Asesinato en el metro
Julio Valdeón Blanco
Una fotografía en la portada del New York Post ha revolucionado a las buenas gentes. La tomó R. Umar Abbasi, segundos antes de que Ki-Suck Han fuera atropellado por el metro Q, a la altura de la calle 49. Han fue empujado a la vía por un loco, y Abbasi hizo click-click. Al loco lo han detenido en menos de veinticuatro horas. Al pobre Han ya lo habrán enterrado. Y a Abbasi le está cayendo la del pulpo, convencido el gentío de que su exceso de celo profesional lo hace, si no coautor del crimen, sí cómplice. En lugar de fotografiar, gritan, debiera de haber ayudado a la víctima. Aquí mi brazo, ¡toma!, aunque acaso chapoteemos juntos bajo el acero rodante.
Los deontólogos, taaan abundantes, acusan a Abbasi de canalla. En su defensa el hombre dice: “Comencé a correr, a correr, en la esperanza de que el maquinista viera mi flash“. O sea, que la foto habría salido porque intentaba avisar al conductor del tren, no por reflejos felinos o asombrosa facilidad para sacudirse la empatía como quien se limpia la chaqueta de migas y luego satisfecho eructa. Tras el griterío indignado, leyendo sobre la historia, descubrimos que el asesino había asustado previamente a varias personas, que Han le recriminó su conducta, que la discusión acabó con el sujeto empujándole al foso. Aunque había más personas en la estación, descontados nuestros protagonistas, solo acusan a quien, involuntariamente, dejó constancia del crimen. La policía, al menos de momento, no ha presentado cargos por omisión del deber de socorro, que al menos en España significa algo así como el delito cometido por quien no socorriere a una persona que se halle desamparada y en peligro manifiesto y grave cuando pudiere hacerlo sin riesgo propio ni de terceros. ¿Qué tenía que hacer Abassi? ¿Buscar una cabina subterránea, si existieran, y colgarse una capa? ¿Con el asesino a su espalda? Suspiro mientras el periodismo de opinión, no contento con haber desahuciado las noticias —y esta foto lo es— chulea a los investigadores. Lo primero, el tormento y el éxtasis y sus conspiraciones cósmicas; después, si hay hueco, los informes periciales y forenses. En realidad lo único cierto, cadáver aparte, es la fotografía. Siguiendo al maestro Arcadi Espada basta con ampliar el encuadre para corroborar que nada la contradice. Una estación de Manhattan. Un tren y un hombre. Marc Cooper, profesor de periodismo preguntado al respecto por Los Angeles Times, comenta que “Los que están indignados con el fotógrafo por no salvarlo tienen que preguntarse qué hubieran hecho ellos y qué podrían haber hecho. Porque por lo que he visto, no estoy convencido de que podría haber salvado su vida“. No estoy tan seguro, sin embargo, de que tal y como afirma Cooper luego la imagen de marras ayude a reflexionar sobre la gratuidad del mal, aunque pudiera ser. Habla, ojo, de una sociedad donde la gente muere por estupideces, no del fotógrafo. Me vale siempre que aceptemos que cualquier asesinato resulta gratuito. E igualmente loco, y enajenado su autor, así en el metro neoyorquino como agitando banderas o libros sagrados amén.
Más problemático resulta el tratamiento que merecen los familiares de la víctima, que acaso se sientan agredidos, pero diría que los indignados los utilizan como coartada para enredarse en su juego favorito, que no es sino escribir, frente a la sangre y firmes, pomposos artículos donde todo dios, del MTA a los servicios de emergencia, de la escuela o los mass-media, todos menos el asesino, somos culpables.
Alguien menciona la imagen del general Nguyen Ngoc Loan a punto de incrustarle una bala a un supuesto civil, Nguyen Van Lem. Ejecución en Saigón fue elevada a los altares del Pulitzer. Un símbolo de la guerra, contra la guerra, que penetró en el imaginario colectivo. Más tarde se dijo que Lem era un asesino, al mando de un comando de asesinos que acababa de liquidar a más de treinta personas, entre ellas la familia de un amigo del general Loan. No justifica esto la conducta de Loan, pero añadiría un contexto distinto, un claroscuro inquietante y reactivo al maquillaje ideológico adosado desde un principio. El propio Eddie Adams, autor del retrato, habría reconocido años después que se arrepentía de haberla tomado porque “no contaba toda la historia”. Incluso, cuentan, habló en favor de Loan frente a las autoridades de inmigración cuando, viejo, lisiado y retirado, quiso vivir en los EE.UU.
Otra instantánea: la de Kevin Carter y el niño y el buitre. El mundo en asamblea sumarísima acusó al fotógrafo de caníbal. ¡No ayudó al pequeño! La presión fue bestial. Lincharon al mensajero. Lo ataron al poste y lo azuzaron, si no por la hambruna, si por evidenciar con su conducta la miseria moral de Occidente, mercenario el cabroncete de unos medios que hacen safaris entre fiambres para, horas después, volver a su ducha caliente. Mi amigo Alberto Rojas, uno de los grandes, viajó a Sudán para reconstruir la historia. Incluso me pidió que entrevistara en Nueva York a Judith Matloff, excorresponsal de Reuters en Sudáfrica y hoy profesora en Columbia. Matloff acogió durante sus últimas dos semanas de vida a Carter. Esto me dijo: “La foto del buitre no fue la causa de su suicidio. Kevin ya había intentado suicidarse varias veces antes de haber tomado aquella instantánea. Habitualmente fantaseaba con esa posibilidad porque se trataba de una persona seriamente desequilibrada, muy frágil (…) Era adicto al mandrax o pipa blanca, una droga muy potente. Eso le hacía aún más vulnerable (…) Nada más ganar el Pulitzer la agencia Sygma le contrató para un trabajo en Ciudad del Cabo, pero llegó tarde y perdió el vuelo. Pocos días después, la revista Time le encargó otra sesión en Mozambique, pero se olvidó los carretes en el avión de vuelta… Aquello fue el punto de no retorno para él”.
Rojas, en Sudán, sobre el terreno, demostró que el niño “ya estaba registrado en la central de comida, en la que atendían enfermeros franceses de la ONG Médicos del Mundo. Florence Mourin coordinaba los trabajos en aquel dispensario improvisado: “Se usaban dos letras: ‘T’ para la malnutrición severa y ‘S’ para los que solo necesitaban alimentación suplementaria. El número indica el orden de llegada al feed center. Es decir, que el pequeño Kong tenía malnutrición severa, fue el tercero en llegar al centro, se recuperó, sobrevivió a la hambruna, al buitre y a los peores presagios de los lectores occidentales”. Incluso concluyó, tras entrevistar al señor Nyong, padre del niño, que este murió en 2007. Recopilemos. Carter no abandonó a una criatura a merced del buitre. Y estaba desequilibrado, consumía drogas, perdía trabajos, lo acosaban las deudas. Asunto distinto es si los blandos moralistas, los que distraen su aburrimiento en nombre de la humanidad para tirotear a un hombre, no sonrieron, siquiera un instante, cuando se suicidó. Bien empleado lo tiene, y olé. A lo mejor eso quieren que haga Abbasi, que acepte su maldad y se aplique un lingotazo de plomo en las sienes. Curioso que quienes le condenan muestren una absoluta indiferencia al importante detalle de que la fotografía de Carter, que implica la soledad del niño frente a la bestia, sea falsa. Bienintencionada, positiva si quieren porque puso el foco sobre una tragedia humanitaria, pero falsa, mientras que la de Abassi, en cambio, es cierta y dura, verídica y honesta, fatal e indiscutible. Tampoco me sorprende: si algo se la sopla a tanto pistolero con el Twitter flojo es, precisamente, el periodismo.