La Canina de la hermandad del Santo Entierro de Sevilla David Gistau, nazareno de la CaninaCuando todo parecía preparado para que una turba de plumillas, letraheridos e incluso poetas hiciera su estación de penitencia con el Santo Entierro, la quebrantada salud de Vicente Tortajada nos dejó con el incienso en los labiosFernando Iwasaki
El episodio que voy a narrar, circuló durante años como leyenda urbana o historia apócrifa por los ambientes cofrades de la «deep web». A saber, que una turba de plumillas, letraheridos e incluso poetas, solicitó a la Real Hermandad Sacramental del Santo Entierro y María Santísima de Villaviciosa, desfilar como penitentes del paso alegórico del Triunfo de la Cruz sobre la Muerte, vulgo la Canina. Me dispongo a contar la verdad más verdadera de aquel episodio constelado de amistad, y de paso compartiré uno de los documentos secretos de aquella aventura.
Rompía la primavera del año 2001 cuando David Gistau alquiló un estudio en la calle Conde de Ibarra y se avecindó durante unos meses en nuestra ciudad. Gistau venía de Miami horrorizado y urgido de puchero, pero en Sevilla halló consuelo y disfrutó de la hospitalidad de Alfredo Valenzuela, quien le presentó al poeta Vicente Tortajada, lo llevó a la tertulia de la Academia de Malas Letras y Peores Costumbres y lo abandonó en medio de una bulla, porque tampoco era plan llevarlo de procesiones como si fuera un guiri. Gistau -que entonces era columnista de «La Razón»- quedó fascinado con Tortajada y gracias al poeta descubrió el lado heterodoxo de la Semana Santa, porque la erudición de Vicente sobre la materia era menendezpelayesca.
El caso es que de tanto hablar sobre la Semana de Pasión, a Tortajada le entró la melancolía cofrade y -consciente de estar jugando la prórroga del cáncer- expresó su deseo de salir de nazareno en el paso de la Canina. Y como Vicente se gastaba una pierna amputada y había recuperado cierta alegría a bordo de la silla de ruedas motorizada que le había regalado la academia, a Alfredo Valenzuela se le ocurrió que todos los amigos debíamos acompañar a Tortajada en su última estación de penitencia. Es decir, en la Semana Santa de 2002. Alberto Guallart e Íñigo Ybarra, miembros de la tertulia y Hermanos del Santo Entierro, nos avalaron a los demás, a pesar de que la mayoría jamás había formado parte de ninguna hermandad ni mucho menos rozado el ruan de una túnica.
Solicitud de David Gistau para ser admitido en la Hermandad del Santo Entierro (2002)Vicente Tortajada era hermano de Veracruz, Ignacio Romero de Solís del Museo, Ignacio Garmendia del Baratillo, Javier González de La Paz y servidor de La Candelaria. El poeta Pepe Serrallé había salido una sola vez de nazareno con los Estudiantes, pero lo hizo reemplazando a uno de sus hermanos que estaba haciendo la mili, para que no perdiera el sitio. El resto de los amigos -plumillas, letraheridos e incluso poetas- carecía de experiencia y probablemente de fe, pero por amistad a Vicente Tortajada también cumplimentaron su solicitud de ingreso al Santo Entierro Alfredo Valenzuela, Abelardo Linares, Manuel Gregorio González, Luis Sánchez-Moliní, Mario Goyre, Manuel Lombardo, Diego Carrasco, Alfonso Crespo y Manuel Rosal. A dicha iniciativa se sumó con entusiasmo Ultrasur, ese oso querendón y desmanotado que era David Gistau.
A Íñigo Ybarra e Ignacio Romero de Solís -hijo y nieto de Hermanos Mayores, respectivamente- les aterraba que Gistau se pusiera a gritar «Canina, ¡guapa! ¡guapa! ¡guapa!», aunque para disuadirlo estaba Vicente, quien convenció a Gistau de que lo suyo era regalarle un manto a la Canina, como quería Valdés Leal. Del Santo Entierro recibimos las túnicas y la sugerencia de que Vicente Tortajada no usara la silla motorizada, por lo que Manolo Gregorio, Alfredo Valenzuela y el propio Gistau, se ofrecieron a empujar la silla de ruedas. Sin embargo, cuando todo parecía preparado para que una turba de plumillas, letraheridos e incluso poetas («suburbios, sinagogas», decía Vicente) hiciera su estación de penitencia con el Santo Entierro, la quebrantada salud de Tortajada nos dejó con el incienso en los labios. Y pocos lo sintieron tanto como David Gistau, ilusionado con el esparto del silencio y la morena fragancia de la cera, sin saber que la guadaña de la Canina también lo había precisado.
Seguro que los cofrades verdaderos atesoran historias más bellas y épicas que la que acabo de narrar, pero a mí me conmueve recordar cómo -por cariño y admiración- una tropa volteriana estuvo dispuesta a desfilar en Semana Santa. Ahora que ni David Gistau, ni Íñigo Ybarra, ni Vicente Tortajada habitan entre nosotros, he querido recordarlos hoy -Sábado Santo- porque gracias a ellos somos Hermanos de la Muerte.