdo que un día hablamos de la boda de la infanta Cristina con Urdangarin. Ella criticaba que se hubiera casado con un jugador de balonmano «que metía la mano en
la basket». Éste ejemplo, sumamente proconizador de las actividades del duque de Palma al frente de Nóos, reflejaba bien las carencias de su español.
Era también dura e inasequible al desaliento. «Me han dicho que tengo un tumor en la cabeza del tamaño de una pelota de golf», me dijo un día. Pero no debía ser maligno porque nunca se operó. Cuando la acompañaba a la farmacia o de compras solía caminar apoyándose en los coches, tambaleándose. Estaba acostumbrada al sufrimiento y quizás ese fuera el motivo por el que muchos pensaban que era una mala persona. Exigía a los demás lo mismo que se exigía ella. Sobre su legendaria maledicencia, solo puedo decir que se trataba de un finísimo sentido del humor.
Sé que quería mucho a Luis Alfonso y pese al escepticismo que mostraba en cuanto a la institución monárquica, siempre apoyaba a su nieto y una vez al año, viajaba a Francia. Cuando le presentó a Margarita, se quedó muy satisfecha. «Es joven, se amoldará bien a su vida», me comentó. Siempre decía que detestaba a los bastardos. Y por supuesto, nunca quiso conocer a aquella niña que Gonzalo le quiso presentar como hija ilegítima. Respecto a la supuesta homosexualidad de éste, desde luego ella nunca lo mencionó. Yo tampoco creí nunca los rumores sobre don Gonzalo pues he conocido a mujeres que estuvieron con él.
Hoy me alegra mucho pensar que tuviera fe en Dios y creyera firmemente que dejaba este mundo que para ella había resultado tan trágico por la promesa de algo mejor.
Yo esperaba la muerte de doña Emanuela pero recordaré siempre que se marchó el 3 de mayo de 2012. Como ella solía decir: «Es tonto a caerse». Sí. Era pragmática.
(Transcrito por Emilia Landaluce) [table color=#cfd3d5][row][col]
INFELICES. El matrimonio no tardó en fracasar. La pareja en un día de campo. COMPROMISO OFICIAL. Junto a los padrinos Alfonso XIII y la vizcondesa de Dampierre. SU SUEGRA. Los duques de Segovia con la reina Victoria Eugenia. CON SU NUERA. Emanuela con su hijo Alfonso y su nuera Carmen Martínez-Bordiú en El Pardo en 1971.
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EL MUNDO LA OTRA CRÓNICA SÁBADO 5 MAYO 2012