HA MUERTO BOBBY FISHER

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Pantomima

Mensajepor Pantomima » Mar 17 Feb, 2015 2:48 pm

Una mente privilegiada desde luego, DEP

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El caso Fischer

Mensajepor Invitado » Mar 09 Ago, 2016 7:31 pm

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Una vida enclaustrada en 64 casillas

Una película sobre el ajedrecista más famoso de la historia, Bobby Fischer, revela la estrecha línea que separa la superioridad intelectual de la locura y la infelicidad


El cociente intelectual de Bobby Fischer (1943-2008) era superior al de Albert Einstein. Pero el ajedrecista más famoso de la historia, cuya educación dejó mucho que desear, fue también un enfermo mental. La película El caso Fischer, que se estrena en España este viernes, intenta alumbrar la oscura frontera entre genialidad y locura. Pero diseccionar un personaje tan explosivo en 114 minutos roza lo imposible.

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El caso Fischer (2014) (Pawn Sacrifice)
“Todas las partidas entre Kárpov y Kaspárov están amañadas. Son unos farsantes”, repetía Fischer durante nuestro primer encuentro secreto, en Fráncfort (marzo de 1991), junto a uno de sus pocos amigos de verdad, el venezolano Isidoro Chérem, y el empresario catalán José Ignacio Borés. Yo intentaba razonar: “Bobby, si me dijeras que alguna de sus 144 partidas por el título mundial se amañó por motivos comerciales podría aceptarlo. ¿Pero todas? Es imposible. Hablamos de la mayor rivalidad en la historia de todos los deportes, que yo he vivido desde muy cerca durante cinco años”. Era inútil: él se enrocaba en sus obsesiones.

Y esa era la más liviana. La noche anterior, mientras paseábamos a solas tras la cena, descubrí que el gran ídolo de millones de ajedrecistas odiaba a mujeres, negros, comunistas, periodistas (a mí me respetaba porque antes fui jugador semiprofesional durante diez años) y judíos, a pesar de que él era judío, por parte de madre y de padre. Aquel rebelde autodidacta que fue primera página en todo el mundo cuando destronó al soviético Borís Spassky en 1972 tenía ahora amistades nazis, y llevaba 19 años sufriendo en absoluto silencio (sin un solo acto público ni entrevista con la prensa), sin dinero (donó gran parte de lo que ganó a sectas religiosas), olvidado por la Casa Blanca, que lo utilizó como el héroe que había roto la superioridad intelectual de la URSS en plena guerra fría.

Su infancia fue muy convulsa, pero la película pasa de puntillas sobre esa etapa, que quizá sea la clave del desarrollo de la enfermedad. El eminente físico húngaro Paul Nemenyi, quien trabajó en la Universidad de Iowa por recomendación de Einstein, visitaba con frecuencia en Nueva York a Bobby y a su madre, Regina, quien lo presentaba al niño como “un amigo”. Nemenyi llevaba años enviando dinero a Regina para que no tuviera que volver al hospicio en el que había pasado una temporada con su bebé tras enviar a su hija, Joan, a casa de sus padres. Nemenyi murió (ataque cardiaco) ocho días antes de que Bobby cumpliera nueve años, lo que fue muy traumático para el niño: sólo entonces supo que “el amigo Paul” era su padre verdadero, lo que Regina ocultó para no ser estigmatizada por sus relaciones extramatrimoniales. El padre oficial, el alemán Gerhardt Fischer, nunca pudo entrar en EE UU, por su nacionalidad y sus “conexiones comunistas”.

Mucho después, Fischer dijo: “Los niños que pierden a un padre se vuelven lobos”. Y pudo haber añadido una palabra: solitarios. Fischer, que fue a clase hasta los 14 años pero con la mente siempre absorta en el ajedrez, pasó muchas horas solo en casa durante su infancia analizando partidas porque Joan (cinco años mayor), volvía más tarde, y su pluriempleada madre apenas disponía de tiempo para atenderlos. Regina, nacida en Suiza, había vivido en Alemania y en París, y estudió Medicina en Moscú (donde conoció a Gerhardt, padre de Joan) antes de mudarse a EE UU. Bobby nació en Chicago, pero los Fischer cambiaron con frecuencia de residencia y Estado, rozando varias veces la indigencia. A ello contribuyó que Regina estuviera vigilada durante 30 años por el FBI, sospechosa de comunista. Su expediente (nº 100-102290), de 900 folios, dice que era “superdotada, hiperactiva, paranoica pero no psicótica, incapaz de controlar a su hijo”. Trabajó como maestra, enfermera y médica, entre otras labores. Varios testimonios coinciden en que se preocupó mucho por la obsesión de Bobby, e incluso lo llevó a un psiquiatra, quien despachó el asunto con displicencia: “No se preocupe. Hay obsesiones mucho peores que el ajedrez”.

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Fotograma de 'El caso Fischer'
Lo que se relata en El caso Fischer se entendería mejor si se resumiera bien todo eso antes de centrar la acción en el escandaloso duelo Fischer-Spassky (Reikiavik, 1972), que el estadounidense sólo aceptó jugar tras una llamada del Secretario de Estado (equivalente a ministro de Exteriores) Henry Kissinger, a petición del presidente Richard Nixon. Además, Fischer no se mostraba tan desequilibrado en ese periodo como se ve en la película. Eso vino después, cuando aquel joven y rico héroe nacional idolatrado por la Casa Blanca se retiró como campeón del mundo porque, desde el punto de vista psicológico, ya no tenía nada que ganar. Sólo así puede explicarse que en 1975 rechazase la bolsa de cinco millones de dólares (equivalentes hoy a diez veces más; de ellos, dos tercios para el ganador) que ofreció el dictador filipino Ferdinand Marcos por defender su título ante Kárpov en la isla de Baguio. El único testimonio público de su enclaustramiento hasta 1992 llegó de la policía de Pasadena (California), que lo detuvo, vestido como un pordiosero, tras confundirlo con un atracador, y lo maltrató en la comisaría.

Cuando nos vimos en Fráncfort él ya estaba mal. Sus análisis de partidas de ajedrez eran maravillosos, y los de política internacional muy brillantes… hasta que salían a relucir los judíos, y la conversación se hacía insoportable. A veces parecía un niño de 48 años, como cuando me contó su visita a la isla de Komodo (Indonesia) para ver dragones vivos. Lo visité de nuevo seis meses después, en Los Ángeles; una tarde, tras un opíparo almuerzo en mi hotel y cuatro horas de paseo a ritmo rápido, me pidió que me diera media vuelta para que no supiera cuál era el número del autobús que lo iba a llevar a casa.


Bobby Fischer (dcha.), y Boris Spassky en su último juego juntos, en Reikiavik (Islandia), en 1972

Asilo político en Islandia

Su estado mental se agravó mucho en los años siguientes, tras su reaparición en 1992, también contra Spassky, en Sveti Stefan (Montenegro), que le supuso una ganancia de 3,3 millones de dólares, pero violando el embargo internacional contra Yugoslavia, lo que causó su detención 12 años después en el aeropuerto de Tokio. Antes había ocurrido otro hecho que le produjo gran dolor: sus recuerdos personales fueron embargados y subastados en Pasadena por no pagar la renta. A partir de ahí cayó en picado: justificó el Holocausto y se alegró de los atentados del 11-S “porque EE UU lo merecía”. El Parlamento islandés le concedió asilo político y lo rescató de una prisión japonesa en 2005 para evitar su extradición a EE UU, un país que primero lo encumbró y ahora lo perseguía con saña. Murió en Reikiavik a los 64 años (uno por cada casilla del tablero), en 2008, por una hiperplasia benigna de próstata que derivó en consecuencias letales porque Fischer se negó a recibir tratamiento médico.

A pesar de todo (incluidas algunas cosas inventadas e inverosímiles, como que Spassky le hable a Fischer durante una partida), El caso Fischer es una buena película para quien desee asomarse a esa estrecha frontera entre la genialidad y la locura. Pero la magnífica obra de teatro Reikiavik, de Juan Mayorga, refleja mucho mejor lo ocurrido en aquel histórico duelo. Y para conocer a Fischer es más adecuado leer Endgame, de Frank Brady (publicada en español por Editorial Teell) y ver el impresionante documental Bobby Fischer contra el mundo, de Liz Garbus. En sus últimos minutos, hay un testimonio muy valioso del neurólogo islandés Kari Stefansson, quien convivió con Fischer: “La mayoría de nosotros piensa dentro de unos límites. Algunas personas excepcionales, muy creativas, son capaces de pensar fuera de la caja. Pero a veces no pueden volver a lo normal. Eso es la enfermedad, que en el caso de Fischer está muy ligada a su genialidad”.

A El caso Fischer le falta un mensaje similar al testimonio del propio ajedrecista que cierra Bobby Fischer contra el mundo: “A veces echo de menos una vida más equilibrada”. Los psiquiatras coinciden en que la buena educación de un niño superdotado es un factor decisivo. Los padres, maestros y entrenadores deberían tenerlo muy en cuenta para evitar las obsesiones. Fischer hizo mucho por el ajedrez, y sus grandes partidas serán siempre veneradas. Pero fue una persona muy infeliz.

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HA MUERTO BOBBY FISHER

Mensajepor Invitado » Lun 22 Ago, 2016 10:27 am

Geniomanía

Javier Sampedro 11 AGO 2016



El caso Fischer vendrá mañana a completar una especie de trilogía de los genios de nuestro tiempo, tras las pelis sobre Alan Turing (Descifrando Enigma) y Stephen Hawking (La teoría del todo), en lo que tal vez se esté convirtiendo en un género de la narrativa fílmica o un subgénero de la neurología clínica. Aunque solo fue un gran maestro de ajedrez, Bobby Fischer encaja perfectamente entre sus dos compadres científicos, y hasta los supera por su densidad de enredo biográfico: detenido en el aeropuerto de Tokio por violar el embargo internacional a Yugoslavia, maltratado por la policía de Pasadena al ser tomado por un atracador, embargado por no pagar el alquiler y defensor a partes iguales del Holocausto y el atentado de las Torres Gemelas, el Fischer real deja muy atrás las ensoñaciones más delirantes de cualquier guionista. Oh, sí, y también arrebató a los soviéticos el título mundial de ajedrez.

¿A qué viene esta geniomanía que nos tiene a todos embelesados? En parte tiene relación con la marcada tendencia a dotar a los personajes de complejidad, no ya para hacerlos más reales, sino mucho más allá: para hacerlos irreales de puro laberínticos, complicados y paradójicos. Los seguidores de Breaking Bad sabrán bien de lo que hablo. Siempre hubo genios en el cine, pero antes eran como el doctor Zarkov ese que iba en el cohete de Flash Gordon, una especie de robot omnisciente, omnipotente y omnibondadoso con menos pliegues que una camisa de poliéster. Hollywood se ha dado cuenta de que los genios de la vida real son mucho más raros que todo aquello, y ha convertido la biografía en un género de ficción, incluso de ciencia ficción.

Lo deseable es que los cineastas, sobre todo los guionistas, aprendan a crear personajes de ese tipo, porque la lista de genios matemáticos atormentados del siglo XX se acabará más pronto que tarde —la gente excepcional es infrecuente por definición— y, por el amor de Dios, no vayamos a volver entonces al doctor Zarkov ni al doctor Gannon, cirujano. Eso sería una catástrofe y una vergüenza.

Y lo malo es que la geniomanía tiene un claro componente circense, un pasen y vean en el que Fischer, Turing o Hawking pueden acabar en el mismo saco que la mujer barbuda y el hombre forzudo, en un tiempo en que los reality shows han hecho muy difícil encontrar un caso extraordinario de fealdad, desatino o estupidez, un verdadero monstruo que no estemos hartos ya de ver en hora punta. Como toda manía, la geniomanía se nos pasará alguna vez, y qué nos quedará entonces, maldita sea.




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