Woody Allen y Mia Farrow junto a Misha, Dylan (en brazos de Mia), Fletcher y Soon-Yi, que luego sería la mujer de Allen, en 1986.Woody Allen: "Sin creer en la vida futura, es igual que me recuerden como director o pedófilo"'A propósito de nada', la autobiografía recién publicada del director, se convierte en un ajuste de cuentas contra Mia FarrowLUIS MARTÍNEZ
Cuesta recuperar el aliento tras la lectura necesariamente atenta (y, por momentos, estupefacta) de
A propósito de nada, la autobiografía siempre pospuesta (y hasta negada) de Woody Allen. El lunes, y tras la negativa de Hachette de editar el libro, Arcade Publishing sorprendió no tanto con noticia o promesa alguna como directamente con un hecho rotundo. De golpe, el libro estaba ahí como si se tratara de uno de los trucos de magia que tanto han cautivado siempre a su autor. Son 400 páginas que pesan como plomo fundido hasta en el Kindle, la manera instantánea de acceder a él. «Me desagrada», se lee casi al final, «haber dedicado tanto espacio a la acusación falsa de la que he sido víctima, pero digamos que el asunto ha traído agua al molino del escritor. Al fin y al cabo, ha añadido un elemento dramático a una vida por otro lado bastante banal».
Se antoja difícil cuantificar cuantas palabras ocupan en el total lo que se puede considerar, a tramos, como una aclaración o un resumen o un desquite o, directamente, un ajuste de cuentas. Mia Farrow empapa cada párrafo, aunque no aparezca. Por momentos, da la impresión de que la puntual descripción de toda su carrera, desde su trabajo como negro para shows televisivos a su filmografía película a película pasando por sus inicios como monologuista de éxito, está ahí para dar fe únicamente de que él hace cine y que, obviamente, ni tiene tiempo ni le interesa el abuso de niños. Pero un paso más allá, y de forma ya explícita, el no menos detallado relato de su vida amorosa mujer a mujer cumple el declarado propósito de reivindicar para sí el bien confuso de la
normalidad. «Es mentira», dice en varias ocasiones, «que me hayan interesado nunca las menores de edad. Casi ninguna de mis amantes ha sido más joven que yo». Y luego está, ya sí, la durísima reconstrucción de su relación con la mujer con la que compartió 13 años de vida y cine. «Desequilibrada», «manipuladora» o «mentirosa» son adjetivos que se van alternando con acusaciones nada veladas de maltrato a sus hijos o de la utilización de su afán por adoptar con fines oscuros («Tú haces películas, mi trabajo consiste en ser madre», dice Allen que le llegó a decir).
«¿Cómo se entiende que dos de sus hijos adoptados se suicidaran?»
En realidad, Woody Allen no ofrece, ni lo pretende, datos nuevos. Su versión, por así decirlo, es clara y varias veces hecha explícita. Pero nunca hasta ahora de manera tan meticulosa y hasta agresiva. La única culpa que se atribuye el autor es la de no haber sido capaz de ver las señales de peligro. Cuenta que apenas entablar conocimiento con Mia, ella le propuso sin apenas mediar ni cortejo ni casi conversación tener un hijo juntos. Entonces, ella era madre de siete (cuatro adoptados y tres biológicos con el músico André Previn). Toda su familia, sigue con saña, presentaba un historial de «alcoholismo, drogodependencia y problemas con la ley. De entre sus tres hermanos y sus tres hermanas, uno se suicidó, otro acabó en el manicomio y un tercero fue a prisión por molestar a los niños». Esa fue la primera «bandera roja», dice, que no fue capaz de ver. Otra, sigue, es el «apego antinatural» que mantenía con su hijo Fletcher. Y para que no quede duda trae a colación la descripción de Moses, uno de los siete hijos ya alejado de la madre. Salvo él, Fletcher, todos sufrían, siempre según el relato de Moses, maltratos: «Incluso mi hermano Thaddeus, un parapléjico por culpa de la poliomielitis, estuvo encerrado toda la noche en un cobertizo de jardín, como castigo por alguna tontería».
Allen insiste en que la distancia (cada uno vivía en un apartamento a un lado y otro del Central Park neoyorquino) y el trabajo (al ritmo de una película por año desde
Zelig a
Maridos y mujeres, un total de 11 películas, obra maestra tras obra maestra con la excepción quizá de
September y
Sombras y niebla) le impidió darse cuenta de nada. Y así hasta que se enamoró de Soon-Yi, su mujer actual desde hace 20 años e hija adoptada de Mia. El director insiste en que sólo reparó en ella cuando estaba en la universidad con 22 años cumplidos; y que nunca (y por culpa de los comentarios de Mia que la trataba de «idiota») había pensado en ella más que como una niña con un pasado cruel y desestructurado a la que había que ayudar. Y así hasta llegar al episodio de las fotos que desencadenó todo. Tras una noche de pasión, él y ella se hicieron una fotos «muy sexys» («para aumentar la presión del momento», escribe) y esas polaroids fueron a parar de manera descuidada a una repisa al alcance de cualquiera, incluida la propia Mia, madre de una y ex amante del otro.
Es quizá éste el único punto en el que Allen pierde el aplomo demostrado en cada línea de la autobiografía. «¿Dejé las fotos a propósito a la vista para cortar una relación ya agotada? ¿Inconscientemente quería romper? No. Fue solo el error de un tonto», se lee entre la rabia, el arrepentimiento y sólo el desconcierto. Lo que vino después es conocido: la ruptura después de que Mia acusara a Allen de haber abusado de la otra hija de siete años de edad adoptada por los dos, Dylan. Eso y un largo caminar por tribunales, psicólogos y fiscales donde quedó sin demostrar nada. Allen lo vuelve a contar todo y desciende a una aburrida prolijidad sólo compensada por la ira. «¿Cómo se entiende que dos de sus hijos adoptados se suicidaran, un tercero casi los imitara, mientras que otra hija, VIH positiva, murió de SIDA a los treinta años sola en un hospital en la mañana del día de Navidad?», se pregunta el autor en un momento dado antes de acusarla de recorrer orfanatos en busca de niños desvalidos «como el que hojea libros de segunda mano», o de denunciar como la madre amantísima dormía desnuda con Satchel; es decir, con el que luego cambiaría el nombre a Ronan y que teóricamente era hijo biológico de los dos (y lo de teórico corre a cuenta de que posteriormente ella confesaría que el padre era Frank Sinatra, pareja anterior). La rabia, en efecto, es esto.
«... la mujer siempre tiene razón»
Allen no deja pasar la ocasión para, precisamente, pasar lista y acordarse de todo y de todos: los que se apuntaron, y ahí siguen, al «linchamiento» (en palabras del Javier Bardem) y los que le defendieron. Primero se dirige al juez que instruyó el caso (Wilk) y le acusa de utilizar su puesto para incluso acosar a algunas de las mujeres por él juzgadas. Y, luego, a todos los demás que tras la nueva declaración de Dylan ya en pleno
MeToo con 30 años cumplidos le abandonaron. «Me sorprende que alguien como yo, que ha prestado tanta atención a los personajes femeninos en todo mi trabajo, haya sido atacado con tanta furia por los talibanes del
MeToo», dice sin bajar el tono. Se lamenta de que actrices como Greta Gerwig, con la que trabajó en
A Roma con amor hayan hecho público su arrepentimiento. Intenta comprender que, por aquello de su candidatura al Oscar, Timothée Chalamet haya incluso declarado su intención de devolver el dinero recibido por su trabajo en
Día de lluvia en Nueva York. Pero sus palabras más amargas son para el periódico
The New York Times del que se confiesa lector de toda la vida y que, dice, no le ha dado jamás ningún opción ni a él ni a nadie de su entorno ni de explicarse ni de intentar explicar lo que consideran la verdad. Hillary Clinton, además, rechazó su donación de 50.000 dólares.
También hay agradecimientos (a Bardem, Scarlett Johansson, Alec Bladwin o Blake Lively) y entre ellos destacan los dedicados a cada una de sus mujeres: «Harlene, Keaton, Louise Lasser y Stacey. Después de conocerme íntimamente y, en algunos casos, de haber vivido años conmigo, habrían tenido que darse cuenta si podía acosar a una niña». Y un grito, éste de rabia: «Con la llegada del MeToo, el hecho de que una falsa acusación se volviera contra mujeres acosadas reales parecía ser secundario». Y una más: «Por Dios, los que me acusan estan en contra de la pedofilia y no tienen miedo de decirlo en voz alta, especialmente a la luz del nuevo descubrimiento científico de que la mujer siempre tiene la razón».
«Que mis cenizas se esparzan cerca de una farmacia»
Allen, en cualquier caso, y pese al evidente enfado, no pierde la voz. Por una vida entera dispuesta casi en línea recta, el autor no renuncia a ser él mismo. E insiste en sus clásicos. Que si él jamás ha conseguido una obra maestra; que si lo único que tiene de intelectual son sus gafas negras; que si lo daría todo por escribir como Tennessee Williams y rodar como Elia Kazan; que si lo daría todo, por tanto, por haber firmado la obra a la que siempre vuelve:
Un tranvía llamado deseo. En cuanto descansa de su ira, el texto se enreda sobre sí mismo para perderse y volverse a reencontrar en divagaciones, pensamientos y hallazgos deslumbrantes. Siempre sincero: «Nunca he leído
Ulises, Don Quijote,Lolita, Trampa 22, 1984. Nunca he leído una línea de Virginia Woolf, E.M. Forster, D.H. Lawrence; Lo mismo ocurre con Dickens y las hermanas Brontë». Y sin renunciar nunca a ese catastrofismo inteligente, a ese pesimismo iluminado «Sin creer en una vida futura, no veo qué cambiará si me recuerdan como director o pedófilo. Solo pido que mis cenizas se esparzan cerca de una farmacia», escribe como sólo él es capaz.
"'Maridos y mujeres', mi obra más libre"
La autobiografía añade poco sustancial a la literatura
'alleniana' existente y publicada. Poco nuevo sobre su cine en sentido estricto. En muchos aspectos, el nivel de detalle de la larga entrevista de Eric Lax al cineasta de Brooklyn resulta mucho más revelador. Sin embargo, la lucidez con la que él mismo reivindica trabajos olvidados y fulmina algunas de sus grandes obras se antoja impagable. Tiene claro que
'Maridos y mujeres' es sin duda su obra más libre, más arriesgada; discute con voluntad casi suicida la parte en la que él es es el personaje principal de
'Delitos y faltas'; adora
'Balas sobre Broadway' por lo que tiene de comedia sin complejos; está convencido de que
'La rosa púrpura del Cairo' es la película que mejor le define como cinéfilo profundamente alérgico a la realidad (sólo dio con la clave cuando, de repente, imaginó el encuentro entre el personaje que sale de la pantalla y el actor que visita la ciudad), y tanto el intento de imitar a Bergman ('Interiores') como de jugar a ser Chejov ('September') le pueden y le abruman. ¿Y su obra preferida? Nadie los sospecharía: 'Wonder Wheel'. Lugar de excepción tienen en 'A propósito de nada', dos de los directores de fotografía con los que ha trabajado: Gondon Willis y Carlo de Palma. El primero, por meticuloso y genial; el otro, por caótico y exactamente igual de brillante. Por lo demás: "Hacer películas me gusta, pero carezco de la decisión y el empeño de Spielberg o Scorsese. No consigo permanecer el el set hasta el agotamiento y renunciar a ver el principio de un partido de baloncesto o a acostarme con mi mujer a su hora".
«Un 'schlemiel' (idiota) de bronce en Oviedo»
España tiene también su espacio en A propósito de nada. Y lo tiene tanto para la calma como para el ruido. «Oviedo es un pequeño paraíso, con la única mancha de la presencia de un schlemiel (idiota en hebreo) de bronce», dice. Y lo hace justo después de comentar divertido esa obsesión por robarle las gafas a la estatua que pasea por el centro de la ciudad asturiana. Recuerda cuando recibió el Premio Príncipe de Asturias, uno de lo pocos que ha aceptado en su vida, y tiene presente de manera muy especial su encuentro con Arthur Miller gracias a Oviedo, a España y a sus príncipes. De paso, reconstruye la cena que ofreció a los ahora reyes en su casa de Nueva York. Pero es la ciudad de San Sebastián la que recibe el honor de aparecer justo al final. No en balde es ahí donde por fin ha podido hacer la que es su última película.
El festival de Rifkin, pese a todo.
«¿Cómo resumir mi vida? Tantos errores estúpidos compensados por la suerte. ¿Mi mayor arrepentimiento? Que tenía millones para hacer películas en total libertad y nunca filmé una obra maestra. Si pudiera cambiar mi talento por el de cualquier otra persona, viva o muerta, ¿a quién elegiría? Bud Powell. Aunque Fred Astaire viene poco después. ¿Mi heroe favorito? Shane [Raíces profundas]»
La crítica se ensaña con la autobiografía de Woody Allen, "un pervertido peligrosamente desequilibrado""Si usted se ha quedado sin papel higiénico, las memorias de Woody Allen también son de papel", titula su crítica el 'Washington Post'PABLO PARDO
Leer las memorias de Woody Allen,
A propósito de nada puede provocar coronavirus mental. O peor. Es la peste bubónica intelectual del siglo XXI. Cuando el crítico literario del
New York Times Dwight Garner anunció a su esposa e hija que iba a hacerla, "me miraron estupefactas, como si les hubiera dicho que iba a ir al último bufé que todavía siga abierto y a lamer las "barras de estornudar", es decir, las mamparas de plástico transparente que protegen la comida para que la gente no les eche encima gérmenes, o saliva, o mocos.
Así lo explicaba Garner el miércoles pasado en el tercer párrafo de su reseña del libro. En el cuarto, anunciaba que el artículo "no es un veredicto acerca de la moralidad de Allen". Pero en el sexto el pobre hombre tenía que dejar constar, antes de entrar en materia, que "creo que la relación sexual de Allen con Soon-Yi Previn, la hija adoptiva de su pareja durante muchos años, Mia Farrow, que empezó cuando Previn tenía 21 años, fue, evidentemente, un acto de un pervertido cuyas neuronas están peligrosamente desequilibradas".
En el séptimo párrafo entraba en las acusaciones - rechazadas tras dos investigaciones por la policía de EEUU - de que Allen había abusado sexualmente de otra hija adoptada de Farrow cuando ésta tenía 7 años. En el octavo, advertía una vez más al lector que el libro había sido escrito por Woody Allen, así que "máteme o siga conmigo: tenemos un libro del que hablar". Iban luego seis párrafos sobre, increíblemente,
A propósito de nada, culminados con otros 15 acerca de los comentarios sexistas que el director y actor dedica a una serie de mujeres. Entre medias, 71 palabras para recordar que Allen se casó dos veces, tuvo una larga relación con Diane Keaton, fue amigo de Mel Brooks y Norman Mailer, y toca en un grupo de jazz.
La actitud de Garner, aunque condescendiente como solo puede serlo el
New York Times, es de las más educadas hacia A propósito de nada. El
Washington Post ha sido mucho más directo. La escritora Monica Hesse ha titulado su reseña del volumen pensando, de nuevo, en el coronavirus: "Si usted se ha quedado sin papel higiénico, las memorias de Woody Allen también son de papel". Y la columnista del
Guardian Catherine Bennett lo ha calificado de "autoinculpatorio".
En todos esos casos, la crítica es la misma: en sus memorias, Allen aparece como un tipo con mala leche, egocéntrico y neurótico, y, sobre todo, incapaz de mirar a una mujer joven y guapa sin desnudarla mentalmente. ¿Quién podría imaginar semejante cosa del director de títulos como
La comedia sexual de una noche de verano, o
Todo lo que usted quería saber sobre el sexo pero no se atrevía a preguntar, o de frases del estilo de "nunca te he visto como una hembra de tipo humano" (
Balas sobre Broadway)?
El libro deja claro, según Garner, que Allen "es un hombre del siglo XX en el siglo XXI". Lo que, de nuevo, considerando que el cineasta tiene 84 años, revela, más que otra cosa, que el crítico del Times sabe contar. Evidentemente, el tratamiento que da el cineasta a las mujeres es impropio de la era actual. Allen, quién lo iba a pensar, es un viejo verde que hace de las mujeres objetos a los que se refiere como "rubia cañón", "aperitivo delicioso", "frutita exquisita", "grácil modelo de lencería" o "chica de póster central de revista". Una de sus ex esposas "nunca encontró un colchón que no le gustara". Scarlett Johanson es "sexualmente radioactiva". Christina Ricci, "completamente deseable". Penélope Cruz es "una actriz buena y complicada" pero, sobre todo, "uno de los seres más sexies sobre la faz de la Tierra y, emparejarla con Scarlett eleva la valencia erótica de cada una al cubo".
Para describir la relación que él tuvo a los 42 años con Stacey Nelkin, que entonces apenas tenía 17, explica que "entramos en faena".
No está claro si son reseñas o ataques, pero esas críticas soslayan el hecho de que el libro de Allen es sorprendentemente lineal alguien de su talento narrativo. Es como si se hubiera quedado sin ideas. Los mejores momentos son los de su infancia, cuando relata cómo fue su vida en Nueva York bajo su nombre verdadero, Allan Stuart Konigsberg. Una vida de un niño bien adaptado socialmente, nada del empollón frustrado que cabría esperar de su obra posterior y al que se refiere a menudo en sus películas. Allen aparece, en realidad, como un tipo bastante normal, casi hasta aburrido, con una mentalidad muy de los sesenta a la hora de ligar, y que, pese a la pretenciosidad de sus películas, insiste en que no tiene una cultura especialmente grande. El resto es una crónica relativamente formulaica de su vida, siempre con ingenio - "Oviedo, una pequeña ciudad con un clima como el de Londres y encantadora" - pero sin demasiado atractivo.
Eso es una lástima, porque cabría esperar mucho más de alguien que, al margen de todo su arte y sus controversias, ha logrado hacer más que nadie para integrar la identidad judía en Estados Unidos y, de paso, en Occidente. Solo con eso, Allen habría tenido material para escribir una - otra - obra maestra. Los críticos que se centran en la relación del cineasta con las mujeres son con W., la su pareja en el cuento "Selecciones de los cuadernos de Allen", publicado en noviembre de 1973 en el semanario The New Yorker, con la que el autor decide romper porque "no comprende lo que escribo. La otra noche declaró que mi Crítica de la realidad metafísica le recordaba a Aeropuerto".
En realidad, el libro y las reacciones son el reflejo de una sociedad tribalizada. Allen, un tipo de izquierdas cuyo nihilismo existencial escandalizaba a los conservadores, ha visto cómo A propósito de nada ha sido elogiado por el National Review, el semanario fundado en los años sesenta por el ideólogo de la revolución de Ronald Reagan, Christopher Buckley y por el estandarte de los tories británicos de más rancio abolengo, el Daily Telegraph. Acaso sea señal de cómo las guerras de la cultura - un término que le gustaba mucho a Buckley - han acabado devorando el legado de uno de sus mayores guerreros, Woody Allen, alguien que hizo del humor más corrosivo e iconoclasta una seña de identidad.
Paradójicamente, ha sido la izquierda - el bando en el que Allen militó - quien se ha acabado volviendo contra él. Leyendo las reacciones de los críticos en relación a A propósito de nada, es imposible recordar el artículo que Woody Allen publicó el viernes 10 de agosto de 1979 en el New York Times: "Más que nunca en ninguna época de la Historia, la humanidad se halla ante una encrucijada. De los dos caminos a tomar, uno conduce al desaliento y a la desesperanza más absoluta y otro a la total extinción. Roguemos al cielo sabiduría para elegir el que más nos convenga".