Mensaje por Invitado » Vie 09 Mar, 2012 5:59 am
MIGUEL DE MOLINA
Casi 20 años después de su muerte, Almuzara recupera las memorias de un icono del cante
La vida difícil del mito rosa de la copla
ANTONIO LUCAS / Madrid
En la España de los años 30 y primer compás de los 40, la voz Miguel de Molina (Málaga, 1908-Buenos Aires, 1993) parecía venir de serie con las radios Marconi. Sonaba a todas horas. Era, junto a Concha Piquer, la baliza del cuplé refinado. El quicio desquiciante de las mancebías. Quinqué rosa de la copla. Acumuló un éxito de cafés cantantes y teatros. Una leyenda que empezó a molestar al sector cecijunto de ciertos ganadores de la Guerra Civil y ya, desde los muy licenciosos 40, le torcieron el camino con un vudú de palizas, amenazas, exilio y un maratón de soledades del que sólo sabían unos pocos, hasta que con la aparición de sus memorias,
Botín de guerra, que ahora recupera la editorial Almuzara, se reveló tanto daño.
Es el relato en crudo de alguien que escribió su vida de madrugada. La vivió y la escribió. Los éxitos interminables, las contrariedades con sus compañeros de oficio -la campanuda Piquer sobre todas las cosas-, el miedo, el rechazo, el silencio, la paliza que le propinaron, entre otros, el conde de Mayalde, alcalde de Madrid y ganadero de toros bravos. Lo sacaron a empujones del teatro Pavón y lo torturaron en los altos de la Castellana. Allí le dieron duro. «Yo sólo atinaba, temblando, a preguntar:
- Pero ¿por qué? ¿Por qué?
Y el sindicalista, a gritos, me contestó:
- ¡Por marica y por rojo! Vamos a terminar con todos los maricones y los comunistas. ¡Uno por uno!». Le hicieron beber vaselina líquida con aceite de ricino. Miguel de Molina jamás se repuso de este asalto.
Después vinieron más triunfos. «Todos eran para mí como una venganza contra los detractores, que siempre los tuve, y aquellos que insistían, por ejemplo, en que mis blusas eran una mariconería y el público me iba a abuchear. Lo peor es que algunos de estos tipos, casi todos del ambiente artístico que yo conocía bien, luego me abrazaban y felicitaban. En fin: miserias humanas», escribió en una de esos cuadernillos donde volcó durante 40 años recuerdos, obsesiones, sustos no curados. Siempre de madrugada. Siempre a solas en su chalet de la calle Echevarría de Buenos Aires, donde se exilió definitivamente. Donde siempre vivió solo. A rachas con algunas visitas familiares. Casi siempre, sin nadie.
Tiempo después de aquella la paliza, Miguel de Molina fue desterrado. Primero en Cáceres y más tarde en Buñol (Valencia): «Cinco meses de destierro sin sentido alguno y, en lugar de abrirse alguna puerta hacia la libertad, me han comentado que el gobernador de Valencia ha pedido informes a la Guardia Civil, para saber ¡qué comportamiento sigo en Buñol! Como si fuera un criminal en libertad condicional».
Miguel de Molina no se escondió jamás. Vestía como vestía. Bailaba como bailaba. Hablaba de esa manera suya, a juego con la boca dulce y con las uñas largas. Amaba a muchachos de taberna. A jóvenes del cante y del baile. Mantenía un raro imán que atraía a señoritas de claustro, a poetas como Juan Ramón Jiménez, Lorca y Alberti; músicos como Manuel de Falla; escritores como Gómez de la Serna... y a pvtas de acera. Si cantaba
Ojos verdes o
La bien pagá flipaban en los teatros con su voz aguja y sus manos llenas de sortijas con monedas colgando.
Entendió la libertad a pleno rendimiento en un país que empezaba a venderla muy terciada. Pero es que Molina era tan cabal para la España leída como Maurice Chevalier para la Francia
proustiana.
«Durante mi vida hubo infinidad de gente que sólo se me acercó para aprovecharse de mí», aullaba el cantante. El exilio (iniciado en 1942) tuvo, como siempre en su vida, una parte de éxito sin fin y otra de penumbra insalvable. Fue un mito en México (donde lo odió Negrete) y en Argentina (donde lo
apadrinaron los Perón). En 1957, a los 52 años, decidió no actuar más. Se encerró en su casa. Y esa soledad se fue haciendo más grave y sonora. Cocinaba, escribía, planchaba, cosía... Prefirió no tener a nadie cerca. Sólo recuerdos. Sólo las cuartillas donde volcar la biografía. Donde ajustar las cuentas. Al final se acordaron de él, a lo lejos, le asestaron la Orden de Isabel la Católica, en 1992. Él lo dijo bien: «La medallita me llega un poco tarde».
Miguel de Molina muestra algunos de sus trajes de actuar, para cuya confección creó un taller en Buenos Aires.
La belleza maldita
JAVIER VILLÁN
Cuando Miguel de Molina exculpó a Concha Piquer de las turbias maniobras que le atribuían en su exilio y persecución, ésta contestó: «a buenas horas». La guerra trastocó todos los valores. En cualquier caso no se podía ignorar que, mientras ella triunfaba, Miguel estaba marcado por el odio de los vencedores. Primero lo explotaron a cambio de seguridad; luego lo torturaron y persiguieron. En esta
Autobiografía Molina se limita a negarle a Doña Concha algo evidente: la flamenquería que él metía a la copla; Ella era exquisita pero no flamenca. Fue amigo de Cantinflas y éste acabó boicoteando sus espectáculos por incitación de Negrete o celoso de la protección que
el gallego recibió de Evita.
Miguel de Molina brinda con Cantinflas, quien sería un ‘fiel’ enemigo.La vida de Miguel, un muchacho de insólita belleza y gracia, es de leyenda; su hogar eran las casas de mancebía. Lo adoraban por igual pvtas y maricones y fue desflorado por un bellísimo semental árabe. Estas
Memorias son valientes, desgarradas y en ocasiones hermosas, como su vida de revolucionario de la copla. Al estallar la guerra, ya era el triunfador, el de las blusas de fantasía,
La bien pagá y
Ojos verdes; el deseado procaz y libertino. Cantó para los soldados republicanos y he leído que Francisco Ayala había escrito: «hizo más estragos en el ejército de la República que los cañones de Franco».
Tuvo que irse de España, tras persecuciones sin fin y una brutal paliza dirigida por el Conde de Mayalde -luego alcalde de Madrid y ganadero de bravo-, cuando le prohibieron cantar. A la floja sangre de los toros del Conde, Matías Prats le dedicó un ingenioso epigrama:
«¿Mayalde otra vez alcalde? Cosa rara entre las raras/. Será el único mayalde/ que haya tomado dos varas». La salvajada de Finat y Escrivá de Romaní, director de Seguridad y torturador personal, no es cosa de epigramas taurinos. Cada vez que voy al Pavón, me imagino el secuestro de Miguel en su camerino. Esto lo sabíamos. Pero es la primera vez que se cuenta, por escrito, con tal verismo y crudeza. La obsesión de un funcionario, homosexual y esbirro, de Serrano Súñer lo alcanzó hasta la Argentina, de donde fue expulsado. Miguel de Molina pudo volver a España con cierta tranquilidad en los 50; su nombre apenas decía nada al nuevo público y, además, tenía el estigma de los réprobos y proscritos. Volvió a la Argentina que era su verdadera patria.
EL MUNDO. VIERNES 9 DE MARZO DE 2012
[list][img]https://www.jondoweb.com/imagenescontenidos/907.jpg[/img]
[font=Georgia][size=200]MIGUEL DE MOLINA[/size][hr][/hr]
[size=134]Casi 20 años después de su muerte, Almuzara recupera las memorias de un icono del cante[/size]
[size=200]La vida difícil del mito rosa de la copla[/size][/font]
[size=75]ANTONIO LUCAS / Madrid[/size][/list]
[font=Georgia][s]E[/s][/font]n la España de los años 30 y primer compás de los 40, la voz Miguel de Molina (Málaga, 1908-Buenos Aires, 1993) parecía venir de serie con las radios Marconi. Sonaba a todas horas. Era, junto a Concha Piquer, la baliza del cuplé refinado. El quicio desquiciante de las mancebías. Quinqué rosa de la copla. Acumuló un éxito de cafés cantantes y teatros. Una leyenda que empezó a molestar al sector cecijunto de ciertos ganadores de la Guerra Civil y ya, desde los muy licenciosos 40, le torcieron el camino con un vudú de palizas, amenazas, exilio y un maratón de soledades del que sólo sabían unos pocos, hasta que con la aparición de sus memorias, [i]Botín de guerra[/i], que ahora recupera la editorial Almuzara, se reveló tanto daño.
Es el relato en crudo de alguien que escribió su vida de madrugada. La vivió y la escribió. Los éxitos interminables, las contrariedades con sus compañeros de oficio -la campanuda Piquer sobre todas las cosas-, el miedo, el rechazo, el silencio, la paliza que le propinaron, entre otros, el conde de Mayalde, alcalde de Madrid y ganadero de toros bravos. Lo sacaron a empujones del teatro Pavón y lo torturaron en los altos de la Castellana. Allí le dieron duro. «Yo sólo atinaba, temblando, a preguntar:
[list]- Pero ¿por qué? ¿Por qué? [/list]
Y el sindicalista, a gritos, me contestó:
[list]- ¡Por marica y por rojo! Vamos a terminar con todos los maricones y los comunistas. ¡Uno por uno!». Le hicieron beber vaselina líquida con aceite de ricino. Miguel de Molina jamás se repuso de este [i]asalto[/i].[/list]
[imageright]http://2.bp.blogspot.com/--tf729Kz5G8/UQw0khgPZrI/AAAAAAAAQA0/qKegOP0ttOI/s1600/miguel+de+molina12.jpg[/imageright]Después vinieron más triunfos. «Todos eran para mí como una venganza contra los detractores, que siempre los tuve, y aquellos que insistían, por ejemplo, en que mis blusas eran una mariconería y el público me iba a abuchear. Lo peor es que algunos de estos tipos, casi todos del ambiente artístico que yo conocía bien, luego me abrazaban y felicitaban. En fin: miserias humanas», escribió en una de esos cuadernillos donde volcó durante 40 años recuerdos, obsesiones, sustos no curados. Siempre de madrugada. Siempre a solas en su chalet de la calle Echevarría de Buenos Aires, donde se exilió definitivamente. Donde siempre vivió solo. A rachas con algunas visitas familiares. Casi siempre, sin nadie.
Tiempo después de aquella la paliza, Miguel de Molina fue desterrado. Primero en Cáceres y más tarde en Buñol (Valencia): «Cinco meses de destierro sin sentido alguno y, en lugar de abrirse alguna puerta hacia la libertad, me han comentado que el gobernador de Valencia ha pedido informes a la Guardia Civil, para saber ¡qué comportamiento sigo en Buñol! Como si fuera un criminal en libertad condicional».
Miguel de Molina no se escondió jamás. Vestía como vestía. Bailaba como bailaba. Hablaba de esa manera suya, a juego con la boca dulce y con las uñas largas. Amaba a muchachos de taberna. A jóvenes del cante y del baile. Mantenía un raro imán que atraía a señoritas de claustro, a poetas como Juan Ramón Jiménez, Lorca y Alberti; músicos como Manuel de Falla; escritores como Gómez de la Serna... y a pvtas de acera. Si cantaba [i]Ojos verdes[/i] o [i]La bien pagá[/i] flipaban en los teatros con su voz aguja y sus manos llenas de sortijas con monedas colgando.
Entendió la libertad a pleno rendimiento en un país que empezaba a venderla muy terciada. Pero es que Molina era tan cabal para la España leída como Maurice Chevalier para la Francia [i]proustiana[/i].
«Durante mi vida hubo infinidad de gente que sólo se me acercó para aprovecharse de mí», aullaba el cantante. El exilio (iniciado en 1942) tuvo, como siempre en su vida, una parte de éxito sin fin y otra de penumbra insalvable. Fue un mito en México (donde lo odió Negrete) y en Argentina (donde lo [i]apadrinaron[/i] los Perón). En 1957, a los 52 años, decidió no actuar más. Se encerró en su casa. Y esa soledad se fue haciendo más grave y sonora. Cocinaba, escribía, planchaba, cosía... Prefirió no tener a nadie cerca. Sólo recuerdos. Sólo las cuartillas donde volcar la biografía. Donde ajustar las cuentas. Al final se acordaron de él, a lo lejos, le asestaron la Orden de Isabel la Católica, en 1992. Él lo dijo bien: «La medallita me llega un poco tarde».
[list][img]http://2.bp.blogspot.com/-3NndTClTtGk/TkI3naKMlRI/AAAAAAAACs0/mjnI71xrxJo/s640/VIERNES+17.+MIGUEL+DE+MOLINA.jpg[/img]
[size=75]Miguel de Molina muestra algunos de sus trajes de actuar, para cuya confección creó un taller en Buenos Aires.[/size]
[font=Georgia][size=200]La belleza maldita[/size][hr][/hr][size=134]JAVIER VILLÁN[/size][/font][/list]
[font=Georgia][s]C[/s][/font]uando Miguel de Molina exculpó a Concha Piquer de las turbias maniobras que le atribuían en su exilio y persecución, ésta contestó: «a buenas horas». La guerra trastocó todos los valores. En cualquier caso no se podía ignorar que, mientras ella triunfaba, Miguel estaba marcado por el odio de los vencedores. Primero lo explotaron a cambio de seguridad; luego lo torturaron y persiguieron. En esta [i]Autobiografía[/i] Molina se limita a negarle a Doña Concha algo evidente: la flamenquería que él metía a la copla; Ella era exquisita pero no flamenca. Fue amigo de Cantinflas y éste acabó boicoteando sus espectáculos por incitación de Negrete o celoso de la protección que [i]el gallego[/i] recibió de Evita.
[right][img]http://www.secretolivo.com/wp-content/uploads/2014/03/miguel-de-molina-brinda-con-cantinflas.jpg[/img]
[size=75]Miguel de Molina brinda con Cantinflas, quien sería un ‘fiel’ enemigo.[/size][/right]
La vida de Miguel, un muchacho de insólita belleza y gracia, es de leyenda; su hogar eran las casas de mancebía. Lo adoraban por igual pvtas y maricones y fue desflorado por un bellísimo semental árabe. Estas [i]Memorias[/i] son valientes, desgarradas y en ocasiones hermosas, como su vida de revolucionario de la copla. Al estallar la guerra, ya era el triunfador, el de las blusas de fantasía, [i]La bien pagá[/i] y [i]Ojos verdes[/i]; el deseado procaz y libertino. Cantó para los soldados republicanos y he leído que Francisco Ayala había escrito: «hizo más estragos en el ejército de la República que los cañones de Franco».
Tuvo que irse de España, tras persecuciones sin fin y una brutal paliza dirigida por el Conde de Mayalde -luego alcalde de Madrid y ganadero de bravo-, cuando le prohibieron cantar. A la floja sangre de los toros del Conde, Matías Prats le dedicó un ingenioso epigrama: [i]«¿Mayalde otra vez alcalde? Cosa rara entre las raras/. Será el único mayalde/ que haya tomado dos varas»[/i]. La salvajada de Finat y Escrivá de Romaní, director de Seguridad y torturador personal, no es cosa de epigramas taurinos. Cada vez que voy al Pavón, me imagino el secuestro de Miguel en su camerino. Esto lo sabíamos. Pero es la primera vez que se cuenta, por escrito, con tal verismo y crudeza. La obsesión de un funcionario, homosexual y esbirro, de Serrano Súñer lo alcanzó hasta la Argentina, de donde fue expulsado. Miguel de Molina pudo volver a España con cierta tranquilidad en los 50; su nombre apenas decía nada al nuevo público y, además, tenía el estigma de los réprobos y proscritos. Volvió a la Argentina que era su verdadera patria.
[list][flash=680,450]http://www.foroloco.org/jwplayer/player5.10.swf?file=http://multimedia.orbyt.es/Videos_Externos/Videos/3/D/A1-297533.flv&image=http://images.coveralia.com/autores/fotos/miguel-de-molina51941.jpg[/flash][/list]
[center]EL MUNDO. VIERNES 9 DE MARZO DE 2012[/center]