SUS HIJOS
UNA DESCOCADA Y EL VICIO HICIERON OVEJA NEGRA AL NIÑO BONITO
Isabel II fue mejor reina que madre. Sus cuatro hijos crecieron entre ‘nannies’ y personal de servicio mientras ella se entregaba a sus deberes de Estado. Ni la reina ni su marido fueron cariñosos y se criaron sin muestras de afecto. Carlos tuvo una complicada relación con su madre mientras que Ana compartió con ella su pasión por los caballos. Andrés fue el preferido aunque sus escándalos acabaron por decepcionarle, y a Eduardo nadie le hizo mucho caso. Con el tiempo entendieron que su madre se preocupaba por ellos “como cualquier madre pero tenía otro tipo de responsabilidades”.
EDURNE URRETA / DANIEL OLLEROEN LOS MENTIDEROS ALREDEDOR DE LA familia real británica siempre se ha asumido que el príncipe Andrés (62) ha sido el favorito de la reina Isabel II. Sin embargo, también ha sido el que más quebraderos de cabeza le ha provocado durante los últimos años de la vida del monarca. Especialmente durante el último lustro, cuando se vio obligado a renunciar a sus títulos y honores tras ser denunciado por abusos sexuales por Virginia Giuffre, una de las víctimas de Jeffrey Epstein.
Durante su infancia y parte de su juventud, el príncipe Andrés gozó de una razonable buena reputación ante la opinión pública británica. Estudió en el internado escocés de Gordonstoun, reservado para la élite del país, para más tarde ingresar en la Royal Navy para desarrollar su carrera militar.
Poco después, con el estallido de la guerra de las Malvinas, llegaría su punto álgido de popularidad durante esta contienda que despertó el fervor patriótico de los británicos. Destinado en el buque Invencible, el príncipe Andrés combatió como copiloto de helicópteros llevando a cabo misiones contra submarinos y tropas terrestres enemigas, así como vuelos de transporte y rescate en tierra y mar.
La rotunda victoria británica en las Malvinas despertó simpatías hacia el príncipe Andrés. Sin embargo, éste comenzaría a dilapidar el capital logrado durante la guerra, donde los informes de sus superiores le definían como “un excelente piloto y un oficial prometedor”.

En 1984 protagonizó su primera salida de tono relevante. Durante un viaje de cuatro días por California, el príncipe arrojó pintura contra los periodistas que cubrían el tour. Un hecho que más tarde confesó “haber disfrutado” y que se saldó con una factura de 1.200 dólares
Los Angeles Herald Examiner enviaron al consulado británico para cubrir los destrozos en la ropa de los reporteros.
Dos años más tarde, el 23 de julio de 1986, el príncipe Andrés contrajo matrimonio con Sarah Ferguson (de la que se divorciaría una década más tarde) en la Abadía de Westminster y la reina Isabel II le concedió los títulos de duque de York, conde de Inverness y barón Killyleagh. Un matrimonio del que nacerían sus hijas Beatriz (1988) y Eugenia (1990) y sobre el que planeó una constante polémica debido al carácter alocado de la consorte.
Hechos que cambiaron la corriente de opinión hacia el príncipe, que comenzó a ser objeto de críticas por sus malos modales. Comenzó entonces un goteo de informaciones que evidenciaban un temperamento irritable y malas formas con el servicio, a los que insultaba o gritaba por fallos nimios como no haber colocado en el orden correcto su colección de ositos de peluche o que las cortinas no se encontraban colocadas a su gusto.
También comenzaron a brotar informaciones sobre su tendencia a emplear epítetos racistas contra árabes y africanos, sobre sus amistades con regímenes totalitarios en Asia Central, sobre millonarias donaciones de políticos corruptos en Turquía justificadas como regalos de boda para sus hijas y, sobre todo, de su carácter manirroto.
Una fama de derrochador que, según informaron los medios británicos durante décadas, se costeaba gracias al dinero público. Se sirvió de su cargo como representante especial del Departamento de Comercio e Inversiones para gastar hasta 620.000 libras (unos 715.000 euros) al año en lujosos viajes, hoteles y comidas. Un desempeño sobre el que también planea la sospecha de la corrupción al demostrarse que una empresa vinculada al magnate David Rowland pagaba parte de los gastos del príncipe a cambio de que este le ayudase a asegurar rondas de financiación valiéndose de su rol como representante público.
Sin embargo, su caída en desgracia definitiva vino por su amistad con el delincuente sexual convicto Jeffrey Epstein (que se suicidó a la espera de juicio en una prisión neoyorquina) y su compinche Ghislaine Maxwell, en prisión por tráfico sexual de menores. Poco después de la condena a Maxwell, una de las víctimas, Virginia Giuffre, presentó una demanda civil contra el príncipe Andrés por abusos sexuales.
Tras la negociación, el príncipe evitó la humillación del juicio al llegar a un acuerdo por valor de 8,7 millones de euros. Un trato que se cerró por presiones de su hermano, ahora rey Carlos III, que deseaba dar carpetazo al escándalo antes del Jubileo de Platino de Isabel II.
El acuerdo le costó al príncipe Andrés algo más que dinero. Según los medios británicos, Isabel II le ayudó a costear esta millonaria indemnización. Sin embargo, la reina también hizo que su hijo favorito renunciase a sus funciones reales, así como a sus honores militares, manteniendo únicamente el título nobiliario de duque de York.
La reina Isabel y el príncipe Felipe con sus hijos en una imagen de 1968 captada en los jardines de Frogmore House.LOS DESCUIDOS DE SU MADRE QUE SUFRIERONISABEL II FUE MUCHO MEJOR REINA QUE madre. Adorada por sus súbditos, que la veían como una imperturbable roca, en casa las cosas eran distintas. Cuando se quitaba la corona para ser Lilibet o mom, Isabel mostraba el mismo entusiasmo con el que encaraba una recepción con el embajador de Francia o una cena de gala con Gorbachov.
No fue una mala madre pero no supo ser cariñosa. Que podía ser fría y distante era algo que intuíamos, pero
The Crown lo mostró sin tapujos. La serie no ha gustado nada a los Windsor porque destapa demasiadas intimidades familiares, entre ellas cómo se llevaba la reina con sus hijos: la distancia con Carlos, su preferencia por Andrés, la afinidad con Ana y el desapego con Eduardo. Sin embargo, Isabel siempre valoró su vida familiar, aunque no lo demostrara.
Dedicó mucho más tiempo al trono que a sus hijos, que crecieron rodeados de niñeras y personal de servicio mientras ella atendía sus deberes reales. La mayoría de las veces solo les veía en el desayuno y a la hora del té y ni siquiera en esos momentos se prodigaba en achuchones.
Los mayores fueron quienes más sufrieron sus ausencias. Carlos nació en noviembre de 1948, un año después de la boda de Isabel con Felipe de Grecia, de quien se había enamorado perdidamente a los 13 años. La princesa era joven (22 años) e inexperta, pero el bebé culminaba su historia de amor con el apuesto príncipe. Ana llegó dos años después. Isabel y Felipe disfrutaron de una vida fmiliar más o menos normal, sin deberes reales, hasta que la inesperada muerte del rey Jorge, que llegó al trono tras la abdicación de su hermano. Isabel no estaba destinada a ser reina pero asumió el trono con absoluta dedicación hasta el final de sus días.
Los niños crecieron bajo la tutela de
nannies y pronto se acostumbraron a las ausencias de sus padres, algunas tan prolongadas como la de 1952, cuando se marcharon de gira durante seis meses. A su regreso tampoco hubo besos para los niños, sino un apretón de manos. Carlos tenía 5 años y Ana 3.
La reina delegaba las decisiones familiares más importantes en su marido. Felipe había crecido en una familia desestructurada, con una madre ingresada en psiquiátricos y un padre ausente. Las academias militares fueron su hogar y recibió una educación espartana que quiso transmitir a su hijo. Pero Carlos era un niño sensible y le gustaba mucho más dibujar o jugar en el jardín que el boxeo o los caballos. Fue una decepción para su padre, que quiso endurecerlo mandándole al mismo internado escocés en el que él estudió. Gordonstoun y el acoso que allí sufrió casi acaban con el príncipe, que nunca perdonó a su madre que no hiciera nada por evitarle esos años de sufrimiento. Buscaba desesperadamente afecto y cariño, pero no lo encontró y desarrolló una relación compleja con ella.
Su hermana tampoco creció entre algodones, pero tenía un carácter más fuerte. A ella no la mandaron a ningún tétrico internado pero le gustaba montar a caballo y subirse a los árboles, para deleite de su padre. Se convirtió en su preferida. Ana normalizó la falta de afecto pero encontró en la pasión por los caballos el vínculo con su madre, que se mantuvo hasta el final. Con los años, además, desarrolló un marcado sentido del deber que le hizo ser muy comprensiva con ella. “Puede que de niños no entendiéramos las responsabilidades que se le impusieron como monarca, en las cosas y en los viajes que tenía que hacer, pero no creo que ninguno de nosotros pensara ni siquiera por un segundo que no se preocupaba por nosotros exactamente igual que cualquier otra madre”, declaró Ana en una entrevista a la BBC en 2002.
Con Andrés y Eduardo la reina vivió otro tipo de maternidad, más relajada. Andrés nació en 1960, 12 años después de Carlos. Gracioso y travieso, era guapo y se le caía la baba con él. Isabel siempre le perdonó todo, las juergas adolescentes, sus incesantes ligoteos e incluso los escándalos sexuales que, ya de adulto, acabaron despojándole de sus funciones reales y honores militares. Carlos no quería verle ni en pintura pero su madre no dejó de mostrarle su apoyo.
¿Y Eduardo? El pequeño de los Windsor es el más anodino. Llegó al mundo en 1964, cuando la reina ya tenía 38 años y no esperaba aumentar la familia. La crisis con Felipe, a causa de sus infidelidades, había quedado atrás y el nuevo bebé fue una alegría. Eduardo, sin embargo, supo enseguida que no iba a ser el centro de atención de mamá. Creció sin que nadie le hiciera ni caso,
EL MUNDO / SÁBADO 10 DE SEPTIEMBRE DE 2022