Django desencadenado en tres actosDiego Cuevas- Cadenas: de la figura del director y los amores y odios que rodean a su sombra. Incluye cameo de Elvira Lindo.
- Django: de la película en sí.
- Realidades alternativas: de la ficción y sus guantazos con la realidad. Incluye cameo de Spike Lee.
Apunte sobre las cadenas
Las películas de Quentin Tarantino han logrado de manera admirable convertirse en una maquinaria capaz de crear dos tipos de espectador antagónico. Por un lado está aquel que contempla al de Knoxville como un mesías del séptimo arte que desciende de los cielos arropado por varios querubines con la gentil intención de azotar al cine contemporáneo disparándole a bocajarro un racimo de
coolnes en las pelotas sin quitarse las gafas de leer ni la gorrita de Kangol.
Y por otro está aquella parte de la audiencia que repele dicha canonización del director y no puede evitar sentarse ante sus películas repitiéndose mentalmente lo que el realizador quiere es ametrallarles con una batería de referencias interminable. Referencias que escapan al entendimiento de cualquiera que no haya atracado un videoclub pidiendo a gritos que le rellenaran el saco con lo más selecto del cine paralelo. Destacan los casos extremos, esos que tienen la curiosa teoría de que en alguna vida anterior un antepasado de Tarantino sodomizó a algún ancestro relativo sobre un potro de gimnasia.
Ni tanto ni tan poco. Alguien dijo que Tarantino nunca fabricaba sus películas pensando en lo quería ver el público en pantalla y que en ese detalle probablemente radicaba su frescura. En realidad Tarantino parece rodar las películas que a él le gustaría ver como público. Tildar a su cine de apropiacionista cuando en el fondo demuestra un marcado carácter personal es errar el vaso sobre el que se quiere miccionar, por muy extenso que sea el archivo de influencias y muy evidente la colección de cromos. El realizador sufre de un encumbramiento desmesurado porque tanto su figura de
showman cinéfilo como los medios periodísticos han logrado proyectar una sombra de su figura que llega a empapar sus films, y esto es en cierta medida algo inevitable cuando la personalidad de uno está tan acostumbrada a entrar en los sitios con la misma finura con la que un hombre orquesta lo haría en un entierro.
Explotó con la fantástica
Reservoir dogs, que era realmente una falsa opera prima; la desconocida y muy casera
My Best Friend’s Birthday, de la que solo se conserva parte del metraje (unas llamas ejercieron de improvisadas editoras del resto), fue en realidad su primera cinta finalizada y los restos que se pudieron salvar de la quema rodaron por festivales para disfrute de acérrimos admiradores. Y después remató con
Pulp fiction, o el
Cien años de soledad del director: recopilar decenas de ideas fantásticas en una obra redonda. Tras esto firmó la parte más digna de aquel Frankenstein que era
Four Rooms y ya con un guión ajeno en la mesa estrenó
Jackie Brown, su balada a la
blaxpotation y la cinta que indicaba el momento justo en el que el hombre decidió pisar un poco más flojo el acelerador.
Kill Bill vol 1 y
vol 2 amasaron una cantidad envidiable de público con la silueta de niñas (y no tan niñas, ni en el género) de instituto que dejaban las
Bratz para agitar las katanas. Las dos entregas de Uma Thurman en modo Dios sesgaron por completo a la población cinéfaga: o era un ejercicio de estilo, o era una mamarrachada con una coñoneta. Y nadie se paró a pensar que quizá solo era un malabarismo pop, absurdamente estirado pero sin tanta ínfula. Con una sosaina
Deathproof demostró que algunas películas es mejor no separarlas al nacer de su hermano siamés bueno y con la deshilvanada pero decente
Malditos bastardos moldeó el cine bélico a su manera, haciendo que cada personaje recitara cuatro páginas de libreto para preguntar dónde estaba el servicio y osando crear una realidad paralela a la histórica.
Por mucho que le pese a unos cuantos (entre ellos los fanáticos de sus inicios) el rumbo que ha tomado el director últimamente, de un carácter mucho más autocomplaciente y dedicado al entretenimiento, no es un cambio tan espantoso como para desgarrar túnicas. En el fondo, su escalada alcanzó cima prematuramente con
Pulp fiction y hasta el momento hay pocas señales evidentes de que el hombre quiera repetir algo similar en el mismo terreno. De todos modos, si ya tenemos
Pulp fiction, ¿para qué querríamos otra? Para directores compuestos en su mayor parte por ajo y rodeados de familiares de Vinnie Jones ya tenemos a Guy Ritchie. En realidad es más divertido ver al cabezón correteando entre los géneros que le endurecen algún músculo y observar qué es lo que puede, lo que quiere y lo que se le escapa al dedicarse a exprimirlos.
Elvira Lindo acaba de manifestar su intolerancia hacía los recientes modales del director a través de una
columna de opinión de El País. Se antoja medianamente simpático que la escritora salte de la silla a causa de un Tarantino que se niega a responder por millonésima vez cierta cuestión durante una entrevista promocional. Tarantino y sus egos en realidad existen para dirigir películas que pueden ser mejores o peores, pero no para demostrar buenos modales mientras la productora le lleva de tour por los
caterings del mundo. Y quizá en una realidad paralela Elvira Lindo podría ser una de esas fanáticas de
Pulp fiction que no han perdonado la condición reciente de
entertainer del realizador y escribe su columna desde casa bajo un póster con el recitado de Ezequiel 25 17, una camiseta de
Speed Racer y la colección alineada de muñequitos gánsters bautizados mediante colores y con inquietudes sobre las dietas carnívora de Madonna. Podría, pero la sombra de Tarantino no es tan alargada. A veces solo parece ser una persona a la que amar u odiar, y eso en realidad es un problema cuando se habla de su cine.
Django
Hay una escena en
Django desencadenado en la que unos sirvientes preparan cuidadosamente una mesa para un banquete. Es la antesala a una negociación en la que Tarantino se atreve a soltarnos más de 20 minutos de metraje encerrados en una misma habitación en la que sienta a la mesa a los tres personajes que ejercen de pilares maestros del film. Y junto a ellos a Django. La escena no se hace larga porque la difumina el hecho de que en ella la tensión se esté dedicando de forma obcecada a inflar un globo hasta proporciones obscenas. Previamente a este momento el director ha repasado el rito iniciático, la
buddy movie y el
spaghetti que condimenta cierto
western. Y mientras eso ocurría no nos ha molestado que en su cuento de vaqueros Django, pese a darle nombre al film y llevar el casco de un Sigfrido salido de
El anillo del nibelungo, tenga menos presencia y carisma que ciertos miembros del reparto que lo rodea. No es problema tanto de Jaime Foxx como del personaje sobre el papel; Django es el gatillo del film, el fin último es convertirlo en una ametralladora, destaparlo y que ponga el punto y final. El camino que se recorre es su búsqueda y durante ella un personaje coprotagonista (que funciona en realidad como protagonista) y dos villanos se meriendan toda posibilidad de dejarle destacar.
Django desecandenado es la última obra de Tarantino y también es lo mejor que ha rodado en los últimos años. Al mismo tiempo es una película que tiene las pelotas de considerarse interesante durante 165 minutos, cosa rara hoy en día con una cinta que no tiene en su reparto a enanos que serían la pesadilla de un podólogo, y durante la mayor parte de ese tiempo lo logra. Comienza con melodías y títulos de crédito pretendidamente añejos y un Django encadenado. También con el encuentro con un icónico carromato, coronado por un balancín en forma de muela, y con su conductor, el personaje de Christoph Waltz (que se retroalimenta de aquel Coronel Hans Landa de
Malditos bastardos) de impagable acento y geniales formas. Se nos descubre el esperado ingenio del diálogo (ese vaquero abatido que menta primero a su caballo y después a su hermano tras un incidente) y la brutalidad de la violencia con las primeras salpicaduras de hemoglobina y carne exageradas. Con esta introducción tenemos un escenario maravilloso montado, como también lo teníamos de manera similar en el brillante prólogo de
Malditos bastardos. Pero la fábula de Django parece en su conjunto, y pese a trotar entre los cambios de ritmo con demasiada confianza, una obra más redonda, con menos aristas y más cerrada que la de los judíos que pateaban culos nazis.
La película se sitúa en 1858 y utiliza como marco el periodo de la esclavitud negra americano. Su primera parte convierte al Dr. King Schultz (Waltz) en un Obi-Wan Kenobi que adopta a Django como aprendiz del oficio de cazarrecompensas y ambos nos llevan de viaje por una entretenida cacería de cabezas tasadas, durante la cual se pronunciará el símil con la leyenda germánica cuando ambos personajes decidan unir fuerzas para rescatar a la Brunilda del protagonista, mujer de la que fue separado cruelmente. Esta primera sección funciona de manera excepcional porque el personaje de Waltz está escrito con grandeza y porque las osadías que se permite la narración, como esa broma que en realidad es un
sketch con Jonah Hill como
guest star a costa de una agrupación anacrónica calcada al Ku Klux Klan, pese a ser simpáticas no suprimen los aciertos en los hallazgos visuales (la escena de un cuerpo desplomándose de su montura al recibir un disparo fuera de plano), los narrativos (el asesinato de un padre ante su hijo), y la esperada brillantez del texto (
—You don’t know if you’re positive?). Hasta que tras una hora de rodaje y bajo la excusa de brutales luchas de mandingos (inspiradas directamente por la olvidada
Mandigo de Richard Fleischer) se nos presenta al villano en los dientes de un Leonardo DiCaprio inesperadamente genial en el papel de Calvin Candie, engreído iletrado de soberbia subida que se define a sí mismo cuando requiere que lo traten de
Monsieur pese a no entender una sola palabra de francés. La película se relaja, nos pasea hasta el escenario del villano y por sorpresa nos regala a uno de los mejores personajes que ha escrito Tarantino: Stephen (el
motherfucker de Samuel L Jackson tuneado) o el antagonista supremo, un esclavo negro más esclavista, inteligente, engreído y manipulador que su propio dueño. El Sr Ausente
apuntaba recientemente en su blog cómo la verdadera grandeza de ese personaje consistía en pervertir el estereotipo lamentable de negro buenrollista que Disney retrató en
Canción del sur, y ese es el apunte más acertado que se puede encontrar sobre lo ingenioso de la figura que ha construido el director. No solo se convierte a la víctima en motor del propio sistema que lo esclaviza sino que además la reviste de una cáscara que en el imaginario popular se sitúa en las antípodas de sus intenciones. Es tan retorcido como los resortes que funcionan dentro del propio Stephen.
Y decíamos que Django frente a todo esto no resulta tan interesante. Porque sus visiones quedan eclipsadas por la verborrea de Schultz, por la peligrosidad paleta de Candie y por lo maquiavélico de Stephen. Porque su encuentro con la amada no deriva tan seductor para el espectador como lo que ocurre con el resto del casting, y sobre todo porque en el momento en el que realmente se le desencadena y la única solución posible (y en el fondo lógica) es resolver las cosas redecorando el escenario con una manguera de sangre, la película decide no acabar del todo, volverse autocomplaciente, agarrar a Django por los huevos y llevar al personaje aquí y allá para desembocar en un final en el que a Foxx solo le falta montar en un descapotable con amortiguadores-pogo y alejarse botando hacía el horizonte. Esto no destroza la película, porque todo lo anterior ha sido servido con bastante distinción, pero la aletarga con un epílogo que parece un pegote; Django se pasa toda la narración apilando odio en su interior en silencio (la D es muda, reza el cartel promocional) y somos conscientes de que en algún momento tendrá que estallar, pero Tarantino decide no acabar donde sería lógico y transforma al esclavo vengador en un
Bad Motherfucker con gafas de sol. Ojo al apellido de su mujer para más pistas.
El resto de pegas que se le pueden poner a la película sobrevuelan ciertas decisiones cuestionables del guión: los protagonistas permitiéndose un invierno a modo de entrenamiento cuando la amada a rescatar está probablemente siendo utilizada como juguete sexual en la finca de algún degenerado, o lo inesperado de encontrar al metódico Schultz (que recordemos, es un hombre capaz de disparar a otro hombre frente al primogénito de este) perdiendo las formas y liándola parda de la peor manera posible en el último momento de una negociación crucial.
En el escaparate de lo mitómano tenemos el simpático cameo de Franco Nero (protagonista del
Django de 1966 de Sergio Corbucci), a Don Johnson con un bigote demencial, a una irreconocible Zoe Bell y un fugaz Tom Savini, a un globo aerostático con sombrero y ridículo acento australiano que las malas lenguas dicen que es el propio director caminando con calzador por su propia película, las referencias a Corbucci (un libro sobre su obra se supone que fue el germen inspirador de la propia
Django desencadenado),
easter eggs esparcidos de manera voluntariamente accidental y banda sonora ecléctica que recoge desde pistas del
score para
Dos mulas y una mujer creado por Ennio Morricone hasta estilos mucho más contemporáneos como el del rapero Rick Ross o la pista que se atreve a remezclar Tupac con James Brown. Y a un Tarantino más en forma (mental, que no física, visto lo visto) y equilibrado que de costumbre. Equilibrado en casi todo excepto en su retrato nada discreto de la violencia en pantalla, un detalle que en realidad es estupendo; elevar la salpicadura al carácter de gratuidad injustificable requiere mucho estilo, y exagerar el escenario del tiroteo con litros de tomate y vísceras consigue convertirla en un elemento más de juego, en una evidencia de su irrealidad salvaje.
Realidades alternativas
Spike Lee anda bastante cabreado con la película del padre de Vincent Vega. No es el primer cruce que tiene con el director, tiempo atrás (durante la llegada a las salas de
Jackie Brown) ya había criticado duramente el uso de la palabra, de tintes despectivos,
nigger en sus libretos. En el caso de
Django desencadenado a Lee le fastidia bastante que Tarantino toquetee la historia de la esclavitud y la convierta en un western para uso y disfrute. Su opinión quedó
reflejada públicamente en forma de tuit:
“American Slavery Was Not A Sergio Leone Spaghetti Western. It Was A Holocaust. My Ancestors Are Slaves. Stolen From Africa. I Will Honor Them” (las mayúsculas dominantes son cosa, presumiblemente, del teléfono móvil de Lee). Es decir, “La esclavitud americana no fue un spaghetti western de Sergio Leone. Fue un Holocausto. Mis ancestros son esclavos, robados de África. Yo les honraré.”
La postura del fan de los New York Knicks es respetable, pero algo extrema y quizá más viniendo de alguien que se dedica a la dirección. El hombre posteriormente declararía en una entrevista televisada que no tenía intención de ver el film y Tarantino directamente evitaría entrar en una partida de ping pong dialéctica.
La inmoralidad que sugiere Lee resulta bastante errónea por tratar de otorgar una solidez anclada en la fidelidad histórica a lo que en el fondo solo es una película;
Django desencadenado no es una lección de historia (como tampoco lo era
Malditos bastardos, cercana a otro Holocausto) y ni siquiera sugiere verosimilitud a nada que vaya más allá de los productos de entretenimiento en los que se basa. En ella la esclavitud americana es simplemente un escenario para desarrollar otro tipo de historia. Tarantino no reescribe de manera ofensiva el contexto, simplemente juguetea con él para extraer del mismo a un héroe vengativo dispuesto a escalar montañas y cruzar círculos de fuego. Incluso el carecer de una moraleja sobre el tema tiene su coña: el único personaje del film que se atreve a insinuar, mediante una pseudociencia absurda, el carácter sumiso de la raza negra (¿por qué nunca se han alzado contra nosotros? se pregunta) no podía ser otro que ese payaso inculto construido por DiCaprio.
Y a cuento de todo esto vienen los límites y las cuentas pedidas. Una obra de ficción no tiene la obligación de adaptarse a la realidad si realmente no le conviene y sí que tiene todo el derecho de crear, con mayor o menor fortuna, una realidad paralela. Es gracioso que
Pearl Harbor o
U-571 (por poner solo dos ejemplos) puedan bajarse los pantalones tomándose cualquier tipo de licencia en cuanto se encuentran frente a frente con el espectáculo y la taquilla pero que a Tarantino, una persona que tiende a hacer lo que le dicta el apio, se le eche en cara trivializar cierto periodo. Más aún cuando
ni siquiera ha sido el primero en hacerlo.
Cuando la ficción tenga realmente que rendir cuentas y sacrificar su propia premisa tendremos un problema. Si hubiera que acercar el cuento hasta el plano de la realidad desaparecería el término mismo de ficción y entonces habría que preguntarse para qué querría alguien entrar en una sala de cine. En
The New Yorker (un medio que en esta casa conocemos solo de oídas)
también le dedicaron un interesante artículo a la realidad alternativa que proponer el celuloide. En el mundo actual The Weinstein Company ha tenido que
parar la venta de figuritas basadas en la película porque ciertas protestas consideraban que trivializaba el esclavismo. En las salas cientos de culos inquietos han rellenado butacas propiciando una lluvia de millones de dólares (es la película de Tarantino que más dinero ha recaudado en las Américas). Y en la pantalla Django es un esclavo negro que cose a tiros a decenas de blancos para llegar hasta Broomhilda. Y esto último nos parece estupendo.